– También estos golfos de la música no saben ir jamás por su sitio. Se creen que la carretera es una trocha de ganado y así pasan las cosas.
El relevo del Grupo Móvil se acerca a la pareja:
– Ha sido mala suerte la del pobre viejo – dice uno de ellos -. No tenía el abuelo ya edad para morir en mitad del camino y con las botas puestas…
Con el tráfico ordenado por una sola vertiente, los camiones pesqueros que avanzan hacía el Sur aminoran la velocidad al tomar la curva taponada por el "jepp". Todos los choferes ofrecen sus servicios desde las ventanillas antes de acelerar.
El vacío que dejan los camiones siguiendo las instrucciones de los guardias, pegándose a la cuneta para no rozar el cadáver, es la única explicación lógica de que una de las clavijas del manubrio haya saltado de pronto como una cuerda de guitarra. A todos les parece natural el chasquido. Sólo Pilete se estremece con un repeluco de susto que le escuece el alma bohemia.
Garabito, en su despedida terrenal camino del limbo verbenero, el limbo de los apaches y de los ciegos que cantan romanzas, de los ladrones forzudos y terribles que roban bolsillos de señora, de los titiriteros que cruzan a fuerza de destreza y de hambre la estrecha cuerda floja de la vida, de los gitanos trotamundos que hacen bailar al oso en mitad de las plazas, de los payasos que hacen reír y llorar a los niños, quizá haya querido -antes de elevarse a horcajadas de una rama de olivo verde y pacífica – dar marchoso una última vuelta al manubrio cascado, al manubrio con bastidor de percalina estampada de florecillas azules y rojas como un trigal en primavera.
– Para morir a esa edad -dice el guardia Honorio -, echándole como le echo para los setenta al vejete, no hay nada como morir en cama y bien abrigado en una cuesta de enero: es la muerte que cuadra.
– Tú – dice uno de los de tráfico – eres de los que, por lo visto, te apuntas a morir en una fecha fija.
– A una fecha fija me apuntaba yo a morir, si, señor, y una cosa que te digo: de los que estamos aquí presentes es muy posible que a fecha fija muramos todos, estando poniéndose las cosas como se están poniendo.
– ¿Tenéis en el pueblo al de línea, no? -presunta el de la brigada móvil.
– Lo tenemos, pero como si no le tuviéramos – contesta el cabo -. Está con el somatén. Ni siquiera aparecerá por la casa cuartel. Cuando va al tiro, nada. No quiere ni que se le moleste. Si nos hace una visita es de puro compromiso.
– Por eso, porque esta mañana nos lo cruzamos.
– Para el teniente es un día de campo. Ya lo aconchabarán para que se ponga a darle al vaso, si es que doña Rosa, la viuda del capitán, no lo mete antes en el talego y lo quita de la circulación.
– Una bellísima persona es, ya lo sabéis. Pocos como el teniente Prado habréis tropezado en el Instituto.
– Ninguno – dice Honorio -. No tenemos queja por ese lado. No hay novedad. Y por otro que no me permitiría yo hacer un juicio de una jerarquía. Aquí el cabo dice lo del somatén porque es la fija. Cuando el teniente va a la inspección del somatén, no tiene nada que ver con el puesto, ni tiene obligación de visitarlo.
El chofer del automóvil de turismo abre la portezuela, estira las piernas, patea sobre el asfalto y se pone a pasear luego por la carretera.
– ¿Le habéis dicho que se quede dentro al francés? – pregunta uno de los de tráfico.
– Se le dijo que no se moviera. Ahora que lo mismo da que esté dentro o fuera del coche.
– Pues lo que debierais evitar – continúa el de la móvil – es que se ponga a hablar por detrás de vosotros con el pillete, que me malicio que es lo que está buscando. Lo mismo lo aconchaba y por unos duros se presta el golfo a hacer una declaración amañada. No me fiaría yo ni de uno ni de otro.
– Déjales hacer, hombre -dice el cabo-. Déjales hacer que es cosa que a nosotros ni nos va ni nos viene. El señor juez es el que tiene que decidir esas cosas.
El chofer se va poco a poco alejando del automóvil y despacio, con las manos en las espaldas, se llega hasta la cuneta donde Pilete se ha sentado. Saca un paquete de cigarrillos y ofrece uno a Pilete que lo] acepta con una sonrisa.
– De estos franceses no hay que fiarse – insiste el de tráfico -. Ahí lo tenéis ya. Empezará con el cigarri-to y terminará ofreciéndole un billete grande para que haga una declaración a modo.
El cabo y el guardia Honorio echan los fusiles sobre el hombro y se adelantan cruzando la carretera:
– Usted, de momento, verdad, como si estuviera incomunicado – dice el cabo al chofer-. No quiero que lo tome como una cosa personal, pero está usted bajo mi custodia en prevención y le está prohibido conversar con nadie -y a Pilete-. Y tú si llevas el carnet de identidad me lo debías haber entregado. ¿Lo llevas encima?. Pilete deniega con la cabeza.
– ¿Y qué haces que no lo has sacado?. Sientate y espera que ya no ha de tardar el juez en llegar. También que tienes unas cosas con haberle aceptado el cigarro… ¿Tú no sabes que nosotros si estamos aquí es para impedir la coacción?. Pues bien, eso que ha hecho el chofer contigo es una coacción. ¿Te ha ofrecido dinero?.
– No, señor, no. No me ha ofrecido nada -tira el cigarrillo y lo aplasta con la suela de la alpargata-. ¿Qué quiere usted que me ofrezca el hombre?. Ha venido, me ha dado el cigarro y no me ha hablado siquiera.
– Tampoco es para que te pongas así. Se te dicen las cosas por tu bien -y en viendo como Pilete se pone a maldecir de su suerte y a dar patadas sobre la hierba seca de la cuneta y a sollozar -. Vamos, chaval, que hay que ser hombre. Poco vas a remediar ya porque llores – saca la petaca y ofrece un cigarrillo a Pilete que lo lía temblorosamente -. Calma y piano piano que se va lontano. No me vayas a malfollar la picadura, que es el último tabaco que tengo para una semana.
– Ahí tenemos ya al juez – dice el guardia Honorio.
Sobre una motocicleta "scooter", precedido de una camioneta roja, aparece por la curva el juez de Paz con sus gafas de motorista y su gorrilla de visera.
– ¡Cómo no iba a estar el Chico, metido en el fregado! – dice el Cabo.
Las colleras de mulas que surcan el maíz bajan ya por la servidumbre de paso que separa la besana del olivar. El cabo saca de su cartera el apunte de la primera diligencia practicada y con ella en la mano se adelanta para saludar al juez. Chico Mingo habla ya con el guardia Honorio y Pilete se acerca al grupo cansina, torpemente, con las manos en los bolsillos.
Las colleras de mulas llegan junto al manubrio, dan la vuelta y se pierden en la lejanía verdiparda del olivar. Otros camiones de pescado atraviesan el lugar despacio para acelerar enseguida contra reloj en busca del norte geográfico de los mercados interiores. Chico Mingo se acerca a Garabito y levanta la loneta. Luego escupe a un lado y se pone a silbar. El juez de Paz ordena el levantamiento del cadáver.
Por la cortina de arpillera no entra ya en el sobrado ni una gota de sol. En el cuarto hay una penumbra azulada. Sobre el techo cuelgan las calabazas amarillas y secas, las ristras de ajos, las cordadas de pimientos. Junto al camastro, en el suelo, encadenados a un círculo de alambre, los faroles de señalamiento manchan el suelo con su residuo de aceite.
Sobre una silla baja, dentro de un plato de aluminio ha quedado intacto el vaso de leche. Al abrir los ojos le duelen los párpados, y una desconocida hasta ahora falta de respiración le atornilla la garganta y los bronquios. El colchón y las sábanas están empapados de sudor. Cuando se incorpora, el cuarto le da vueltas. Hace un esfuerzo y logra sentarse en la cama. Siente la fiebre sobre la sien, sobre el pulso, sobre la punta de los dedos, sobre el corazón. Le cae un peso de cien kilos sobre el hombro derecho. Con la mano temblorosa toma el vaso de leche y lo bebe de un golpe. Le sube por el camino de la garganta una extraña angustia y, por unos instantes, le parece irreal estar allí sentado con el vaso vacío de leche en la mano.