– No quise ofenderte – dice Eugenio-. La verdad es que no podía imaginar que estabas arrancado por ella.
– Y yo creí que tú eras más hombre – contesta Toto.
– Oye, que lo soy, eh. Mucho cuidado, que lo soy y tú lo sabes. Y además se respetar cuando hay que respetar.
La voz de Toto tiene ahora un tono desgarrado:
– Yo pensando que la querías bien, ya ves; que la querías de veras; que si preguntabas por ella y la buscabas es porque la ibas a quitar de servir y te ibas a casar con ella y te la ibas a llevar por ahí, lejos para que yo no pudiera ya verla más, al fin del mundo.
– Eso eran figuraciones tuyas, Toto, figuraciones… ¿Tú crees que yo estoy en condiciones de mantener una boca más?. Bastante tengo ya con lo que le mando a mi madre. Bastante tengo con no ser una carga para la familia.
– Que eres un gallina y yo un primavera – dice Toto -. Los dos sois unos gallinas – señala a Antonio -. Tú, y él, los dos, fíjate. Los dos estáis cortados por la misma tijera.
Es ahora Eugenio el que tiene que sujetar a Antonio que se abalanza sobre Toto.
– Deja. Está loco. Déjale – dice -. ¿No ves que está borracho?. Con niños no se puede beber. Para beber hay que beber como hombres.
A Toto le caen lágrimas confundidas con el sudor. Se restrega la barba y los labios y se da luego un manotazo de rabia sobre el pecho:
– Mira que soy capaz de mataros a los dos. Uno a uno, o a los dos juntos, como queráis.
– Estás valiente – dice Eugenio -. Estás tú hoy muy valiente.
Soponcio a la cabeza. Humo y neblina. Turbias las aceras, turbios los tejados rojos y los maizales sin segar y la blanca flor del algodón. Arcadas. Toto arroja todo el fuego del vino que le quema la garganta apoyado en una verja. Antonio y Eugenio tienen que ayudarle para que no caiga redondo sobre la vomitina. Rechaza la ayuda y se limpia el espumarajo de la boca. Finalmente acaba por dejarse conducir dócilmente entre los dos.
– Toto, Totín, que está visto que no has nacido para borracho – dice Eugenio mientras le acaricia el cuello -. Hay que ver que te has puesto como una fiera por nada. Después de todo eres tú el que ha salido perdiendo: te has cargado el camisón y pensaba regalártelo antes de irme.
La tarde inútil que ni siquiera ha aprovechado la siesta se les clava a Toto y Antonio en la morriña cagalona. Que sino se fue a trabajar por el jolgorio y se perdió el jornal es necesario continuarlo, pero ninguno puede dar ya un paso.
Se sientan los tres en el bordillo del acerado como lo hicieran cinco años atrás, cuando marchaban al caer la tarde para asomarse a las celosías de la Colonia para ver desnudarse a las criadas. Buenos tiempos. Antes de ir a la "mili" para marcar el caqui, antes de poner cara seria a la vida. Cuando sólo se echaba de tarde en tarde una peonada agrícola y el resto del tiempo se malgastaba en gamberrear, en ir y venir sin ton ni son, en pedalear la cuesta arriba de los alcores entrenando la afición a la bicicleta a ver si por allí podía dársele una salida a la vida.
La brisa atlántica levanta pequeños remolinos de polvo y hace tililar las hojas de los pitósporos. De tarde en tarde una tromba de aire caliente eleva una columna de tierra.
– ¿Os acordáis cuando veníamos a casa de Francisco y nos dejaba libros y le veíamos pintar?. ¡Qué manos tenía! – dice Eugenio.
– Pobre, pobre Francisco. Muchos favores nos hizo a todos. A mi me tenía prometido pintarme un cuadro como el tuyo. Sino llega a morirse… – tercia Antonio-.
– Ahora ya tú podías discutir con él y decirle que habías visto esto y lo otro de por ahí fuera. Ahora podías hablarle como un entendido de las cosas que has visto en Francia. ¿Y lo que se alegraría de verte así maqueado?. Él que las traía contigo con lo del maqueo…
– Sino se hubiera ido. Si se hubiera quedado aquí. Sino hubiera tentado a Dios como tentó con otro viaje no estaría en las malvas.
– Fijo.
– Sino se hubiera creído que estaba curado y hubiera continuado aquí pintando lo que pintaba sin sacar demasiado los pies del plato, sin beber ginebra y sin hacer locuras.
– Pasa -dice Eugenio -que a la vida no se le puede poner cortapisas. Sería su sino. ¿Es que acaso sabemos ninguno de nosotros el nuestro?.
Languidecen de nuevo los ánimos. Antonio da vueltas a una chinita suelta del asfalto y busca arrimar el ascua a su sardina viajera. Es ahora el que habla, despacio, dejando resbalar las sílabas, dando un tono especial de tristeza a cada palabra:
– Allí – pregunta – cuando estás libre y hace frío y no sales y no tienes con quien hablar te aburrirás, ¿no?. Si tuvieras alguien que te diera compañía sería otra cosa…
Toto intenta reanimar el rescoldo de la discusión:
– ¿Aburrirse?. Con el tipo de este no hay quien se aburra; se marcará rápido un buen rollo, lo que le pasó con la Golondrina por ejemplo; lo contará una y mil veces, todas las que sean necesarias para quedar delante de las damiselas como matador.
El nombre de la vaca brava que le sacara las taleguillas tres años atrás, lejos de poner a Eugenio de mala uva, le devuelve el gesto marchoso que tuviera enfundado en el traje de luces en el festival taurino que se diera el día de la Patrona:
– ¿Te acuerdas, Totín?. Con un poco más de lado izquierdo y eso si que hubiera sido vida – abre la mano derecha lentamente y saca el pecho; luego se pone de pie y hace ademán de citar de espaldas con la imaginaria muleta en la mano mirando hacia los balcones -. Nada de mancharse las manos de grasa ni ajustar tornillos, nada de meter el hombro: ¡Ja, toro, ja; ja, toro, torillo, ja!. – La imaginaría muleta redondea la faena y recibe el también imaginario aplauso enfervorecido de la multitud con las manos en alto -. Allá no entienden de esto -continúa-. No entienden del avenate que quema las entrañas.
De su facha torera ni siquiera el pelo. A la semana de llegar a París tuvo que cortárselo al cepillo. La retinta frente bajo el pelo rizado le jugó la mala pasada de su estampa argelina. Sonríe tristemente recordando a los dos italianos del sur, compañeros de trabajo que se aclararon el pelo con agua oxigenada para evitarse complicaciones después de la razzia en la que fueron detenidos como nacionalistas norteafricanos y que estuvo a punto de costarles la vida.
– Si te hubieras quedado con una "foto" del cuadro que te pintó Francisco en traje de luces bien que hubieras presumido allá, ¿no? – pregunta Toto.
– A lo mejor. ¿Quién sabe?.
Capote de paseo saludando con la montera y un fondo nebuloso de plaza de carros colgada de mantones. La fotografía quizá hubiera servido para identificarle como español la noche que salió a la calle sin pasaporte y le peinaron la espina dorsal en la Plaza de Italia con el cañón frío de una "metralletta" antes de conducirle a la Prefectura.
– A lo mejor me hubiera servido de algo, para que veas. A lo mejor me hubiera servido…
– Ya está bien. No hemos dejado de doblarla para decir pamplinas.
– Si queréis, -dice Toto – podemos empezar otra vez a darle al vaso. Eché ya todo lo que tenía que echar y me he quedado como nuevo. Ahora que antes de empezar -se dirige a Eugenio -si quieres, para que veas que no te guardo rencor, vamos donde la Mari, para que la saludes ya que tenías tanto interés. Eso si no te importa después de lo dicho.
– ¿Importarme?.