– Cuando el Hiniesta fue peor – contesta el guardia Honorio-. Cuando el Hiniesta tú no estabas todavía en el puesto. Es el peor atestado que hemos tenido en muchos años. Lo dejaron espatarrado en la viña y cuando llegamos ya estaban los buitres rondándole. A fuerza de culatazos tuvimos que espantarlos; pero ellos nada, tercos allí mirándonos con los ojos amarillos como sino fuera con ellos, sin ganas de levantar el vuelo y como si el Hiniesta fuera una bestia. Entre los gañanes y yo, como si fueran las alimañas una piara de pavos, tuvimos que espantarlas a fuerza de palos y culatazos, y a todo esto la madre delante también. Yo estaba dispuesto a matar a los pájaros de un par de descargas; pero el cabo se oponía diciendo que podíamos no acertar y dar con las balas al cuerpo del Hiniesta que era cosa que no interesaba porque cuando la autopsia todo aquello nos traería complicaciones.
– En el Pirineo Aragonés me pasó a mi un caso parecido. Nos encontramos en la misma raya de la frontera un soldadito que había desertado y que estaba ya medio comido por las alimañas. Estas cosas cuando pasan en la guerra no impresionan lo más mínimo. En la guerra teníamos el cuerpo hecho a todo. Pues, como te digo, al soldadito le habían comido los hígados. Fue cuando lo del maquis. Más le valió casi al guripa morir. Más le valió aunque se lo comieran los buitres. Se ahorró ser fusilado en la ciudadela de Jaca.
Pequeño paseo, como de centinela; paseo de armas tomar, con el guiño siempre al segundo, aunque la precaución sea ridícula y el automóvil de turismo extranjero no piense escapar.
El cabo autorizó al peón caminero traer de la venta cercana unas gaseosas y un cántaro de agua fría para los viajeros. El peón caminero aparece ya con el cántaro a la cintura y las botellas de gaseosa sujetas por la mano libre. El chofer descorcha con los dientes una de las botellas y bebe un trago. Luego ofrece una de las gaseosas a los guardias que rechazan al igual que los cigarrillos que también les ofrece el conductor. El peón caminero marcha ya con el cántaro y las gaseosas hasta el olivar donde los viajeros están sentados.
Calor hondo y descolorido de tarde que no acaba de morir del todo, de día de verano al que le quedan casi dos horas de agonía a pesar de que el sol es ya sólo un disco opaco y redondo que resbala rápidamente por la punta del olivar.
– Tiempo aún tienes de llevar a la parienta al cine – dice ahora el cabo -. El juez llegará de un momento a otro. Tiempo de sobra ha tenido de estar ya aquí…
– Tiempo de sobra ha tenido para estar de vuelta; pero ése es capaz de tenernos aquí hasta el alba.
– Y sino nos tiene no será porque le falten ganas. Lo que pasa es que, aunque no sea más que por la cuenta que le tiene, no se hará esperar. Ése no deja de ir todas las noches donde tú sabes que va. No hay una noche que perdone el zureo. Y cuando vaya habrá dejado arreglado el asunto del muerto y la documentación a punto y al franchute empaquetado.
– ¿Pero todas las noches va?.
– Sin faltar una.
– Con las mujeres es desde luego cuestión de avenate. Yo tengo semanas enteras que ya pueden servírmelas en bandeja que no las quiero, y la siguiente olerlas y ponerme salido es todo una.
– Eso cuando lo notas bien es cuando estás de guardia. Estando de plantón en la principal, un poner, se me antoja a lo mejor estar con la parienta; se me van y se me vienen las ganas. Pues bueno, luego, acostado con ella, con los chavales al otro lado del tabique sin acabar de quedarse dormidos, ni pienso en tal cosa. Son rachas. También que tampoco somos ya unos chicuelos de veinte años; que a los veinte si que estaba uno para coger moscas donde te las pusieran.
– Tampoco es eso sólo. Pasa que soltero como está el juez es otro cantar. Así es bien fácil. No le ve uno a las mujeres sino la cara que le quieran poner cuando va uno a verlas, y bien emperifolladas y olorosas que te salen al encuentro. Estar sólo a las maduras es fácil. A los hombres como hay que verlos es cumpliendo con la parienta las veces que haya que cumplir un día y otro del año, haciendo calor o frío, teniendo ganas o no teniéndolas, a pie firme aguantando el embite. Ahí es donde yo quisiera ver al señor juez que se las da de tan macho. Ese toro es el que yo quisiera verle lidiar.
Ronda aburrida y hablar por hablar. Parada de vez en cuando y mosquetón al suelo. Pavonado que rebrilla como la baba del muerto. Mosquetón sobre el costado y otra vez pasos cortos y cuarteleros del parachoques del automóvil a la loneta y de la loneta al parachoques del automóvil.
El cadáver, enclenque, famélico, atravesado en cruz sobre la vertiente derecha de la carretera. La loneta no alcanza a cubrirle las alpargatas. En una de las rondas el guardia Honorio se agacha y da un tirón de la lona para que le tape por entero.
– Yo me pregunto a veces – dice el cabo – qué se siente cuando se está en el otro barrio, cuando se ha dado de si todo lo que se podía dar.
– Eso te lo preguntas sólo en días como hoy: cuando estás tocando la muerte, cuando estás junto a ella. Luego se te olvida y no piensas siquiera en la cosa.
– Es lo que pasa.
– Listo andaríamos si desde que nos levantáramos hasta que nos fuéramos a dormir empezáramos a darle la vuelta al coco con lo mismo.
– Es lo que pasa.
– Por eso más vale no pensar. Eso es lo mismo que con las órdenes que tienes que cumplir y que tú sabes y que te malicias de sobra que son una injusticia. Las cumples y en paz. No piensas en el provecho que otro le sacará a lo que tú haces cumpliendo con tu deber. Por eso lo mejor en esta vida es no pensar en nada. Son disgustos que te ahorras. Los días que vayas a durar los tienes escritos sobre la espalda y no se pueden leer aunque se quisiera. Lo mejor arrear pa alante y no hacerse preguntas. El que la gente piense tanto en lo mismo es lo que da a muchos de comer.
Sobre la cuneta izquierda, quebradas las ruedas, rasgada la tela de florecillas, boca arriba como una tortuga moribunda, el manubrio, retinto el barnizado de su caja de madera, deja al descubierto el mecanismo de sus cuerdas. Pilete, solo, cola las manos sobre las mejillas, tiene puestos los ojos en la lejanía de las colleras surcadoras. El pelo largo le cae sobre la frente y le llega hasta la mitad de los párpados, bajo los que quizá haya una lágrima. Siente ganas de fumar, pero la cajetilla de picadura está en el bolsillo de Garabito, dentro del bolsillo del muerto, allí, en mitad de la carretera, bajo la lona verdosa con que los civiles han tapado el cadáver. Su mirada se cruza ahora con la de los guardias en una de sus rondas con un relámpago duro – oficio a oficio – en el teje y maneje diario de la vida que no perdona: mirada cazadora y cazada y la suspicacia del gesto que no admite evasivas.
– Con la desgracia a ninguno se nos ha ocurrido pedirle el carnet de identidad al golfete.
– Daba grima – contesta el cabo-. Como sentirlo parece que lo ha sentido el chaval.
– De todas formas…
– Se le pide.
– Lo que no acaba de entrarme en la cabeza mientras más lo pienso es cómo ha podido pasar el suceso. Las dos partes aseguran que iban por su derecha. Ninguna de las dos parece mentir. Que el chaval y el muerto hubieran tomado unas copas es posible, pero no es motivo para ir como locos y para ponerse delante del coche como se tuvieron que poner. Échale un galgo para que se averigüe la verdad de quién ha tenido razón.
– Yo me inclino a darle la razón al chaval – dice el cabo -. Más me inclino por esa parte. -Camina hacia el sitio exacto del suceso y señala con la mano la dirección por donde viniera el automóvil -. También pudo torcérsele la dirección al franchute. Pensando que ellos iban a buen paso y viniendo el chico por el lado de afuera, el pianillo no podía ir tan al centro como dice el francés porque al muchacho no le ha rozado ni un pelo.
– También estos golfos de la música no saben ir jamás por su sitio. Se creen que la carretera es una trocha de ganado y así pasan las cosas.
El relevo del Grupo Móvil se acerca a la pareja:
– Ha sido mala suerte la del pobre viejo – dice uno de ellos -. No tenía el abuelo ya edad para morir en mitad del camino y con las botas puestas…
Con el tráfico ordenado por una sola vertiente, los camiones pesqueros que avanzan hacía el Sur aminoran la velocidad al tomar la curva taponada por el "jepp". Todos los choferes ofrecen sus servicios desde las ventanillas antes de acelerar.
El vacío que dejan los camiones siguiendo las instrucciones de los guardias, pegándose a la cuneta para no rozar el cadáver, es la única explicación lógica de que una de las clavijas del manubrio haya saltado de pronto como una cuerda de guitarra. A todos les parece natural el chasquido. Sólo Pilete se estremece con un repeluco de susto que le escuece el alma bohemia.
Garabito, en su despedida terrenal camino del limbo verbenero, el limbo de los apaches y de los ciegos que cantan romanzas, de los ladrones forzudos y terribles que roban bolsillos de señora, de los titiriteros que cruzan a fuerza de destreza y de hambre la estrecha cuerda floja de la vida, de los gitanos trotamundos que hacen bailar al oso en mitad de las plazas, de los payasos que hacen reír y llorar a los niños, quizá haya querido -antes de elevarse a horcajadas de una rama de olivo verde y pacífica – dar marchoso una última vuelta al manubrio cascado, al manubrio con bastidor de percalina estampada de florecillas azules y rojas como un trigal en primavera.
– Para morir a esa edad -dice el guardia Honorio -, echándole como le echo para los setenta al vejete, no hay nada como morir en cama y bien abrigado en una cuesta de enero: es la muerte que cuadra.
– Tú – dice uno de los de tráfico – eres de los que, por lo visto, te apuntas a morir en una fecha fija.
– A una fecha fija me apuntaba yo a morir, si, señor, y una cosa que te digo: de los que estamos aquí presentes es muy posible que a fecha fija muramos todos, estando poniéndose las cosas como se están poniendo.
– ¿Tenéis en el pueblo al de línea, no? -presunta el de la brigada móvil.
– Lo tenemos, pero como si no le tuviéramos – contesta el cabo -. Está con el somatén. Ni siquiera aparecerá por la casa cuartel. Cuando va al tiro, nada. No quiere ni que se le moleste. Si nos hace una visita es de puro compromiso.
– Por eso, porque esta mañana nos lo cruzamos.
– Para el teniente es un día de campo. Ya lo aconchabarán para que se ponga a darle al vaso, si es que doña Rosa, la viuda del capitán, no lo mete antes en el talego y lo quita de la circulación.
– Una bellísima persona es, ya lo sabéis. Pocos como el teniente Prado habréis tropezado en el Instituto.
– Ninguno – dice Honorio -. No tenemos queja por ese lado. No hay novedad. Y por otro que no me permitiría yo hacer un juicio de una jerarquía. Aquí el cabo dice lo del somatén porque es la fija. Cuando el teniente va a la inspección del somatén, no tiene nada que ver con el puesto, ni tiene obligación de visitarlo.
El chofer del automóvil de turismo abre la portezuela, estira las piernas, patea sobre el asfalto y se pone a pasear luego por la carretera.
– ¿Le habéis dicho que se quede dentro al francés? – pregunta uno de los de tráfico.
– Se le dijo que no se moviera. Ahora que lo mismo da que esté dentro o fuera del coche.
– Pues lo que debierais evitar – continúa el de la móvil – es que se ponga a hablar por detrás de vosotros con el pillete, que me malicio que es lo que está buscando. Lo mismo lo aconchaba y por unos duros se presta el golfo a hacer una declaración amañada. No me fiaría yo ni de uno ni de otro.
– Déjales hacer, hombre -dice el cabo-. Déjales hacer que es cosa que a nosotros ni nos va ni nos viene. El señor juez es el que tiene que decidir esas cosas.
El chofer se va poco a poco alejando del automóvil y despacio, con las manos en las espaldas, se llega hasta la cuneta donde Pilete se ha sentado. Saca un paquete de cigarrillos y ofrece uno a Pilete que lo] acepta con una sonrisa.
– De estos franceses no hay que fiarse – insiste el de tráfico -. Ahí lo tenéis ya. Empezará con el cigarri-to y terminará ofreciéndole un billete grande para que haga una declaración a modo.
El cabo y el guardia Honorio echan los fusiles sobre el hombro y se adelantan cruzando la carretera:
– Usted, de momento, verdad, como si estuviera incomunicado – dice el cabo al chofer-. No quiero que lo tome como una cosa personal, pero está usted bajo mi custodia en prevención y le está prohibido conversar con nadie -y a Pilete-. Y tú si llevas el carnet de identidad me lo debías haber entregado. ¿Lo llevas encima?. Pilete deniega con la cabeza.
– ¿Y qué haces que no lo has sacado?. Sientate y espera que ya no ha de tardar el juez en llegar. También que tienes unas cosas con haberle aceptado el cigarro… ¿Tú no sabes que nosotros si estamos aquí es para impedir la coacción?. Pues bien, eso que ha hecho el chofer contigo es una coacción. ¿Te ha ofrecido dinero?.
– No, señor, no. No me ha ofrecido nada -tira el cigarrillo y lo aplasta con la suela de la alpargata-. ¿Qué quiere usted que me ofrezca el hombre?. Ha venido, me ha dado el cigarro y no me ha hablado siquiera.
– Tampoco es para que te pongas así. Se te dicen las cosas por tu bien -y en viendo como Pilete se pone a maldecir de su suerte y a dar patadas sobre la hierba seca de la cuneta y a sollozar -. Vamos, chaval, que hay que ser hombre. Poco vas a remediar ya porque llores – saca la petaca y ofrece un cigarrillo a Pilete que lo lía temblorosamente -. Calma y piano piano que se va lontano. No me vayas a malfollar la picadura, que es el último tabaco que tengo para una semana.
– Ahí tenemos ya al juez – dice el guardia Honorio.
Sobre una motocicleta "scooter", precedido de una camioneta roja, aparece por la curva el juez de Paz con sus gafas de motorista y su gorrilla de visera.
– ¡Cómo no iba a estar el Chico, metido en el fregado! – dice el Cabo.
Las colleras de mulas que surcan el maíz bajan ya por la servidumbre de paso que separa la besana del olivar. El cabo saca de su cartera el apunte de la primera diligencia practicada y con ella en la mano se adelanta para saludar al juez. Chico Mingo habla ya con el guardia Honorio y Pilete se acerca al grupo cansina, torpemente, con las manos en los bolsillos.
Las colleras de mulas llegan junto al manubrio, dan la vuelta y se pierden en la lejanía verdiparda del olivar. Otros camiones de pescado atraviesan el lugar despacio para acelerar enseguida contra reloj en busca del norte geográfico de los mercados interiores. Chico Mingo se acerca a Garabito y levanta la loneta. Luego escupe a un lado y se pone a silbar. El juez de Paz ordena el levantamiento del cadáver.