A Eugenio le tiembla por un momento la lejanía de las tristezas pasadas, de las soledades aprendidas de la morriña enganchada a cada tarde sin sol de once meses:
– Si estuviera en mis manos… sabes que lo haría con mil amores. ¿Quiénes mejores que tú o que éste para estar conmigo?. ¿Quiénes mejor?. Pasa que yo no tengo influencia ni tengo nada de nada para sacaros. Que si estuviera en mis manos… -En tus manos está. -¿Qué sabes tú?.
– Que te lleva. ¿Sabré yo que te lleva? – dice Toto -. Aunque no sea más que por no oírte, te lleva, o acaba cogiendo el camino y yéndose solo antes de tiempo por quitarse de encima un tío tan pesado como tú. ¡Ni que éste fuera obispo para tener la mano que tú te figuras!. Bastante tiene cada uno con sus cosas, que hay que ver que te pones pesado.
– No te fíes de éste – dice Antonio – y no te figures que en el depósito no se trabaja. A lo mejor más, ya ves. ¡Vaya un enchufe el encofrado!. ¡Con la leche que tiene el depósito desde arriba!. Más alto que la torre, fíjate. Esta tarde te pegas un garbeo y lo ves. Lo mismo está uno expuesto a perder pie y estrellarse y partirse el alma – mete la mano por debajo del peto del mono, en el bolsillo de la camisa del ejército y saca un cigarrillo arrugado y lo enciende-Enchufe el de tu primo con los farolitos – dice luego dirigiéndose a Toto -. Eso es un enchufe…
Toto lo mira despacio. Luego chasca el pulgar y el índice sobre los ojos de Antonio el de Cristóbaclass="underline"
– ¡Que yo faltarte no te he faltado para que saques a relucir las desgracias familiares, que nadie ha sacado aquí a mi primo a relucir para que te tengas que meter con él!, ¿estamos?.
– Eso no es faltar. Que si te picas… -Nadie ha dicho hasta ahora esta boca es mía con lo de Carlos. Tenías tú que ser el primero. Hasta a los correturnos, que eran los únicos que podían salir perdiendo y que les hubiera tocado de fijo la guardería, les pareció bien cuando el maestro le llamó, en vista de cómo estaba, y le encargó de las señales. Ni un solo fulano de su cuadrilla se quejó tampoco cuando lo escogieron, al revés; que si no llega a soltar la piocha a tiempo se queda tieso en la regola como un pajarito. -Cuando yo me fui había dejado de toser y parecía otro hombre – dice Eugenio -. No te he preguntado por él porque no sabía. Me figuré que lo mismo estaba otra vez trabajando en su oficio, de peón, e iba y venía todos los días en bicicleta.
– En cuanto le dieron de baja, como es natural, lo despidieron. Le quedó el seguro, pero a los seis meses le cumplió. Luego, ya sabes: que si tenía que solicitar una prórroga, que si la solicitaba y no la solicitaba… total que, con una cosa y otra, pasó el tiempo; que si tenía que escribirla a máquina y ¿de dónde iba a sacar él una máquina?. Para las malvas está, que para mi que ya lo suyo no tiene arreglo. Ahora, con el buen tiempo, menos mal, va tirando. Lo malo será cuando llegue el invierno; que no hace falta ni el invierno, ése se va con el veranillo del membrillo. Y eso que dice éste – señala con el índice a Antonio – que los faroles no tienen trabajo, vamos a dejarlo. Que toda la noche no está en vela, conforme. Que le echa a los faroles la mitad del aceite que le tiene que echar, conforme también. Que se queda con él cuando se le presenta ocasión, ídem de lo mismo. Que trinca todas las semanas doce pesos más; pero que, muñéndose como está, demasiado hace. Y otra cosa: que si ocurriera una desgracia por su culpa, por mor de los faroles, se buscaba la cárcel pa los restos. Mientras dure la obra que se aproveche. Cuando acabe, que siga otra vez echando los pulmones por la boca.
Eugenio le da unos golpes cariñosos:
– ¡Anda, no te pongas así, no hables de mal fario!. El Carlos tuvo siempre buena naturaleza. El Carlos fue siempre como un roble. ¿Os acordáis cómo se echaba a la espalda los sacos de cien kilos?. El Carlos se cura, que hoy lo de la caja de cambio es una cosa que tiene arreglo. Un argelino que trabajaba conmigo en la fábrica se le clavó una vigueta y le hizo un boquete de costilla a costilla; pues se curó. Estuvo siete meses en un hospital y se curó.
– ¿En un hospital?. No sé a qué hospital quieres que vaya Carlos a que le curen… No sé a qué sitio ni quién le iba a dar las medicinas.
– Yo no quise ofenderlo – dice Antonio -. Se me fue la lengua porque empezaste con la leche de la carga; que tú eres de los que crees que no ofendes y ofendes; que desde esta mañana estás dale que te dale, y yo no soy de piedra y algo tenía que decirte. ¡Que tú sabes que yo aprecio al Carlos, que para eso me he criado con él como quién dice!. ¡También sabes que no soy de los que se alegran de las desgracias de los amigos!.
– Lo que hayas querido decir tú sabrás -dice Toto -, pero la razón no tiene más que un camino, y tú eres de los que le buscas tres pies al gato cuando te conviene, y tiras la piedra y escondes la mano. Nos conocemos ya muy bien todos, y cada uno sabe del pie que el otro cojea.
Silencio. Pensamientos que vuelan de una cabeza a otra sin salir de los labios. Las bocas están ya templadas con las jarras de tres cuartos de cerveza. Neblinazo turbio de prólogo de humera. Ante ellos las jarras ya vacías, el mostrador solitario.
– A ti también te pasa – dice Eugenio de pronto dirigiéndose a Toto -que hablas más de la cuenta. Eres un fuguilla y todo se te va por la boca; quemas en salva todos los cartuchos. Que no es que yo quiera, mucho cuidado, echaros a reñir; que si os busco es porque con nadie mejor que vosotros me gusta gastarme los cuatro cuartos cochinos que se ahorraron y que nadie me regaló, sino que muchas horas me costaron ganarlos trabajando también, sino de sol a sol, porque el sol pocas veces me lo eché en cara, desde la mañana a la noche. Ahora que aguantaros una discusión no estoy dispuesto…
Se hace el vacío después de sus palabras. Un silencio tenso, vibrante, donde los ojos de Antonio buscan a los de Toto y los de Toto los de Antonio.
En la puerta de la taberna el sol abre un rectángulo de sombra bajo el toldo. Dentro de la taberna, una codorniz prisionera restrega su pico rojizo por los barrotes de su jaula colgada de una viga. Algunos viajeros que se dirigen a la ciudad y que esperan la salida del autobús de línea, toman café al otro extremo del mostrador. Bajo la cabeza disecada de un toro de lidia, alineadas sobre un papel de estraza pegado a la pared, cuelgan las orejas de una veintena de liebres sobre una ristra anaranjada de pimientos secos.
El pulso vuelve por fin lentamente. Para Eugenio es como si el tiempo se hubiera detenido un año, como si no hubiera cruzado el último olivar. Sueño su viaje. Mentira su viaje. Mentira su ausencia; su faena en la cadena de los "dos caballos" de la factoría parisién. Mentira su cacheo y su detención en la Plaza de Italia por la sospecha de sus rizos negros, del tinte aceitunado de su piel. Mentira. Como si nada hubiera sucedido realmente. Mentira su llanto los primeros meses, sin una mujer, sin un rayo de sol, sin una sonrisa, sin el consuelo de la voz materna. Mentira la morriña espesa de sus once meses, sus paseos solitarios de los domingos por la orilla del Sena, sus sábados de cinematógrafo para no entender sino la imagen…
Una de sus manos se agarra al hombro de Antonio y prende el tirante de su mono azul salpicado de goterones de cemento; la otra aprieta también la camisa de Toto. Y las dos manos quedan sobre los hombros amigos quietas, inmóviles, Nada ha pasado. Mentira los ferrocarriles a ciento treinta por hora. Mentira sus dos noches de amor con una estudiante polaca.