Las dos hermanas bajan ya la escalera de mármol, Don Roque saluda levemente a la doméstica y apresura el encuentro atravesando rápidamente el patio.
En el cenador, tras los cristales de la galería, insobornable y patriótico, el loro Juanito quiebra la claridad azulada con su agridulce chauvinismo nasaclass="underline" "Lorito real. Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil. Viva España".
– ¡Despierta, Carlos, abre al menos los ojos!. ¡Mirame!.
La voz le llega lejana, como si atravesara un muro, pero no se siente siquiera con fuerzas para contestar, para moverse, para levantar los párpados y abrir los ojos y mirar a su madre sentada a los pies de su camastro.
– Has dormido bastante. No puede hacerte bien tanto sueño. Es pan tostado con aceite y con una cabeza de ajo restregada lo que te traigo – señala -. Es pan con aceite. Te bebes un poco de leche y sigues durmiendo, aunque ya sabes lo que dice el médico de que no es bueno tanto dormir, de que lo que te hace falta es sólo reposar y dormir sólo las horas que duerme todo el mundo.
– Déjame. Estoy cansado – contesta al fin -. No tengo ganas de comer. Déjame. Estoy que no puedo tirar de mi alma.
– Hijo – dice ahora la madre -. Hazlo por mi. Bebete siquiera la leche.
– No tengo ganas, madre. No tengo ganas.
La madre, con el trozo de pan sobre el plato de aluminio y la leche dentro de una lata de leche condensada con los bordes remachados, tercamente, lo hace incorporarse a fuerza de ruegos:
– Es de la que a ti te gusta – suplica -, de la americana, la última que nos queda. El cura a lo peor ya no quiere dar más. Tomatela. Tengo que irme. No me hagas perder más tiempo.
Toma la lata de leche y se la lleva a los labios. Hace un gesto de repulsa al ver el pan empapado en aceite. Bebe la leche despacio. Sus ojos negros y brillantes miran los ojos de su madre, los tristes ojos de su madre que, mientras con las uñas hurga el dobladillo mugriento del delantal, recorren las gotitas de sudor que le brotan a su hijo de la frente.
– Cuando se termine lo de las calles, no sé que vamos a hacer. No sé que vamos a hacer cuando se termine lo de las calles y no haya más faroles.
La madre no contesta de momento con la mirada fija en la frente del hijo. Luego dice:
– Aún falta un mes por lo menos para que se terminen las obras, y, al fin y al cabo, mientras Dios quiera que haya días de lavado por echar en la Colonia no nos faltará que comer. Hazlo por mi, Carlos – insiste -, tómate siquiera la mitad del pan y no pienses. No vas a adelantar nada con pensar. Si quieres uvas también te he traído.
– Sabes que no podría, madre, sabes que no podría.
La madre deja el plato de aluminio sobre la silla y se limpia las manos en el filo del vestido.
– Que no te vaya a dar el sol es lo que quiero. Ya sabes la de veces que te lo ha advertido el médico. No creo que vaya a venir nadie mientras te quedas solo; pero venga o no venga tú no bajes. Déjales que aporreen la puerta. Si gritan desde el corral, no hagas caso. En cuanto termine la colada estoy aquí. Si viene alguien te asomas por el ventanillo, pero no creo que nadie se lleve la ropa que he dejado puesta a secar.
– ¡Quién va a venir!. Anda y marcha tranquila.
La madre besa al hijo en la frente y baja luego loa desconchados escalones del sobradillo. Al llegar al corral extiende algunas sábanas sobre el tendedero y sale luego a la calle.
Con el pañuelo negro dejado caer hasta la altura de los ojos, toma el camino de la "calle Abajo", sorteando los montones de zahorra que se amontonan a uno y otro lado de las regolas que abren los hombres, y la sigue a buen paso para torcer luego a la derecha camino de la Colonia.
El niño vuelve a llorar, y Rosario entra en la choza, lo saca del serón de esparto y se pone a mecerlo. Luego sale con él en brazos y se sienta en un banquillo de madera de olivo delante del rectángulo de sombra. Un tren descendente silba en la cuesta abajo de los alcores. La mujer del guardagujas vuelve a desenganchar la cadena del paso a nivel del camino de ganado, y se queda luego inmóvil sobre uno de los postes de señalamiento con la banderola arrollada. El viento mueve la falda de percal de la mujer del guardagujas. En los barbechos amarillos el sol reverbera, y en la panorámica, ante los ojos de Rosario, se mueven estrellitas fugaces que suben y bajan y se desvanecen entre los almiares de las cortijadas y el terraplén férreo donde un hombre encorvado rebusca carboncilla que va echando en un saco.
El niño vuelve a llorar y Rosarito le canta muy bajo, convirtiendo la banqueta de madera de olivo en un balancín, la vieja canción de "Jazz" que tantas veces escuchara de labios de su madre, antes de que su madre tomara un día la carretera para no volver nunca:
La máquina férrea suelta en los bordes de las vaguadas chorros de vapor blanquecino que llaman la atención del hijo de Rosarito, la hija de Rosario la Mocha, y, milagrosamente, lo hace dejar de llorar.
Hasta la penumbra de la alcoba llega el clamor del trajín doméstico que sube de la cocina por el hueco del patinejo. Con el cigarrillo entre los labios fuma despacio. Lanza al aire rosquillas de humo. Las moscas patinan sobre el hule deshilachado de la mesa dispuesta a unos palmos de la cama. De poco sirve con ellas el "papel real" que cuelga de las vigas como una tripa seca, ni el azúcar rosada disuelta en agua dentro de un plato desconchado sobre la cómoda atiborrada de porcelanas, de estampas devotas, de iluminados retratos familiares; pero doña Mercedes, al mostrarle el cuarto, el más decente de la casa, hizo valer sus precauciones higiénicas:…"no hay una sola mosca porque, ya ve usted, les tengo puesta trampas por todas partes".
Se echó nada más llegar sobre la cama y entornó los ojos. Su camino hasta el final ha sido largo; pero ahora, mientras fuma, no piensa en nada. Se limita a arrojar, poniendo en ello sus cinco sentidos, rosquillas azules de humo. Hasta la muerte de su tía Natividad, que le mantuvo en usufructo el tercio de la herencia materna, no recibió en alud el dinero. Cuando la tía Natividad murió una tarde, inclinada sobre un reclinatorio de la iglesia de los dominicos, lo primero que hizo fue comprarse un automóvil, con el que había soñado toda la vida. Justificaba su adquisición en el "Círculo", delante del tapete verde de la mesa de juego: "Es lo primero que hubiera hecho cualquiera ¡qué carajo!. Un "Cadillac" debía haber sido y no un bote de nada… Os invito a todos a coñac".
Se incorpora de la cama nervioso para sentarse ante la mesa con los codos sobre el hule, suelta la corbata, remangadas las mangas de la camisa.