Florencio cuenta, a los que quieren escucharle, que mistress Stick tiene solicitado el divorcio y que Mr. Stick es un bala que, aunque se deje en la taberna diez duros cada día, no tiene dos dedos de vergüenza.
La opinión unánime de los hombres del pueblo es, sin embargo, contraria a la de Florencio. Para ellos, mister Stick es el único americano que no pasa delante de un niño sin acariciarle el pelo, el único que no ha faltado jamás a ninguna mujer, y también el único que cuando un peón vuelve del campo y él lo encuentra al volver al pueblo con su automóvil, le invita a subir aunque lleve aperos de labranza y esté sucio y sudoroso. Mr. Stick es también el único extranjero que da las buenas tardes cuando por las afueras, algunos días que sale a pasear andando, tropieza con una mujer, con un niño, con un hombre, e incluso con un perro.
El autobús de línea es sólo un punto añil al fondo de la carretera, en mitad de las acacias. Las golondrinas sobrevuelan la calle Real y rozan con el vértice de sus alas las regolas desiertas, a cuyos bordes juegan los niños dejándose deslizar por el terraplén y escondiéndose en los tubos de semigres apilados en las aceras.
– Es lo que debiéramos hacer – repite Pedro el de Nieves -. Es lo que procede: tomar el portante, bajar a la ciudad y ponemos allí también en fila, a la puerta de los Sindicatos igual que hacemos aquí. Ahora lo que falta es quedar de acuerdo todos y luego irnos ya a nuestras casas. Mientras menos nos vean juntos, mejor. Yo, por lo menos, es lo que pienso hacer. El que quiera seguirme ya sabe. Mañana aquí en la taberna al clarear: antes que la pajarada gallee.
El sidecar del P. G. C. da la vuelta por la costanilla y aparca al fondo de la calle. El conductor se destoca de su gorra roja y entra en el zaguán de una casa. Los tres hombres prosiguen hablando a media voz. Luego cruzan la calle y quedan recostados sobre el lienzo de cal de la fachada de Florencio al lado del resto de los hombres. Unos a otros se van comunicando el acuerdo tomado. De dentro de la taberna llega a la calle el golpe seco del taco sobre las bolas de billar y el rumor de las fichas de dominó sobre los veladores de mármol.
A la mitad de la calle, a la puerta del Centro de la villa, se van ya sentando sobre las butacas de mimbre los socios del casino para hacer pronósticos y conjeturas sobre el todavía lejano verdeo, sobre la adjudicación al médico de un automóvil Seat 600, sobre la posibilidad de dar o no una subvención al equipo local de fútbol y prepararlo para que entre a formar parte de los campeonatos regionales la próxima temporada, mientras beben la primera copa de vino de la tarde.
Los hombres en paro forzoso van iniciando la retirada. Las palabras de Pedro el de Nieve parece haberlos por fin agrupado. Marchan despacio hacia sus casas con las manos en los bolsillos, torpes, cansinos, desesperados. Alguno enciende por el camino un cigarrillo de "tabaquera" con el mechero de yesca y se detienen un instante mirando de reojo a los socios del casino que charlan apaciblemente, satisfechos y tranquilos, esperando la hora del rosario, con el botón último del cuello de la camisa desabrochado y los puños asomando por las mangas de la inmaculada americana de hilo blanco.
Mister Richard Stick, en el mostrador, echa mano de la segunda botella de cerveza reforzada con coñac. Fuma un cigarrillo tras otro y arroja las colillas mediadas que los chicos se pelean por coger antes de que lleguen al suelo.
Florencio da la vuelta al mostrador con un cartucho de arvejas que va dejando caer amorosamente sobre la jaula del "reclamo", mientras le habla con palabras dulces y tiernas, casi femeninas.
En mitad de la calle, entre la taberna y el casino de la villa, cantan las niñas su canción de rueda:
Es un hilo delgado, gelatinoso, casi imperceptible, que divide como un flujo plateado la garganta del muerto, rebrilla con el destello malva de la ultima luz y se cruza con el cuajaron de sangre que baja desde la frente y va espesándose, casi coagulada ya, sobre la nariz y los labios.
El cadáver, con los ojos abiertos, pierde su mirada vidriosa en la tierra de labor, en el mismo punto que el olivar se difumina y las matas de algodón surgen tras el barbecho de los maizales ya segados.
El cabo Nicolás Martínez se da cuenta al echarle por encima la loneta. Se lo hace saber al guardia Honorio que termina de escribir la primera diligencia y se seca el sudor de la línea del barbuquejo:
– Donde dice sin señales externas – el cabo respira hondo y hace girar el subfusil -lo tachas. Aunque, bien mirado, mejor es que lo dejes ya como está – rectifica-. Lo mismo va a resultar; no le vamos a resucitar por eso. Cuando te dije que hoy tendríamos fregado.
– Es lo que pasa siempre – contesta el guardia Honorio -. Hay días que parece que amanecen para lo mismo. La mañana que me levanto con el estómago estragado, jaleo: no marra. El día que el cuerpo no me pide una copa de aguardiente por la mañana y tengo que pedirle a mi mujer, cuando me coge en casa, bicarbonato después del desayuno, fregado que te crió.
Tras cubrir el cadáver con la lona, los dos guardias pasean su ronda hasta el automóvil de turismo causante del accidente:
– Cuando vas a tener jaleo, desde luego se huele; se masca nada más te levantas. Son días.
– Lo mismo te llevas luego dos meses sin un apunte.
– Lo mismo.
– Y esta noche que estaba franco de servicio y prometí llevar al cine a la Luisa con los chavales…
– Es lo que pasa con prometer. El día que apuñalaron al Hiniesta el Cojo, tenía yo hasta las entradas compradas.
A ambos extremos de la carretera, la pareja de relevo del Grupo Móvil recién llegada ordena el tráfico por una sola vertiente.
– Si a nosotros nos llevaran y nos trajeran en un "jepp" como a ellos, sería otro cantar – dice el guardia Honorio-. En la Móvil ya te puedes echar a soñar. Te llevan y te traen y no tienes que pensar en nada. En un santiamén, catapún, otra vez en el acuartelamiento.
– Pues no me cambio yo por ninguno de ellos – contesta el cabo.
– Con tus galones es fácil hablar así. Yo en cambio, si me ofrecieran el traslado al Grupo, decía si con los ojos cerrados.
El cadáver panza arriba, cubierto con la loneta, abulta poco. La débil brisa toma a intervalos la lona por velamen. Al conductor del turismo se le ha ordenado permanecer dentro del vehículo hasta la llegada del juez. El resto de los ocupantes del automóvil esperan sentados en la cuneta, bajo el olivar. En la línea que estrangula el amarillo del sol que se desvanece, dos colleras de mulas rubrican el horizonte por Levante y surcan el haza que beneficia el maíz tardío. Hasta que no llegue el juez de paz no hay prisa. Mientras, el cadáver no puede moverse del sitio, ni los civiles pueden abandonar su guardia. Están tomadas las medidas reglamentarias, las medidas previstas para el caso: todas las medidas. No cabe ya sino echar un cigarro y pasear la fúnebre ronda del muerto al turismo y del turismo al muerto, y renegar un poco del oficio y desempolvar otros casos, otros accidentes de circulación, otros años:
– Cuando el tren arrolló al camión en el paso a nivel -dice el cabo -si que hubo complicaciones. Ya te quisiera yo a ti ver en un fregado como éste. Tuvimos que esperar Jiménez y yo, bajo la lluvia, que trajeran la grúa para quitar el camión de la vía, y a todo esto el "Tai" esperando en la estación próxima, y a todo esto la familia del chofer, la madre y la mujer a la que tuvieron la ocurrencia de dar el aviso antes siquiera de haber levantado el cadáver. Allí te quiero ver un espectáculo de coco y huevo. Y con la lluvia dale que te dale sin dejar de caer un momento.