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– Pon tres vasos limpios, Flore, y una botella de vino blanco – dice -. ¿Sabéis cómo se dice en francés vino? – pregunta a Toto y a Antonio -. "Vin" se dice, "vin", casi igual, casi lo mismo.

Florencio coloca la botella de vino sobre el mostrador y seca luego el borde de los vasos con el delantal. Va llenando después los vasos mientras sonríe. Enseguida saca tabaco y lo ofrece al grupo:

– Cuando hay una reunión así como esta vuestra da gusto. Da mucho gusto ver a los amigos juntarse otra vez. Ya echarás tú de menos estas cosas por allí, ¿verdad, Eugenio?.

– No sé que quieres que eche de menos, Flore; porque en mi puñetera vida me he podido permitir invitar a tres cuartos de litro de cerveza por barba como hoy; que muchos vasos de vino te he tenido que dejar a deber en mi vida, y no porque te faltaran a ti ganas de pedirme el dinero, que algunas veces hasta me daba vergüenza pasar por la calle, no fuera a ser que me hicieras pasar el bochorno que una tarde me hiciste pasar por cuatro cuartos de nada.

Florencio no sabe qué contestar; pero acaba por salir enseguida al paso:

– Cosas de chavales. Cosas de juventud en la que todo está disculpado. Que eres un hombre de bien a la vista está; que tu madre dice por ahí con la boca llena, para que se entere todo el que la quiera oír, que no ha pasado un mes sin que hayas dejado de mandarle dinero. Desde luego se lo tiene merecido la pobre que tanto hizo por ti cuando no tenías de donde y no ganabas un cuarto; que nunca te faltaron las dos o tres pesetas para tomar un "medio" por la tarde, que a ella le salían de los riñones, de lavar un día y otro del año, de llevar huevos a la capital para venderlos, teniéndose que levantar al alba – dice con reticencia.

– Anda, Flore, qué más da ya, perdona. AI fin y al cabo ahora comprende uno que no hacías sino mirar por tu negocio y por una peseta, que es por lo que se debe mirar. Tómate tú también un vasito con nosotros para que veas que no te guardo rencor, que no es sino una broma que he querido gastarte.

– Sabes que te lo agradezco igual, como si lo tomara – dice Florencio -; pero que va ya para tres meses que no lo pruebo. Como si lo tomara brindo por vosotros a la salud de los tres.

Florencio camina ya hacia la cocina. Toto vuelve a llenar los vasos:

– Has hecho bien con soltarle la pulla. El muy marrano… Ahora mucha risita y mucha coba. Ya no se acuerda cuando no te dejaba entrar siquiera en la taberna.

– También es que el Flore tiene el negocio, y un negocio hay que atenderlo, y siempre que pudimos hacerle una jangada se la hicimos – defiende Antonio -, las cosas como son.

Los ojos brillan turbios. Toto da un papirotazo a una mosca posada sobre el mostrador. De pronto, sin haberse puesto previamente de acuerdo, sin ninguna señal convenida, las manos se buscan las unas a las otras para iniciar el palmoteo. Al principio por lo "bajini", luego a prisa, nerviosas, epilépticas. Son que pide acompañamiento. Invitación para dejarse caer por "fiesta". Silencio. Sólo el vuelo de las moscas y el vuelo de las palmas.

El vino blanco, dorado, rubrica el horizonte de los vasos limpios. El reloj de la torre da un tijeretazo al tiempo. La campanada única, redonda, quiebra la geometría encalada. Los mocasines de Eugenio inician el pespunte, mientras por su garganta ronca se desbordan los primeros "jipidos" de la tristeza. Las palmas se adelgazan, se apagan suavemente, cuando Eugenio canta:

Esquilones de plata llevan los bueyes. ¿Qué llevas en la boca que se te enciende?. Esquilones de plata llevan los bueyes.
* * *

Doña Mercedes, bajo la campana de la cocina, espuma la olla. Luego se desboca el escote hasta que asoma a su hombro izquierdo la tiranta rosada y mugrienta de su combinación. Flojo el nudo que la acorta y que ahora deshace, la combinación asoma unos centímetros bajo el vestido y le abanica las corvas. Tira hacia arriba de la tiranta y vuelve a apretar el nudo con destreza malabar. Repite la operación sobre el hombro derecho y espuma otra vez el guiso.

La manivela del teléfono gira de nuevo arriba, en el doblado. Descorre la cortina que separa la cocina del patio y escucha con atención poniendo sus cinco sentidos.

El teléfono de doña Mercedes ha conocido tiempos mejores. Treinta años atrás, cuando el pueblo era parada y fonda de la línea de los andaluces, la casa de comida – posada, fonda y casinillo-, " La Consolación ", propiedad de don Ruperto Arias, albergaba hasta dieciséis camas de hierro dulce con floridas perinolas de latón y colchones de lana merina. El teléfono es una de las pocas cosas que han sobrevivido a la muerte del patrón. La casa fue dividida entre sus hijos. En la parte que a doña Mercedes le correspondió-por no tachar la tradición fondil por seguir el juego del pupilaje con las aves de paso que tantas veces habían consolado el calor y el frío y la soledad de su alcoba de soltera – continuó el negocio rebajando a la mínima expresión la posada y dándole una orientación culinaria, espejuelo de viajantes de comercio y buhoneros ambulantes. En la guía de teléfonos sigue apareciendo la sonora denominación: "casa de comida, fonda, cocina familiar".

La manivela ha dejado de girar. Doña Mercedes cuelga la espumadera en el bordillo de la campana y se arriesga a espiar desde el primer tramo de escalera. Vuelve a desprenderse de los zapatos y a subir de puntillas hasta el primer descansillo.

Santiago musita sobre el auricular mientras sonríe. Doña Mercedes espía la voz y el gesto, y un remilgo de desdén le sube por el camino seboso de la garganta hasta los labios. Ansia coger alguna frase que justifique la sonrisa del pupilo, pero la conversación se lleva a cabo tan en voz baja que le es imposible atar un solo cabo. Sin embargo, la sonrisa parece ser suficiente para desvanecer sus dudas sobre la capacidad financiera del huésped. Baja despacio, apoyándose en la baranda, latiéndole en el pulso una desazón de arrebato juvenil.

De nuevo vuelve a su quehacer. Un instante después la sobresalta un grito que en un principio cree llegado de la calle, porque sale de la cocina, cruza el patio y se asoma al portal. Al cruzar, ya de vuelta el zaguán, los gritos llenan toda la casa. Desde el centro del patio contempla al huésped colgado del teléfono gritando como un desesperado. No sabe si seguir en el patio o regresar a la cocina. Todo transcurre luego en un instante, inexplicablemente. Al mirar de reojo encuentra al pupilo bajo el arco de medio punto que separa el patio de las habitaciones bajas, de las alcobas que asoman el filo flecado de las colchas. No puede evitar dar un chillido histérico.

– Quería sólo decirle que me quedaré a almorzar – dice Santiago sonriente.

– Pues me ha dado usted un susto de primera. Estaba hablando arriba y de pronto se presenta usted abajo como un fantasma.

La sonrisa se acentúa alrededor del brillo de los dientes:

– Debe perdonar. No ha sido mi intención asustarla.

– No, claro, si ya me figuro; pero que me ha dado un susto que para mi se queda. Si es por la comida no se preocupe…

– Lo bueno es que a lo mejor me tengo que quedar en el pueblo un par de días.

– Es lo que les pasa a todos. Creen sacar el primer día un buen número de notas y se encuentran con que en unas horas no tienen tiempo para nada. Ya sabe: No se ganó Zamora… Y usted que no ha salido siquiera a visitar…

– Yo prefiero siempre ver la forma de arreglar las cosas por teléfono, si es posible. En estos asuntos, ya sabe usted, es preferible saber a qué carta quedarse. Lo que yo vengo es a cobrar, ¿comprende?.

– Huy, ¿entonces que me va usted a decir?. Aquí, como en todos lados, mientras venga a repartir dinero… ya le recibirán con buenos modales, ya, y le harán a usted estar perdiendo toda la mañana en copas en un lado y en otro. Ahora que para cobrar pare usted de contar, que uno le pondrá la pega que no está en su casa, y la mujer de otro le dirá que ha salido al campo, y el tercero le saldrá con lo de una transferencia de aquí a dos días. ¿Qué me va usted a mi a decir?. También pasa que este año ha caído más agua que la que debiera y se encharcaron las hazas y alguno no ha cogido ni la simiente. Mientras la aceituna no empiece a verdear, todos andamos mal de cuartos. Ahora que, eso si, formales somos en el pueblo. Si le deben dinero se lo pagarán tarde o temprano. Usted, por supuesto, ha hecho bien en venir y en cerciorarse antes por teléfono si el fulano está en el pueblo. Bueno es pegarle un palito a la burra de vez en cuando.