Yo creo que esto de la religión es en los ginebrinos un aspecto de su sociabilidad. Nada más.
Ginebra es un vergel. Llana como la palma de la mano, se extiende a las orillas del Leman, rodeada de verdura, que se le mete calles adentro hasta el corazón mismo de la ciudad. Al fondo, los Alpes.
Ninguna impresión, sin embargo, de grandiosidad. Nada sublime, nada desmesurado; todo tiene una corrección municipal. El Montblanc mismo, que desde la orilla del Leman miran constantemente los turistas ingleses, gracias al telescopio de un alemán industrioso, parece sencillamente un alto copete de chantilly.
Los alrededores de la ciudad, cuajados de villas graciosas incrustadas en el follaje, dan una sensación tan grata, tan apacible tan sedante, que uno piensa que es éste el sitio del mundo donde más intensamente ha de sentirse el goce de vivir serenamente, vegetando un poco como los árboles vecinos, pero con plena consciencia del vegetar, sintiendo cómo al espíritu se le caen las hojas muertas y le nacen los nuevos brotes lentamente, naturalmente.
El suizo no acaba de serme simpático. Se parece demasiado a sus encinas. Tanto monta un encinar como una tropa de ginebrinos. Tienen esa inmovilidad y esa firmeza de los viejos troncos.
Cuando se piensa que esta gente tan sosegada, tan prudente, tan correcta y discreta está aquí atrincherada en el cogollo de Europa, dentro de sus pequeños egoísmos municipales, desagrada un poco. El caso aquel que se consideraba ejemplar de la neutralidad de Suiza durante la guerra europea me asusta y me hace temer que, por encima de todas estas virtudes locales, mejor aún, domésticas, del suizo, puede haber una terrible incapacidad espiritual. No se puede estar tan al margen. En el mundo hay algo más que los intereses de la Sociedad Excursionista y de la Armonía Náutica.
Me gustaría que esta gente se emborrachara algún día de algo y, abandonando esta tierra magnífica, se echara por el mundo a hacer cosas insensatas.
Un lago es una cosa perfectamente estúpida. No tiene ningún sentido. Mejor dicho tiene únicamente este sentido doméstico de la vida que tienen los suizos. Esto de dar vueltas al lago, bañarse en el lago y pasear por sus orillas es una actividad doméstica de buen hombre casero, sin imaginación, sin el sentido dramático que la vida ha de tener fatalmente.
El lago es grande; hay veces que se encrespa y parece un mar. Me dicen también que es muy peligroso, pero yo no sé verlo más que como un artefacto del menaje casero; como una bañera o, a lo sumo, una piscina. Cuando se tiene un lago como el Leman, lo menos que se puede hacer es dignificarlo, redimirlo de su triste condición casera, inventándole una leyenda. ¿No se les habrá ocurrido a los ginebrinos atribuir ninguna virtud maravillosa al lago, ningún hecho sobrenatural que dignifique estas aguas muertas del Leman? Yo no conozco ninguna leyenda del lago, y mientras no la conozca, estoy dispuesto a despreciarlo, como desprecio la bañera de cinc de cualquier amigo. Cuando se vive junto a un lago, para justificarlo, lo menos que se puede tener es imaginación.
Cuando las chicas suizas cumplen los quince años tienen cierto derecho —como los chicos de su edad en España— a que sus padres les entreguen un llavín del cuarto en que habitan y puedan así recogerse a la hora que mejor les plazca.
Me divierte mucho pensar en el espanto que esta vieja noticia produce seguramente en el ánimo de los honrados padres españoles, pero quiero tranquilizarles. En ninguna parte del mundo ocurre nada extraordinario —ni siquiera en el aspecto amoroso—, y las chicas ginebrinas, con el llavín de su casa en el bolsillo, se recogen a la hora que les da la gana, pero no hacen de su libertad nada que deje de hacer una recatada señorita de Cuenca, Córdoba o Burgos.
Los gastos de la Sociedad de Naciones —dicen unos grandes gráficos comparativos fijados en las paredes de este viejo hotel de Ginebra, sede del internacionalismo— son muy inferiores a lo que cuesta un par de acorazados. Con el presupuesto anual de armamentos navales de una gran potencia se mantendrían los gastos de la Sociedad de Naciones durante muchos años.
Se defiende así el organismo de Ginebra contra quienes lo combaten con un curioso sentido de la economía; sentido económico de patrona de casa de huéspedes. (Me refiero a una elevada opinión española). No; a la Sociedad de Naciones se la puede atacar por muchas razones; por esta de que cuesta cara, no. La subsistencia de este grupo de gentes de buena fe, con un fervoroso sentido internacional en el cogollo de estos feroces nacionalismos del centro de Europa, bien vale lo poco que cuesta aunque ese gasto no evite el otro, el de los acorazados. Sobre todo, para nosotros, españoles, tan aislados, tan encerrados dentro de nuestro casticismo, es indispensable. Quedarnos a solas con nosotros mismos, nunca. Si fuera preciso, yo propondría que se diesen corridas de toros benéficas para sostener en Ginebra a un pequeño núcleo de españoles que se enterasen de lo que pasa por el mundo.
Y, además, por puro patriotismo. Es que de hecho la Sociedad de Naciones no puede servir a nadie como a España. Demos por descartada su ineficacia frente a la voluntad omnímoda de las grandes potencias. Inglaterra está en ella y la sostiene en gran parte porque no es ningún obstáculo para su poderío; Alemania entró porque le convenía agarrarse a algo; Francia porque le alivia el miedo. Y así, todas.
Pero los beneficios que la Sociedad de Naciones puede reportar a una potencia material de primer orden no tiene punto de comparación con los que reportaría si se siguiera una política hábil a una nación como España, que, sin un poderío material de primer orden, aspira a ser una potencia moral de primera clase, y, efectivamente, podrá llegar a serlo. Parece como si toda esta armazón de la Sociedad de Naciones se hubiese hecho exclusivamente para colocar a España en unas circunstancias excepcionales dentro del concierto de los pueblos de Europa. Desgraciadamente, los gobernantes y diplomáticos españoles, al encontrarse con un instrumento tal como la Sociedad de Naciones en las manos, tienen la misma perplejidad que un labriego al que le hubiesen entregado una dinamo.
Sin el ideal que informa la Sociedad de Naciones, los estados que disponen de un armamento de primera clase lo tienen todo; las naciones que no tienen esa fuerza, no tienen nada, absolutamente nada. Esa fuerza moral que España podría esgrimir sólo se cotizaría aquí.
Si el político más genial que haya tenido España se hubiese puesto a discurrir el modo de que nuestro país tuviese una influencia positiva en la política internacional, no habría encontrado un instrumento más adecuado que la Sociedad de Naciones.
Pero el instrumento no basta. Hay que saber manejarlo.
La fuerza de la Sociedad de Naciones radica en la legión de periodistas de todo el mundo que vienen a Ginebra para servir a sus países de centinelas en las avanzadas de la política internacional. Son los soldados del internacionalismo; sus verdaderas tropas.
Aun cuando no esté reunido el Consejo ni la Asamblea, los periodistas de todo el mundo tienen montada su guardia en Ginebra. En pleno verano he tropezado en los pasillos y los salones del Palacio de las Naciones con periodistas de todas partes; norteamericanos, griegos, escandinavos. Menos españoles, todos.
La Prensa española refleja la misma indiferencia que el Gobierno ante el internacionalismo. Se da el caso lamentable de que los periódicos más importantes de España y hasta los más nacionalistas están en manos de agencias extranjeras o de informadores extranjeros y mal pagados, mientras II Corriere della Sera, por ejemplo, tiene en la capital de Francia una verdadera redacción con colaboradores especializados que saben lo que en cada momento interesa a Italia de cuanto pasa en el mundo. Claro es que las empresas periodísticas españolas no tienen por qué preocuparse de estas necesidades. Mientras España no tenga una verdadera política internacional, ¿para qué hacen falta mejores informadores?