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El teniente alcanza la estampa, con la evidencia del ridículo subiéndole por las gruesas venas del cuello, y hace ademán de guardarla en la cartera.

– Antes leala en alto -suplica doña Virtudes.

– Leala. Leala, teniente. ¡Qué hermosa devoción!. Debe acostumbrarse a llevarla siempre consigo. En la guerra, de más de un trance libró al capitán, don Roque. Cuando venía de permiso yo abría la cartera y si la estampa estaba ya rozada de tanto mate volvía a ponerle otra nueva doblada en el portarretrato. Cuando lo hirieron en Teruel me confesó que no la llevaba consigo, que perdió la cartera mientras vivaqueaba en un lugarejo después de haber matado a un buen puñado de rojos.

El teniente duda todavía. Echa luego un vistazo al patio, a las palmeras que se abren como flores antes de tocar con sus palmas el toldo. Después carraspea, imposta la voz y declama:

– El Señor te bendiga y guarde, te muestre su faz y tenga piedad de ti; vuelva a ti su rostro y te de la paz. El Señor te bendiga…

Fuera de la jaula, equilibrista en su anilla cromada, arrastrando su cadenita de latón, arriba en los corredores, sobre el cenador, en la amable penumbra violacea, el loro Juanito:

– El Señor te bendiga, señor brigada don Roque.

* * *

Lo vio llegar por el maizal despacio, con el sombrero de fieltro sin cinta y la blusa de dril, y torcer luego, por la vaguada, donde crecen las amapolas rojas, hasta el melonar. Desde allí, buscándole a la pendiente el sesgo más fácil fue ganando altura.

Rosarito lavaba sobre el barreño, bajo el sombrajo emparrado de la choza, y dejó la ropa dentro del agua jabonosa y entró en su chamizo que tiene olor agrio y penetrante de la pucherada del mediodía, de leche materna y vinagre. El niño duerme en su cesta de esparto colgada del techo bajo un mosquitero de muselina que le defiende el sueño de las moscas que bullen tercas en la habitación. Llega hasta dentro de la choza el zurear de la collera de palomos grises, con una llamarada roja de sangre sobre la mitad de su pechuga, encerrados en un cajón de leche condensada cerrado con una tela metálica, y el graznido seco y cortante de los grajos que sobrevuelan el barranco y trazan círculos sobre las peñas donde se asientan los raíles de ferrocarril.

Rosarito mete atropelladamente los platos sucios y los cacharros de cocina bajo el fogón. Luego vuelve a salir para enjuagarse las manos en la lejía y secárselas en el delantal. De nuevo entra en la choza y, delante del espejito de marco de color naranja de madera de pino, se alisa los cabellos. Toma después un sorbo de agua de un jarrillo de aluminio, se enjuaga la boca, restrega los dientes con el índice, se desprende del delantal y se sienta en el banquito a la puerta de la choza con las piernas cruzadas.

El hombre atraviesa ya el olivar. Camina despacio bajo el sol y viene silbando, porque ella oye ahora, cada vez más cercanas, las notas descompasadas de su canción. En el último trecho, cuando el hombre cruza la barbechera en blanco y su sombra se alarga en el cañizal amarillo del haza ya segada, el hombre cambia el silbido por la letra. Rosarito se acompaña con palmas lentas y precisas la seguidilla que canta el mozo ya a pocos metros de la choza.

Rosarito vuelve a levantarse del banquito y echa una ojeada para dentro de su casa y mira para la viga donde el niño duerme colgado y sale enseguida al encuentro del hombre.

El hombre la toma de la cintura y los dos juntos se sientan en el porche, junto al lebrillo donde Rosarito lavara la ropa que despide un olor dulce y penetrante de lejía.

Los palomos continúan zureándose y el graznido de la pajarada en el barranco se regulariza entre medios paréntesis de silencio.

Rosarito sonríe al hombre. E1 hombre le sujeta los brazos e intenta besarla.

– De eso nada – dice Rosarito -. Todo lo que tú quieras menos eso. Ésta no besa más que a lo que tiene ahí dentro.

– Antes no te importaba – dice el hombre.

– Antes puede. Ahora como las lentejas: el que quiere las come y el que no las deja.

– Eres mala conmigo, Rosario. ¿Qué tiene que ver que tengas ahora un hijo para que me beses?.

Rosarito se levanta y hace un remilgo de desdén.

El niño llora dentro de la choza y Rosarito entra en la casa dejando al hombre rebuscándose dinero en el bolsillo.

Rosarito sale con el niño en brazos y lo mece dándole paseos delante del porche:

– Tendrás que esperar dice al hombre.

El hombre no contesta. Hace un montoncito con los billetes y se lo alarga a Rosario.

– Pues mientras el niño no se duerma…

– Dejalo. Dejalo en la cuna.

– Eso no. Nunca. Sino se vuelve a dormir tendrás que venir esta noche. Tendrás que darte otra vez la caminata. Antes es él.

El hombre saca un paquete de cigarrillos "Ideales" y enciende uno con su mechero de yesca. Luego se pone a contemplar, mientras fuma silencioso, el barranco, la tierra calcárea y blanquecina sobre la que reverbera el sol, las piedras cortadas a pico sobre las que la vía férrea es dos hilos platino, el monte bajo, la cantera con sus muros altos y sus vetas de tierra caliza donde efectúa sus prácticas anuales de tiro el somatén, donde los civiles todas las semanas disparan un par de peines de sus naranjeros para estar en forma.

– Después que vengo por estar contigo adonde me prometí no poner más un pie… – el hombre deja los ojos en la cantera, en la pincelada terrosa sobre el muro calizo-. Después que me haces recordar cada vez que vengo…

Rosarito se pone un dedo sobre los labios mientras sigue meciendo al niño. El hombre se sienta sobre el cajón de los palomos y Rosario hace un gesto silencioso para que se levante y se siente en el banco a esperar.: El hombre, con los ojos bajos, fuma despacio. Con los tacones de sus botas de becerro mil veces remendadas escarba sobre la tierra apisonada de la delantera de la choza. Rosarito da los últimos movimientos a los brazos que sostienen al hijo y, de puntillas, entra en el chozo.

Del barranco, a intervalos regulares, llega la graznada seca y doliente de la pajarada revoloteando en círculo sobre las peñas.

* * *

Las pinchas le han pedido después del almuerzo, mientras friegan, que les permita poner el gramófono de trompeta que es como una enorme campánula floral abierta, orlada de rosas desvaídas y con una cenefa de añil en sus bordes. La vieja placa gira ya en la gramola un tango lánguido y enervante.

– ¡Yo no soy quién, para meterme! – dice Solé -. Ahora que si se deja dominar por ellas en estas cosas acabarán comiéndosela por sopa tarde o temprano. Se acaba dando la mano y la gente termina por tomarse los pies.

– Calla, que cuando no sea por ti no sé por quién me voy a dejar dominar…

– Pero ellas tienen la radio – continúa Solé -, que le dejen a usted el recurso que le queda para distraerse. Sabe Dios que lo hago por su bien. No es buena tanta generosidad.

– Es un cacharro que no sirve para nada. Para ser sincera te diré que nunca sirvió. Ni cuando me lo regalaron era ya cosa del otro jueves. ¿Pero me lo regalaron? – deja la mano airada en suspenso acuchillando laños y por las pupilas le corre una dorada gota de añoranza -. Ni me acuerdo del tiempo que tiene ni cómo fue a parar a mi casa. A lo mejor alguien lo dejó en prenda una noche de farra. Todo pudiera ser.

La menopausia recién estrenada le sacude los nervios a la Solé encaprichada con el punto de cruz al que dedica todo rato perdido. Agujas de crochet arriba, agujas de crochet abajo, gafas caídas sobre la nariz que dejan al descubierto los ojos todavía bellos, remata una vuelta de puntilla sentada en la silla baja de anea al pie de la dueña que, sobre un buró recamado de incrustaciones morunas, esgrime la baraja francesa para dar comienzo al quinto solitario de la jornada.