Oreada y fresca, segura de si misma, la carne achichonada y rugosa, tembloroso el bajo vientre embutido en el vestido de crespón azul de los domingos, atraviesa el corredor después de colocarse con maestría las horquillas pavonadas sobre el rodete y de haberse enjuagado la boca con licor del polo.
Sobre la cama, el pitillo en los dedos, arrojando bocanadas de humo, un brazo bajo la almohada manchada de sudor arriero, Santiago espera la media del reloj de la torre de la iglesia que señalará su hora de partida, la hora de su salida de la fonda para atravesar el pueblo y llegar hasta la Colonia y asistir a la entrevista.
Ni siquiera el timbre de la voz le ha sido familiar en el teléfono. La recuerda ahora nebulosa y lejana, un redondel marcando la señal de las ligas, tendida sobre el sofá de su antiguo apartamento, con las ojeras cárdenas, los labios despintados ya y la sombra de los años sobre la curva de la barbilla un jueves y otro de una y otra semana.
Por la cortina del ventanillo no entra ya el hilo del sol sino sólo una hebra de claridad platina. Sabe que aunque la campana del reloj de la iglesia no haya dado la media es hora ya de levantarse y de salir de la fonda. Apura la colilla de su último cigarrillo despacio, con los ojos entornados. Sonríe y sueña despierto. Piensa en Caracas, en su imaginario viaje que bien pudiera y debiera ser una realidad. (Jauja de vegetación lujuriante, prostíbulos, negras desnudas, sones de maracas, y palmeras, silvestres cocoteros y buques de rojas chimeneas anclados en la rada del puerto, con la luna rielando sobre la bambalina cinematográfica del mar. Crucero de placer en un transatlántico italiano con cenas rociadas de Chianti y canciones napolitanas).
Por unos momentos está seguro de viajar ya, de cruzar el Atlántico para ser recibido por un generalísimo y una compañía haciéndole los honores militares, y una banda de música interpretando sones guerreros, mientras el dictador, después de guiñarle un ojo, entrega a Mila un gran ramo de gardenias azules.
Lo saca ahora de su abstracción la campanada de la media. Da una última chupada al cigarrillo. El pensamiento vuelve enseguida a enganchársele en la fantasía ultramarina: pozos petrolíferos; también pozos petrolíferos de mil barriles al minuto, hoteles refrigerados y doradas playas.
No tiene voluntad para desprenderse de sus sueños y abandonar de un salto la cama. Por un momento siente miedo: el miedo terroso y lívido de siempre, cuando se da cuenta que camina por la vida sin dinero. Se acaricia la barba con la palma de la mano. De nuevo el mar, la mentira que pudiera ser verdad, de su viaje, la larga singladura, ahora en la bodega de un buque de carga, junto a los emigrantes con un fondo de acordeón y las literas apiñadas unas sobre otras, y una adolescente que le mira con los ojos negros y profundos al lado de un hombre que puede ser su padre, lleva crecida la barba y lee el Antiguo Testamento.
Cuando suenan los nudillos en la puerta de su alcoba se sobresalta. El jergón de camisa de maíz cruje cuando se levanta a abrir la puerta. Cruza la habitación descalzo, pero se arrepiente y vuelve para sentarse al filo de la cama y calzarse los zapatos. Abre luego el ventanillo y se ve obligado a engurruñar los ojos de la claridad dorada que entra en el cuarto. Se coloca luego la corbata y se aprieta el nudo y se da un toque discreto sobre el pelo revuelto presionando los dedos alrededor de la cabeza. Por último descorre suavemente el cerrojo de la puerta de la alcoba.
El vino blanco se deja caer con ésas. Al principio parece que se fuera a desbordar la cabeza porque forma ante ella precipicios y bancales, hoyos y todo gira como un tiovivo; pero luego todo se deshace como una mala nube y vuelve a ser lo que era. Queda sólo un péndulo vacilante y oscuro que se hace puntita de estrella y se hace como bastoncito de arropía y se hace como flotante lengua de fuego, así como la paloma del Espíritu Santo, parecido.
El vino de la cepa que crece en los Alcores es vino fresco y dulzón que no hace daño sino a la barriga; y sirve de purga. Al espíritu lo deja libre y a las carnes cachondas.
– Vamos a verla – dice de pronto Toto -. Vamos a echarle un vistazo; que sepas que no me importa, que veas que agua pasada no mueve molino.
– No te importa ahora, bacilón, que antes… Esta mañana me la negabas. Esta mañana todo fueron evasivas y no querías saber nada – contesta Eugenio.
– Si tú lo dices…
– Digo la fija.
Antonio media en la discusión, abotargado aún, arrepentido de su rabona albañilera, del trabajo al que se dejó de acudir sólo porque se calentara la boca con la cerveza para terminar con dos litros de vino por cabeza:
– Que si se dejé de doblarla – dice – y perdí media peonada de trabajo y me he jugado la boleta para aguantar vuestras puñeterías, avisar…
Ni Toto ni Eugenio hacen caso de sus palabras.
– Si tan a pecho te lo tomas – dice Toto a Eugenio-. Y lo que quieres es casarte con ella, y, casándote, ella contigo va a vivir como una duquesa a tu lado…
Eugenio gesticula ofendido:
– De regalitos nada, macho. Que en bateas a mi damiselas, nada. ¿Qué te has creído, que soy un maruziño de los que cargan pianos mientras la mujer hace la calle…?. Te has columpiado tú conmigo.
– Yo poco podía darla mientras esté con el piochín. Además que mientras me viva la vieja no hay hembra que me chifle, palabra.
– Te salva que estás curda y que no quiero disgustos de ninguna clase para los cuatro cochinos días que me quedan que estar aquí. Me sobra a mi lo que tiene que sobrarle a un hombre para ser platito de segunda mesa. A mi -se da un golpe sobre el pecho-. A mi – repite – que las he tenido rubias y morenas, castañas y negras como el carbón y he dicho nones… Pasa que tú has equivocado la vereda, macho; que no sabes lo que estás diciendo. No hace falta que a mi me des tú consejos sobre mujeres, ni me digas para allá o para acá, ni toma que te la regalo. Vales tú muy poco, como hombre para que me tengas que poner a la Mari de cepo. Vales tú muy poco, Totín, para dártela de sabihondo ni de nada.
Caminan los tres despacio, bajo las sombras de las acacias, las manos dentro de los bolsillos del pantalón, aburridos, torpes todavía, dando patadas a las pedriscas, a los envases inservibles, al cartonaje multicolor, al super lujo de los papeles de cuché a diez tintas, a los vasos de papel parafinado, a los restos de las vituallas arrojadas a la cuneta de la Colonia por el Strategio Air Comand.
– Ahora que si tú lo que querías era un plan – dice Toto-. Si tú lo que querías era llegar haciéndote el nuevo, dándote aires de macho para matarla por lo bajini, para aprovecharte de los trenes baratos…
– Pues si, eso, un plan. ¿Para qué te lo voy a negar, para qué quieres que te ande con rodeos?. Me gusta como ternera que es. ¿Qué querías?. Una formalidad no puedo yo permitirme ni con ella ni con nadie. Entérate. Me quedan muchos años de vida; me queda a mi mucho que correr por esos mundos para pedirle la palabra ni a Mariquita ni a Santa Mariquita.
Conciente de la gresca inevitable, antes de pronunciar la última palabra, adopta una posición defensiva. El golpe bajo que le dirige Toto con el puño tembloroso a la barbilla lo para fácilmente. No le acierta la cara, pero el camisolín rojo se desgarra por el cuello. Cuando los dos llegan al cuerpo a cuerpo y ruedan por el asfalto caliente, Antonio se interpone para separarlos:
– Quita, quita. ¿Estáis locos? -Los lanza a derecha e izquierda y logra separarlos difícilmente -. ¿Es que os habéis vuelto locos los dos?. ¿Es que ni siquiera os dais cuenta de lo que estáis haciendo?.
Están ya los dos jadeantes, uno frente al otro, mirándose fijamente a los ojos, sin demasiado odio ni demasiado rencor. El avenate ha pasado y el sudor les rueda por la cuenca de los ojos, por la barba, por la comisura de los labios. Silencio. El silencio duele. El silencio salpica las pestañas de rabia mal contenida, de arrepentimiento. El silencio multiplica el canto lejano de las chicharras bajo las buganvillas de los jardines. Antonio silba una tonada que no logra salir de los labios. Eugenio sacude el polvo al camisolín y se pasa la palma de la mano por la boca. Toto suspira.