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Los niños han dejado ya de cantar, han abandonado la explanada terrosa y ha vuelto cada uno a su casa, a las encaladas casitas de un solo piso que orillan la carretera y que se apiñan entre la iglesia, el almacén de aceitunas y los restos del castillo con su haz de flechas rojas cruzadas por el yugo, erguidas sobre la ruina de la torre de homenaje.

Cuando se levantan del heno el sol ha rodado apenas unos centímetros en su trayectoria por el azul. Los despiertan las campanitas de la iglesia tocando la hora de la catequesis para los niños. Garabito contempla el manubrio, las flores rojas y celestes desvaídas de la cretona, el brillo metálico de la manivela de latón. Luego busca a un lado y otro, inútilmente, un brocal de pozo, una pileta de cemento, un abrevadero donde corra el agua para refrescarse la cara. Pilete se despereza mustiamente:

– Ya debe de tener pocas ganas de dormir el cura tocando a la hora que es las campanas – dice mientras se incorpora.

Garabito contempla el caserío de la pequeña aldea, los tejados encalados de las casas, el techo de uralita del almacén de aceitunas.

– También a mi me dan ganas a veces de retirarme a la vejez a un sitio como éste, un lugarejo así, ni cerca ni lejos de la capital, donde cuando se tercie pueda uno coger el coche de línea y darse un garbeo. Un poco mayor y sería el mejor sitio que conozco si

tuviera su casino y sus mesas de juego para echar alguna vez un dominó o una partida de tute.

Pilete, de pie, flexiona las rodillas y baja los brazos hasta tocar el suelo con las manos. Luego se da golpes muy a prisa, con los puños cerrados, sobre el pecho.

– Tú no hagas muchas demostraciones de fuerza – dice Garabito – que la gimnasia donde la tuviste que haber hecho fue en la bartolina. No me figuro yo que estés ahora para mucho trote.

– Si me hubieras visto con diecisiete años…

– ¿Te has creído que eres un viejo?

– Pues no es lo mismo, para que veas; uno está ya más gastado y más corrido que una mona. Entonces es que me dio por ser boxeador -da saltitos de un lado a otro y se pone a martillar con los puños sobre un imaginario balón de entrenamiento -. Entonces me preservaba de todo, y no hubiera tocado a una dama ni por una apuesta. Facultades, ¿comprendes?. Eso es lo que te quita las facultades. En cuanto te merques una damisela estás perdido y no tienes nada que hacer. Ya puedes hacer un día y otro entrenamiento y comer como un toro. El tabaco y las damas, prohibidos.

– Leche migada -dice Garabito-. Yo, cuando estuve hace dos años de limpia y trataba a los fulanos de los puños, ya te quisiera decir yo, ya, si tomaban sus copas y fumaban habanos y tenían sus trajines. Eso es todo un cuento para mamoncitos, un revienta pañales de coña. Lo que vale en el boxeo, que te lo digo yo que he visto pelear a Primo Camera y a Max Baer y al Paulino, y a todas las figuras que cuando la Exposición de Barcelona llegaron a España, es la presencia. Lo mismo es ver tú a un chiquimiqui en el cuadrilátero que a un tiarrón…

– Eso es cuestión de peso, maestro. Se puede ser un buen boxeador y pesar una mierda.

– Eso es cosa que a mi, como comprenderás, me la trae floja y no pienso discutirte porque ni me va ni me viene. Vamos a dejarnos de chuminadas y a buscar un pozo para sacar un poco de agua y para aliviarnos el sueño. Luego, fumamos un cigarrito, tomamos una gaseosa fresquita en la tabernucha que hay junto al estanco y carretera y manta. Llegando dentro de un par de horas, aún tenemos tiempo sobrado para que el trabajo de la tarde nos pague la cama y la cena de esta noche.

Se desprenden de las briznas de paja que se les han pegado a la espalda y al trasero. Se ayudan el uno al otro: "es como si nos estuviésemos despiojando", dice Garabito. Luego toman la carretera en dirección al lugar. Sobre el paredón encalado del almacén de aceitunas, un reloj de sol dibuja un ángulo amarillo en mitad de la sombra añil.

– Lo primero que hago en cuanto gane unas perras – dice Pilete -es comprarme un peluco: un buen peluco con su correa flexible, un peluco dorado que parezca de oro.

El asfalto de la carretera que ahora atraviesan casi arde, y el calor traspasa las suelas de las alpargatas y les sube por los talones. Caminan a prisa hasta la bandera bicolor que distingue la puerta del estanco de las demás casas, después de dejar atrás el almacén de aceitunas y la iglesia.

– ¿Qué sabrás tú siquiera lo que es un peluco?. Los he tenido de todos los tamaños y de todos los estilos – dice Garabito-: desde un paterfili hasta un relojito de brillantes que me encontré en una feria al salir de los toros. Ninguno me ha calentado el chaleco ni la muñeca. Todos los he pulido rápido. ¿Para qué queremos tú ni yo un reloj?. Ganas de complicarte la vida. Primero porque aunque lo jures y lo vuelvas a jurar y a retejurar, si un día se te dan mal las cosas y te trincan por un quítame allá esa paja, te dicen con todas las letras que no es tuyo. Y no creerán que lo sea aunque les enseñes la factura. De cosas de valor, nada. Los billetitos bien cosidos a la camisa que llevas puesta, si es que los tienes. Mientras haya por el mundo fulanos que carguen con un reloj y te puedan decir la hora y torres y campanarios que te la anuncien, que ni puñetera falta por otro lado te hace saberla, es peso que te ahorras de llevar encima y energías que no malgastas en darle cuerda.

Una mujer cose a la puerta del estanco. Cuando se acercan a ella para preguntarle dónde hay un pozo, la mujer señala un brocal y un abrevadero a unos metros a la derecha, junto al verde brillante de un emparrado. -Qué, ¿de descanso? – pregunta la mujer-. Buena mañana que os habéis dado girándole al manubrio. Y, a lo mejor, otra vez de camino, ¿no? -Qué remedio – contesta Garabito. -Pues ya podían ustedes esperar que se pusiera un poco el sol, que también es ganas de coger un sofoco…

Se despiden de la mujer y atraviesan la explanada reseca para llegar al pozo. Pilete mete la cubeta de cinc y tira de ella con fuerza para sacar el agua. Beben uno a uno en el mismo cubo, y abriéndose luego la blusilla dejan caer el agua fría sobre el pecho y los sobacos. Después restriegan el agua sobre la cara y sobre el pelo.

– Ya nos podíamos ahora encontrar al padrino para que nos invitara a un cafetito – dice Garabito.

– Éste te está durmiendo la mona. Ése la ha cogido a cuadritos. ¿Crees que ha dejado de beber?. Nada; ése te está bebiendo todavía. Habrá formado luego una reunión en familia y está todavía dale que te dale al vaso. Lo mismo nos lo volvemos a encontrar y continuamos la fiesta.

– Lo mismo.

– Lo mismo es el tío castizo y nos da otros veinte machos.

– Lo mismo te lo piensas.

Sobre su nidal de heno, en la espadaña de la torre de la iglesia, las cigüeñas tabletean su pico amaranto. En el olivar han empezado de nuevo a jugar los niños. En la carretera corona el último repecho una motocicleta con sidecar.