Florencio levanta los hombros y deja en suspenso en el aire la mano izquierda. - Tú sabrás – dice -. Tú sabrás a quién es preferible creer. Con el corazón sano he querido decirte las cosas como son para prevenirte y ponerte en aviso. Te aprecio y me da grima verte como te veo vendido por unos y por otros.
– Eso es cosa mía, Flore. Cada cual vive la vida como le viene en ganas.
– Tú sabes que soy el primero en admirarte. Que lo cortés no quita lo valiente. Dichoso tú que tienes esa manera de pensar y que, rabiando, mordiendo, todavía puedes permitírtela, porque hoy por hoy, después de todo, lo que tienes que dar todos los días es gracias a Dios. Mientras tu madre siga echando medios días de lavado no hay novedad. Hasta que se acaben los calores y haya veraneantes no os faltará a ninguno de los dos un pedazo de pan que llevaros a la boca, aunque a ti te pongan en la calle. Mucho trabajo es para ella, la pobre; no te creas que no me da pena verla todo el día para arriba y para abajo de la Colonia a tu casa y de tu casa a la Colonia con la canasta de ropa hasta los bordes -limpia bajo el grifo los vasos de cristal y los va luego colocando junto a los platillos de hojalata rebosantes de café molido -. Sabes que si me permito darte un consejo es porque siempre aprecié a tu familia y serví al rey en la Cartuja con tu tío Julián.
Deja a Florencio con la palabra en la boca, porque cuando Florencio levanta los ojos de la pileta de cinc lo ve ya cruzar la calle y agitar una mano para despedirse al llegar a la esquina.
– Estos chavales – dice Florencio -. Estos chavales de ahora que parece que se van a comer el mundo. Por mi ya puedes reventar cualquier día. Ya podéis reventar todos juntos.
Al llegar al Cerrete de la Cruz engurruña los ojos frente al brochazo insultante del caserío encalado. La calle se le resbala ahora mientras camina cuesta abajo. La dinamita del granel de "Machaco" aprieta sobre la vejiga y le produce ganas de orinar. La niebla blanquecina del amanecer se deshace lentamente dejando al descubierto los barracones del tiro al blanco, los tiovivos, las voladoras, las casetas listadas de almagra y añil de los titiriteros acampados sobre el prado común, a la izquierda; y a la derecha la larga calle bien pavimentada de la Colonia veraniega- que es una prolongación de la carretera general o la carretera misma -sombreada de acacias, con sus automóviles multicolores, aparcados entre la arboleda y la cuneta, y sus altos setos de pitósporos.
Queda parado un momento y parece orientarse. Mira a un lado y otro y, por fin, continúa en línea recta hacia la camioneta roja que Chico Mingo calza con un tarugo de madera al fondo de la calle.
Chico Mingo le ve llegar y se queda inmóvil, en mitad de la calzada, después de echarle un vistazo a las ruedas traseras, con las dos manos apoyadas sobre el mango de la pala que acaba de sacar de bajo el asiento de la cabina.
Los faroles tintinean sobre el aro de metal que los sujeta. Cuando llega a la altura de Chico Mingo deja el aro en el suelo. Chico Mingo pregunta:
– ¿Qué, ya estamos de vuelta?.
Carlos hace un ademán torpe y levanta los hombros.
– También que la vida que tú te pegas es para no vivir mucho -dice Chico Mingo-. Es malo eso de no pegar un ojo en toda la noche.
– Siempre será mejor que estar en la zanja.
Chico Mingo saca un paquete de picadura y un librillo de papel de fumar del bolsillo de su mono de peto. En el momento en que va a ofrecérselo se arrepiente:
– Ya no me acordaba de que ni fumas ni bebes.
– No, no fumo. A veces, un pitillo liado.
– Ni eso siquiera deberías fumar. No es nada lo del ojo. Dinero que te ahorras; que de algo te tenías que beneficiar con la enfermedad. Ya quisiera yo, ya, tener un pretexto como el tuyo; que ganas no me faltan de dejar él tabaco.
– Un poco de voluntad es lo que tienes que echarle.
– Para otras cosas la quisiera yo y no la tengo, cuanto más para echar humo. Para no quedarme dormido como me quedo en el volante. Otra cosa de las que te envidio. ¿Ves el camión como lo tengo hasta los topes de arena?. Pues debía haberlo descargado anoche. Volví con él de la ribera no sería la una; aún no había terminado siquiera la segunda sesión de cine. ¿Sabes lo que hice?. Que en vez de haberlo descargado como me correspondía y haberme quedado libre hoy por la mañana para otro porte, me eché a dormir. Una hora larga voy a tardar en descargarlo y un acarreo que me pierdo; pero no me importa. No hay nada como el sueño. Cuando me compre el basculante será otro cantar y no me veré obligado a estar dale que te dale con la pala; pero mientras, ¡que remedio!-. Baja el tono de la voz y enciende el cigarro -. Claro que tú, aquí entre nosotros, eso de que estás toda la noche en vela vamos a dejarlo.
– Doy las tres vueltas que tengo que dar: una a las doce, otra a las tres, y la última para recogerlos en cuanto amanece. Pon hora y media para cada ronda y ya tienes la noche completa sin pegar un ojo.
– Un procedimiento muy antiguo y muy pasado de moda ése de poner en los frisones un farolete de aceite, habiendo como hay electricidad y linternas de pila, porque ¿quién quita que de noche venga una bocanada de aire y entre por una rendija y apague el farol y el que llegue por la carretera y no vea la luz se estrelle?. Poco me faltó a mi para que otro tanto me sucediera volviendo la otra noche de la ribera; que si no me tragué la valla fue de puro milagro, porque más o menos se donde está. Si es un forastero que no conoce el terreno se espachurra como las mariposas en el radiador. Claro que nadie puede evitar que una racha de viento puñetero apague la alcuza. ¿Verdad, Carlitos?.
– Tampoco puedo estar yo en todas partes y a todas horas. No es mía la culpa. Si un farol se apaga, al llegar la próxima ronda se vuelve a encender.
– ¿Y mientras?. Si alguien se estrella, que se estrelle contra un frisan-sube a la batea de la camioneta después de abrir los portalones y comienza a empujar la arena por los bordes de la caja para dejarla caer sobre la calzada -. ¡Carlitos, que nos conocemos!. ¡Que no han sido una sola noche ni dos, ni siquiera cinco…!. Que desde que se inauguraron las obras estoy volviendo de madrugada de la ribera y ni una sola noche estaban los faroles encendidos. Que ni les das una vuelta, ni les echa aceite. Que el día menos pensado vas a tener un disgusto gordo. Te lo digo porque, al fin y al cabo, ni me va ni me viene, ni me voy a ir con el cuento. Sabes bien que no soy de los que me voy con el cuento. Ahora que de eso a decirte que soy el único que de noche echa de menos la luz, tampoco. Ahora no es ya como hace unos años; que, aunque los frisones no estén en la general, hasta las de tercer orden tienen tráfico. Todo eso sin dejar yo de comprender que tú no estás para resistir en vela toda la noche, ni mucho menos. Estás para sopita y buen vino y para cuidarte. Pero ¡imagínate que un loco americano de esos vuelve de noche borracho, cosa que no tendría nada de particular porque lo raro es que estén alguna vez serenos, y se te pega el tortazo!. No iba a ser a mi al que metieran en la cárcel.
– No tengo yo la culpa que el viento apague los faroles – sonríe-. Al viento no creo que puedan meterlo a la sombra.
La arena que va arrojando Chico Mingo forma ya un montón sobre la calzada, junto a las zanjas abiertas donde antes de una hora empezarán a trabajar los hombres. El acero de la pala brilla húmedo y terso como un espejo. En una ventana una mujer riega los tiestos de flores. El agua y el barro salpican el blanco lechoso del muro.