Al volante del automóvil rubricó mil veces la ciudad. Se asomó a París aquel verano, tímido, inseguro. Regresó antes de la tercera semana, y en el "Círculo" se pavoneó de haber dejado en buen lugar la tradición hispana de riña o amor según el sexo. Se aburrió. Le desilusionaron las nubes altas de septiembre sobre el Sena. Se maravilló de que ninguna mujer tuviera para nada en cuenta su aire de señorito. Volvió con veinte mil duros menos y se recortó el bigote a la inglesa. Juró haber cruzado el Canal y haberse hecho un par de trajes en Savile Street. "Cosas de Santiaguín", dijeron los amigos. Nadie le creyó, pero le admitieron otra ronda de whisky.
La inquietud le hace levantarse y dar un paseo a lo largo del cuarto para llegar luego al ventanal y acodarse sobre el alféizar, después de levantar la cortina grasienta que protege la alcoba de la calina del mediodía. De la calle llega el runrún del motor de gasoil del autobús de línea recién llegado, aparcado en la acera de enfrente de la fonda, de donde se apean ya los viajeros. Maldice su impaciencia que no supo esperar unas horas- durante las que no ha logrado nada – y piensa que pudo haber realizado el viaje sin prisa en el autobús, ahorrando el importe del taxi. Hasta que el último viajero no baja del ómnibus no abandona el ventanillo.
Si viviera su tía Natividad le hubiera conminado una vez más a cambiar de vida y recordado que era congregante de la Inmaculada, y enseñado, junto al cordón azul y blanco de la congregación, el retrato de primera comunión, vestido de marinero, cándidos los Ojos del madrugón y con la banda de moaré con las espigas cruzadas de la Eucaristía sobre el brazo izquierdo.
Se arrepiente de no haber sabido explotar con mejores resultados la generosidad de Mila. Siente miedo ante su aislamiento y abandona la silla donde ha vuelto a sentarse para dejarse caer otra vez sobre la cama. Dos chispas de candela abrasan la colcha desvaída de azul añil -que doña Mercedes estirara cuidadosamente al enseñarle el cuarto – y dibujan sobre ella dos grandes monedas vacías.
Infancia con regusto doliente de cobardía mimada de largos paseos al sol de mano de chacha almidonada. De los padres, ni el recuerdo. Adolescencia de billares y de novillos y, a fuerza de años, haber alcanzado la Universidad, para no sacar de ella sino dos campamentos de Milicia Universitaria – con rebaje de rancho y rosbif en la cantina -y las riendas ya sueltas de hombrecito, y el uniforme de oficial que a la tía Natividad le devolviera el recuerdo del novio subteniente que marchara a la guerra de África para no volver nunca.
Las moscas, sin hacer caso del "papel real", prosiguen sus pruebas de aterrizaje sobre el hule. De la cocina llega el olor penetrante del aceite hirviendo y la voz de un buhonero empeñado en hacerle a doña Mercedes el artículo ante un par de combinaciones de nylon. Doña Mercedes suelta la carcajada y corta el chalaneo: "¡Pero, hombre de Dios!, ¿por dónde quiere usted que yo me meta esto?. ¡Cuando no me sirva de tapaculo!”.
El quincallero se agarra a la posibilidad de cambiar las prendas por una noche de posada.
– Pero no se entera que no puede ser -prosigue doña Mercedes – que la única habitación que tenía libre me la ha ocupado un fulano que ha llegado esta mañana y que por la pinta es de los que, como los gitanos, sino la dan a la entrada la dan a la salida… porque se ha dejado caer sin equipaje, ni muestrario ni nada que se le parezca…
La sangre se le agolpa sobre los ribazos de los labios, bajo el reflejo azulado de la barba. Se levanta de la cama, abre la puerta del cuarto y sale al corredor. Con la mayoría de edad solicitó la herencia paterna: dos paquetes de acciones y una casa de vecindad. Alquiló un apartamento de soltero en el extrarradio. Más tarde, con el abandono de la carrera se vio obligado a hacer las prácticas reglamentarias de suboficial. La tía lloró como si hubiera sido degradado por alta traición en el Barranco del Lobo.
Doña Mercedes discute ahora la calidad de las prendas interiores entre risas. En el patio de la fonda el sol dibuja planos fotográficos sobre el haz de las hojas de aspidistras, sobre el vidriado de las macetas de geranios.
Al fondo del corredor, junto al retrete, bajo un almanaque con viñeta de caza, la caja barnizada del teléfono se eterniza sobre el testero encalado. Es más penetrante el olor de la cocina. El buhonero arruga la combinación de nylon y la aprieta en el hueco de la mano. Luego la estira y la hace un nudo y pide a doña Mercedes que tire con fuerza de uno de los extremos, a lo que doña Merceditas se niega entre risas: "No se trata de que yo quiera comprarla, buen hombre, ni dejarla de comprar, que si fuera mi talla ya le pagaría yo de buen grado lo que pidiera por ella. Tan bien sabe usted como yo, que para eso tiene ojos en la cara, que no me entra el juego ni por la cabeza. Ya querría yo, ya, poder quedarme con ella, que sería señal que tendría una cinturita y una pechera como ésa. No digo yo una noche de posada… la fonda entera era para usted, que ya ganaba yo con el cambio si por arte de bilibirloque y de golpe y porrazo perdiera cuarenta kilos que son los que me sobran."
Camina hasta el teléfono. Descuelga el auricular y hace girar la manivela de llamada. Doña Mercedes regresa ya al patio, después de haber acompañado al buhonero hasta la puerta, y mira hacia arriba, hacia la cristalera de la galería del primer piso, y, en viéndole llamar por teléfono se desprende de los zapatos y sube de puntillas las escaleras; pero baja de nuevo en oyéndole colgar el aparato sin haber hablado y caminar de nuevo por el corredor para volver a encerrarse en su cuarto.
No había logrado aún llegar a su apartamento la conquista prohibida, la aventura galante con una mujer casada como había imaginado en los sueños de su adolescencia. Tuvo como un acceso de romanticismo colegial cuando la conoció. Ella supo enseguida rodearse de misterio para espolear aún más su deseo. Le propuso el abandono del marido, el abandono de los hijos. Ella le hizo desistir argumentando poderosas razones de orden moral y accedió solamente a las entrevistas de los jueves y los sábados, al caer la tarde, entre dos luces, con zaguán húmedo y escalera crujiente, con prólogos de sofá y vermut con ginebra.
En la galería. Mariquita da gritos histéricos a Niña-Linda: primores maternales inocentemente cachondos de su adolescencia pueblerina. En el jardín, entornados los ojos, Andrés no advierte el tránsito verdiazul de una lagartija por el brazo de la "chaise-longue".
Desde la balconada de su cuarto contempla el jardín. La baranda de hierro está completamente seca y, cuando deja resbalar sobre ella la palma de las manos, el polvillo de orín no se pega ya siquiera a los dedos. Mira ahora a su hijo tendido sobre la "chaise-longue". En la terraza de la casa de enfrente Mrs. Humprey toma el sol con un "dos piezas" recostada sobre un "monis" listado y apura con una pajita de plástico una botella de "Cola mejorada". Niña-Linda y Mariquita se persiguen jugando al escondite. Regresa a la alcoba y cierra el pestillo de la puerta de entrada. Luego saca del misal la carta recibida la víspera y vuelve a leerla sentada sobre la calzadora. El timbre del teléfono, desde el que él comunicaría desde el pueblo haber llegado, no ha sonado aún a pesar de haber transcurrido toda la mañana. Se siente desosegada. Deja la carta en el misal, pero al instante vuelve a sacarla y tomando del cajón de la mesilla de noche un encendedor le prende fuego y contempla la llama que se apodera de las letras de trazos desiguales. Vuelve a abrir el balcón para dejar caer la ceniza sobre el jardín y de nuevo a quedar apoyada en la baranda de hierro con la mirada perdida en la línea de la carretera.
…
La calle era como un espejo negro. El viento se agarraba a las esquinas. El zaguán se hacía interminable los jueves y los sábados cuando, sin respiración, llegaba a él en un final de primera etapa difícil después de atravesar la calle solitaria. El impermeable le venía estrecho. La tela engomada se le pegaba a los muslos al andar a un compás de lejana travesura infanticlass="underline" los mismos golpes en la rodilla que, cuando de vuelta del colegio, enredaba con las katiuskas de goma dentro de los charcos de agua, las tardes que caían rápidamente, que se poblaban de fantasmas. El viento hinchaba el vuelo de su bocamanga como treinta años atrás hinchara también su capita de hule y la tornasolara de gotas de agua y manchas de barro.