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He entrado en San Sulpicio. La religión en el centro de París tiene un aire que no me gusta. En el atrio hay unos cartelones de propaganda de las conferencias de la Semana Social; los temas de estas conferencias son perfectamente políticos. A la puerta de la iglesia, unos militantes venden al público estos periodiquitos de escasa tirada, tan combativos, tan bizarros, que en todas partes saben hacer los católicos La Vie Catholique, La Jeune-République.

Cuando hemos pasado bajo el dintel donde campea el lema impuesto por el Gobierno a todas las iglesias de Libertad, Igualdad y Fraternidad, la impresión sigue siendo la misma. Demasiada modernidad, demasiada campaña social, excesivo confort, harto sentido del momento.

Este esfuerzo, del catolicismo francés por defenderse actualizándose, me parece un error. La gran fuerza de las religiones viene de atrás; lo importante es conservarlas, mantener la liturgia, su sentido tradicional. Desde el punto de vista católico, mejor servicio presta a la religión el cura de misa y olla, que mantiene inalterable su dogma, que este cura urbano, que inicia una tímida evolución y, al acomodarse a los tiempos, pacta e, insensiblemente, desvirtúa su doctrina. En otro tiempo, ésta hubiera sido una herejía. Para El Siglo Futuro, seguramente lo es.

Este camarada español se halla refugiado en París, donde su difuso ideal revolucionario no le impone esa cadena perpetua de las detenciones gubernativas a que el Gobierno español castiga a todos aquellos que no piensan como él. Este camarada vive humildemente con su compañera en un cuartito amueblado, chico como un pañuelo, en el quinto piso de una de estas casas denigradas de los barrios populares de París. Trabaja durante todo el día como obrero en un taller, y por las noches escribe terribles artículos revolucionarios. Después de escribirlos, sale con ellos bajo el brazo a buscar entre las imprentas de París una donde quieran tirarle unos periodiquitos que él mismo edita. Además, da conferencias y escribe dramas de carácter social, que representan los cuadros artísticos de las sociedades obreras de la banlieu.

Su compañera es también militante. Gana su pan trabajando en una oficina y además pertenece a la Secretaría política del partido comunista.

Esta tarde me han invitado a comer en su rinconcito. La pobreza de la mesa tiene un encanto limpio y gracioso. Es un detalle, una nimiedad, una imperceptible superfluidad, lo que da, sin embargo, una sensación de bienestar en esta mesa pobre de gente al margen, que voluntariamente renuncia al bienestar burgués.

Esa nadería es lo que hace posible esta vida heroica del camarada Juan y su compañera. Es ese vaso con flores colocado sobre la mesa, o ese vestido elegante de ella, o este cigarrillo turco de él lo que permite la heroica persistencia de dos seres jóvenes y apetentes de todo en este régimen de austeridad del revolucionario militante.

El ideal revolucionario —del auténtico revolucionario contemporáneo, no del que aspira a derribar este o aquel Gobierno—, el ideal antiburgués no consiste en la destrucción del bienestar que han sabido crear los burgueses, sino en la limitación del apetito de cada uno por esos goces.

A la vida le basta con muy poco, casi nada. Cubrir las necesidades puramente fisiológicas, y para sazonarlo todo, un gramo de superfluidad. Reducir lo superfluo a este gramo, a este búcaro con flores del camarada Juan, o a este vestido de seda de su compañera es trabajar revolucionariamente.

Yo no pienso ahora en el camino que se sigue para lograr esto, pero me basta el espectáculo emocionante de esta gente diseminada por Europa, que sabe poner un límite a sus apetencias sensuales frente al desenfreno a que se ha lanzado la burguesía europea después de la guerra para que tenga una consideración espiritual por este ideal nuevo.

Hay todavía una gente que vive demasiado bien. Se me dirá que el bienestar no tiene límites. A mi juicio, sólo uno: el de la capacidad de disfrute de cada uno. ¡Y esta capacidad, en contra de lo que se cree, es tan pequeña! ¡Se necesita tan poco!

Esta señora, que tiene unos treinta y tantos años franceses —unos veinticinco años españoles—, está casada; pero, según ella misma dice, no es feliz en su matrimonio. Y hace desgraciado a su marido, suponiendo que él se considere desgraciado por tal cosa. Esta señora es rica; tiene unos buenos pedazos de la fértil tierra de Francia que le permiten gastar al año una renta de muchos miles de francos.

Se levanta temprano, se dedica amorosamente al cuidado de su cuerpo, come bien, como sólo se sabe comer en Francia; y se lanza a los bulevares a escoger entre los transeúntes su compañero en ese anhelo de gozar de la vida, que ella considera tan legítimo.

—Hasta ahora —me dice— soy feliz; más adelante, cuando pasen unos años y empiece a verme sola y triste, gastaré mi renta en pagar a los hombres que me puedan hacer amar la vida todavía.

Cuando esta buena burguesa me hablaba así, yo intenté explicarle que la vida es algo más compleja, que hay muchas maneras de amarla, que la categoría de ser humano tiene otras exigencias… No me ha entendido.

Y yo estoy convencido de que hay que ahorcar a esta señora. No me preocupa demasiado esta necesidad porque sé que un día encontrará al bandido polaco que la asesinará a puñaladas en el cuartito de un hotel meublé. Porque son los polacos los que cometen todos esos crímenes «pasionales» de París.

SUIZA Y EL INTERNACIONALISMO

Cuando se muere un ginebrino, Ginebra entera tiene contraída la obligación de ponerse de duelo. El ginebrino es el hombre más sociable de Europa; pertenece, por poca significación social que tenga, a una o dos docenas de sociedades benéficas, excursionistas, cooperativas, musicales, deportivas, etc.; a más, claro es, de las agrupaciones profesionales.

Y, claro, cuando se muere, todas estas entidades han de manifestar su sentimiento por la pérdida del afiliado en las esquelas de defunción que se reparten y se publican en los periódicos.

Como todos los días se mueren varios ginebrinos, este espectáculo de solidaridad social es permanente. Ginebra entera está sintiendo en cada momento los hijos que se le mueren.

Un gran contingente de estas sociedades que entrecruzan la vida social ginebrina lo dan las agrupaciones musicales. Todo hijo de Ginebra pertenece a una agrupación musical. No importa que carezca en absoluto de capacidad para la música. ¿Usted qué toca? Lo que sea. Ya encontrará un instrumento a la medida de sus facultades; el caso es que forme parte de una orquesta, o de una charanga, o de un coro, o de una banda de tambores. El caso es tocar algo, hacer ruido, sumarse a esta aspiración colectiva de emitir sonidos que tiene la ciudad.

Las grandes paradas de la ciudadanía consisten aquí en el desfile de muchos miles de ciudadanos tocando algo: la gaita, la ocarina, el trombón, lo que sea. Nadie se exime de esta servidumbre.

A menos que sea miembro del Cuerpo de Bomberos, que para estos pacíficos suizos es como para nosotros, españoles —para algunos de nosotros, afortunadamente sólo para algunos—, pertenecer a un instituto armado. Así como en España hay quien tiene a orgullo el ser oficial de complemento, aquí hay quien se honra con ser bombero honorario.

Sorprende la cantidad de iglesias que hay en Ginebra. Casi una para cada ciudadano. Yo creo que en Suiza todo el mundo es prácticamente de algún culto.

Lo divertido es la variedad; hay iglesias católicas, protestantes, ortodoxas, griegas, judías, anabaptistas, de todo. El adolescente suizo, por lo visto, curiosea los entresijos de estas diversas confesiones y al final se afilia a la que mejor le va a su temperamento. Escoge su religión como escoge la charanga de que ha de formar parte.

Ninguna de estas iglesias tiene en Suiza un carácter militante. Cada cura tiene su parroquia y de ella vive sosegadamente, procurando satisfacerla y que no se le vaya a la tienda de enfrente.