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– Tú juega, juega y verás -dice Chico Mingo-.

Una cosa si que podías hacer, si es que a ti ya no se te ha ocurrido, y que te salvaría de complicaciones caso de que hubiera novedad, que Dios no lo quiera.

Carlos permanece junto al camión, con el aro de los faroles que ha vuelto a tomar del suelo, y con una media sonrisa que le asoma tímida por la lividez de los labios y se le abre en ángulos bajo las orejas y le llega al extremo mismo de los ojos.

– Que no sé si ya lo harás – prosigue Chico Mingo – porque tú no tienes ni un pelo de tonto, y ése si que sería un buen procedimiento para que nadie pudiera nunca decir que has abandonado la guardería. Y bien fácil que es; todo consiste en que dejes las alcucillas siempre llenos de aceite y prendas la mecha y la vuelvas tú mismo a apagar. Siempre se le podría echar así la culpa al viento. Así si que no te cogías los dedos, no faltando el combustible en el mariposero. Nadie podía decir que no la habías vuelto a llenar a su hora. ¿Qué te parece la idea?.

Carlos no contesta. Continúa sonriendo con los ojos puestos en las hilas de agua que resbalan hasta el muro desde la ventana.

– Buen lagarto estás hecho – prosigue Chico Mingo -. Qué pocas cosas habrá que se te hayan pasado a ti por alto y que tú no sepas. Si desconfías te diré que eso que te fue dicho del aceite es lo que hacía mi padre antes de la guerra, cuando estaba trabajando en Obras Públicas. Era también guarda nocturno. Pregúntale sino lo crees al padre de tu primo Toto que estaba con él de ayudante. Pregúntale y verás cómo la que te digo es la fija. Claro que entonces eran otros tiempos.

Carlos echa a andar sin contestarle y sin dejar de sonreír mientras baja la calle. Chico Mingo se encoge de hombros y se pone a silbar mientras va rebañando de arena la batea de la camioneta.

Con un carnero abierto en canal, terciado sobre el serón de un burrillo enano, el carnicero suba también en la cuesta arriba. Cuando se cruza con Carlos hace un gesto con la cabeza que Carlos no contesta. Una mujer barre con una escoba de palma la delantera del portal al final de la calle. Carlos pasa a su lado y le da una palmada sobre el trasero. La mujer sonríe sin dejar de barrer. Más adelante se cruza con tres hombres que vuelven de haber pasado la noche guardando una viña o un melonar. Uno de ellos lleva terciada la escopeta sobre la espalda. Los otros caminan arrastrando por el suelo un largo chuzo con una punta de hierro.

La campana de la iglesia da el último toque de la misa de alba, y la brisa despeina en la campiña, al fondo de la calle, la roja panocha de los maíces híbridos en medio de las hazas cenicientas de los olivares.

Al dejar resbalar las manos por la baranda de la galería, las manos se le mojan. Se da cuenta que sobre ellas ha quedado polvillo húmedo y pastoso de orín; igual que si fuera invierno y estuviera asomada al balcón de su casa en la ciudad un día de lluvia.

Se ha levantado temprano porque es un día señalado. No hubiera podido permanecer más tiempo acostada. Todo a su alrededor es, sin embargo, como otro día cualquiera. Su marido ha salido para la ciudad a la hora de siempre. Como un leve susurro presintió su adiós en la duermevela de su amanecida, cuando parecía que, por fin, tras su noche insomne, iba a rendir al sueño.

La camioneta de Chico Mingo enfila la carretera y entra renqueando en la zona arbolada de la Colonia, pero ella no la ve siquiera pasar. Sigue apoyada sobre la baranda. La camioneta cruza por delante de la verja de la casa, carretera adelante, camino del transformador eléctrico.

La niebla sigue todavía pegada a los parterres, a la grama. Frente a ella, al otro lado de la calle, mistress Humprey cuida su jardín. Con el rastrillo asienta los montoncitos de arena que se levantan al borde de los arriates. No puede remediar sentir una solapada antipatía por Mrs. Humprey. No sabe decirse por qué. A veces, piensa que quizá por el equilibrio de su vientre y de sus caderas bajo el pantalón de sarga azul, por la flexibilidad de sus movimientos, por la forma leve y pequeña de su busto, por su andar elástico, por el timbre pastoso de su voz. También para Mrs. Humprey es un día como otro cualquiera; lo mismo que para Mrs. Linda Cheehw, su vecina más próxima, y para todos los otros habitantes de la Colonia, a muchos de los cuales no conoce ni siquiera de vista. Para todos los hombres y todas las mujeres del pueblo: para los peones agrícolas, para las muchachas que escardan la cizaña en el olivar, para los obreros que parten bajo el sol, con el mazo de hierro, la dura piedra gris en las regolas de las calles, es un día más solamente.

No hace el calor asfixiante de otros años. Por la tarde se levanta enseguida la brisa. Le resulta agradable pensar que, a la falta de distracciones de un veraneo lejos del mar, no se une la mandanga caliginosa de otros años. Y todo por culpa de Andrés, de su hijo. Sin embargo, da gracias al cielo, a todas horas y en voz alta, de que no se trate de nada realmente serio, de que haya sido sólo el estirón de los diecisiete, de que la destemplanza y el mal color hayan casi desaparecido antes de finalizar la tercera quincena de reposo. No puede quejarse de la casa -con las manos sobre la baranda contempla ahora los metros cuadrados de su extensión, en los que parecía no haber caído -. Ha sido arrendada para la temporada y ocupa el centro mismo de la calle, el epicentro de la barriada residencial.

Desde la galería ve a su hija Lisi sobre la bicicleta, al aire los muslos prietos, tostados por el sol, cruzar el sendero enarenado, abrir la verja de hierro y salir luego a la carretera casi azulada, húmeda aún de rocío nocturno.

Es temprano; pero Lisi cree que llegará tarde. A derecha e izquierda de la carretera, los pájaros revolotean sobre los jardines, patinan sobre las acacias, sobre los plátanos de India.

Andrés no se ha levantado todavía. Para él no hay excursión. Su hermana y los amigos de su hermana le son indiferentes. Si no estuviera obligado a reposar, saldría a pasear solo. Solo deambularía por los secos barbechos blancos, por la tierra árida, quemada por el sol. El timbre de la bicicleta de Lisi, al pasar bajo su ventana, le ha despertado definitivamente. Se sienta en la cama y se distrae viendo cruzar los pájaros, mientras Lisi se pierde en la cinta brillante del asfalto, calle arriba.

Muy temprano oyó a su padre. Escuchó la bocina del automóvil bajo la arcada del garaje. A la misma hora lo oye cada día y continúa durmiendo. Poco antes de las siete lo despiertan para la primera toma de alimento, para el primer vaso de leche. Se lo sirve Mari, la doméstica, tan joven como él; pero maciza, fuerte, rubicunda. No tiene apetito, pero desea que Mari entre ya en su cuarto con la bandeja del desayuno. Se impacienta y mira su reloj de pulsera colocado sobre el cristal de la mesilla de noche.

Mari entra por fin con la bandeja del desayuno y se sienta a los pies de la cama:

– ¿Te lo comerás todo, no?.

– Te lo tienes que comer todo. -Si.

– Estás débil. Estás flacucbo. Estás hecho un pajarito.

– No te metas. Te tiene sin cuidado que coma o deje de comer.

– Anda -dice Mari -haz un esfuerzo. Si fuera tu hermana había acabado ya con todo.

Cuando Mari sale del cuarto toma la bandeja y la coloca sobre la mesilla de noche. Vuelve a tenderse sobre la cama y entorna los ojos.

Lisi pedalea ya rítmicamente. A Lisi le hace ilusión la jira campestre. En ella tendrá ocasión de conocer a Momi, de la que tanto ha oído hablar.