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– Pudiera. Porque como eres tan sensible…

– Si vamos a ir, en marcha – dice Antonio -. En marcha y ojo con dar el petardo. Porque vosotros dos sois de los que sino la dan a la entrada la dan a la salida.

Eugenio y Toto se emparejan. Antonio camina tras ellos silencioso con las manos en la espalda. El cielo añil se ha puesto blanquecino. El sol ha huido de los porches y tiñe de amarillo sólo los chaflanes de los tejados, la ondulada uralita de los cobertizos y de los garajes. En las acacias y en los plátanos de India los pájaros se desperezan de su siesta, y de los jardines llega el rumor de las mangueras que riegan la grama. Es ya posible mirar al sol de frente sin engurruñar los ojos. Los niños corren por el acerado con los triciclos y a la carretera han salido a pasear las muchachas de servicio con sus cofias blancas arrastrando los cochecitos infantiles. Un camión cargado de bebidas refrescantes pone una pincelada roja aparcado junto a la cuneta, y un hombre viejo con un carrito de helado mantecado a la galleta pregona a media voz su mercancía. El sol arranca leves reflejos a las tapaderas cromadas de las heladeras. Una adolescente con un pantalón rojo y una blusa blanca cruza de una carrera la carretera y detiene al carrito de helado para comprar un cucurucho. En la radio suena la guía comercial que sucede al “concierto de la tarde”. Algunos automóviles de matrícula doscientos diez mil aparecen chirriantes – de vuelta ya de su jornada – en los bordillos de las aceras, y sus conductores sacan de su interior grandes bolsas de papel llenas de conservas y de cigarrillos, de pollos envueltos en celofán y de cartuchos de palomita de maíz.

En la torre de la iglesia el sol exprime un último reflejo de los azulejos de la espadaña, y de las huertas llegan las voces de los vaquerizos y el mugido doliente de las vacas de leche. El aire tiene sabor de gasolina, de geranio, de romero, de caramelo de menta y de miel silvestre.

Al paso, arrancando matitas de jazmines en las verjas, masticando hojas de pitósporos, de rosales secos, gamberreando, dando puntapiés sobre los plintos, tamborileando los dedos sobre los batientes de cinc de las ventanas; como niños, saltando sobre el ramaje de las acacias, calle arriba, caminan los tres, confusos, aburridos, con la cabeza turbia de vino aún, en busca de la Mariquita.

* * *

Los hombres han regresado de nuevo a la puerta de la taberna de Florencio y se alinean con las espaldas pegadas al lienzo del muro enjalbegado de donde ha huido ya el sol.

Algunos, sentados en el bordillo de la acera, tienen que levantarse cuando el autobús de línea da la vuelta a lo costanilla y aparca delante de la terraza.

En el puesto de pepitas de girasol unos niños compran tiras de triquitraque, las restregan por los adoquines, y luego, una vez encendidos, las esconden en el hueco de las manos para hacerlas chirriar.

Los hombres permanecen silenciosos con los brazos cruzados. En la panorámica de la Colonia el sol deja los últimos destellos sobre los automóviles multicolores aparcados a uno y otro lado de la carretera.

En las regolas los peones dan ya de mano y van recogiendo los picos, las palas y las esportillas de la obra. Algunos, de regreso a su casa, entran en la taberna para tomar un vaso de vino blanco e invitar al amigo en paro forzoso que en la acera espera inútilmente que se produzca el milagro de al día siguiente encontrar trabajo y dar de comer a los suyos. Una motocicleta con sidecar del P. G. C. toma con desenfado la curva de la carretera y enfila luego la costanilla camino de la plaza. El autobús de línea pone ya en marcha su motor de gasoil y por su portezuela trasera suben los contados viajeros que regresan a la ciudad.

Tres hombres hablan junto a la terraza, en el límite que Florencio ha trazado para que los hombres en paro no ocupen toda la fachada. Florencio les escucha mientras hace subir el toldo rayado con el torniquete de manivela. Los tres hombres cruzan una mirada de complicidad y pasan a la acera de enfrente.

– Podíamos hablar con el cura – dice uno de ellos -. Es lo mejor que podíamos hacer, hablar con él, decirle y explicarle que no podemos seguir más tiempo en este plan.

– El cura se sabe de memoria todo lo que tú vayas a decirle – contesta otro-. El cura está al corriente. Son cosas del alcalde. Lo que hay que hacer es esperar a mañana y hacerle otra visita. Si mañana no logramos nada, echamos un pañuelo y sacamos dinero para el autobús: vamos y hablamos en la capital con los del Sindicato.

– Aún sería mejor que fuéramos andando. Eso es lo que debiéramos hacer – dice Pedro el de Nieve, el más joven de los tres hombres -. Nadie nos puede impedir que vayamos todos antes que salga el sol. Si tardamos siete horas como si tardamos veinte. Saliendo al alba, antes del mediodía estamos allí. Vamos al Sindicato y nos plantamos en la puerta a esperar. No creo que puedan echarnos, de no armar jaleo.

– Eso lo pudimos hacer hace quince días, pero ya Jeromo dijo que no, que podíamos terminar todos en la cárcel. Yo creo que él sabe de leyes.

– Si el de María la Bujarra, el José y el Manolo hubieran aceptado trabajar con el alcalde las cosas hubieran tomado otro cariz – dice el primero de los hombres -. En cuanto hagamos el menor movimiento se dejan caer con que son ellos los que nos han envalentonado. Si hubieran aceptado el trabajo hubieran cambiado las cosas. No es que a mi me parezca mal que se hayan portado como hombres, pero porque ellos no hayan querido dejarse comprar vamos a ser nosotros los que suframos las consecuencias. Tres bocas menos hubieran sido a pasar hambre y nadie podía pensar que se trataba de un plante. Ahora el alcalde tiene motivos sobrados para decir que ha ofrecido trabajo y no lo hemos querido admitir. Es lo que dirá.

El autobús de línea se pone en marcha. Una nube alta roba por un instante los penúltimos destellos del sol. En la calle cantan las niñas una canción de rueda.

En mangas de camisa, con un cigarrillo en los labios, los brazos dejados caer a lo largo del cuerpo, y la mirada añil, Richard Stick entra en la taberna de Florencio y se acoda sobre el mostrador. Florencio saca de la fresquera tres botellas de cerveza y del anaquel media botella de coñac. Luego quita a las cuatro botellas el cierre y las coloca sobre el mostrador después de haber vaciado poco más de un cuarto de cada una en la piletilla de cinc.

Richard Stick arroja el pitillo que venía fumando y saca ahora un paquete de cigarrillos del bolsillo derecho de su camisa. Ofrece a Florencio uno que Florencio rechaza y vuelve a colocarse un nuevo cigarrillo en los labios, terciando una mueca con él mientras va vaciando la botella de coñac en las de cerveza.

Florencio limpia con una bayeta el mostrador y saca luego un encendedor de martillo para dar fuego al cliente que todas las tardes a la misma hora se acoda en el mostrador para beber en silencio, sin vaso, directamente de la botella, la extraña mezcla de cerveza y coñac veterano.

Richard Stick hace un gesto para que Florencio le cargue en cuenta el importe de su consumición. En la pizarra del servicio de los veladores, Florencio escribe con un trozo de yeso bajo el nombre de "Miste" otra cifra idéntica a la que precede en la larga columna de débitos. Richard Stick apura de un golpe media botella de cerveza, luego chasca la lengua y sonríe. Florencio, mientras despacha a los hombres los clásicos vasitos de vino blanco con un aperitivo de masa frita, aguarda al quite cualquier capricho, cualquier nueva extravagancia que solicite el hombre de los ojos de gato.

A veces, la mujer de Mr. Stick, cuando han dado las once de la noche y Mr. Stick no ha regresado todavía a su casa, se alarga desde la Colonia a la puerta de la taberna y hace gestos guiñolescos señalando a su marido. A veces, Mr. Stick abandona el mostrador y camina tras su mujer en silencio. Otras hace un gesto de desdén con la punta de los dedos, enciende un nuevo cigarrillo y pide otra ronda de botellas.