Cuando Juan el enterrador estima que ningún objeto queda ya sobre el cuerpo de Garabito, da un salto desde la caja de la camioneta, después de volver a tapar al difunto con la lona. Luego sigue los pasos del secretario que entra en el Juzgado seguido de la pareja de Civiles y de Pilete.
Algunos chicos, que han logrado burlar la vigilancia de los urbanos, cruzan la rotonda y tocan el guardabarro de la camioneta de Chico Mingo, y uno de ellos hasta se atreve a encaramarse sobre las ruedas traseras para mirar dentro de la caja. Los hombres van disgregándose ya tras les arreates para volver a la puerta de la taberna de Florencio o a su butaca de mimbre a la puerta del casino.
Sobre la mesa del Juzgado, junto a la escribanía de alpaca, quedan las papeletas del Monte de Piedad por dos tresillos panaderos y un reloj pulsera PLAQUÉ OR, G, 10. M. M., trescientas sesenta pesetas en billetes y treinta y dos en calderilla – halladas en la faltriquera-, y dos certificaciones de libertad provisional y una de buena conducta de la prisión de Sevilla a nombre de Germán García Reina, alias Garabito, de sesenta y cuatro años de edad, de estado civil en blanco y de profesión en blanco, y una licencia municipal de músico ambulante, y el descargo de dos penas preventivas, sobre papel amarillo copia, por la Ley de Vagos y Maleantes, y el sello del registro sobre la antefirma del alcalde, y un pañuelo sucio, y un mechero de yesca y medio paquete de tabaco de picadura, y un librillo de papel de fumar, y una bola de cristal azul de una antigua botella de gaseosa…
Se acuerda entre el Juez de Paz y el secretario que el dinero hallado costeará la caja y el cura, con lo que el Ayuntamiento se verá libre de la carga, que por la Ley le corresponde, de hacer frente con los fondos propios al enterramiento.
Asique ya, con todas las diligencias cubiertas, unido al primer atestado de la Guardia Civil y "otro si digo", y "otro si digo" más de Pilete como testigo y del conductor del automóvil de turismo que resulta llamarse Mariano Lara Auriol de Casablanca, de nacionalidad francesa, y, "otro si digo más", casado y de treinta y cinco años, se da por terminada la encuesta.
Se incluyen en el atestado setenta y dos horas de prisión – que no se cumplirán ante la fuerza mayor de no haberla adecuada en el lugar -y se autoriza al procesado, en unión de su familia, a pasar la noche en la fonda. Dandose fin al sumario, firmado y rubricado y listo para su envío al Juzgado de Instrucción que corresponda.
En la plaza, Chico Mingo pulsa el contacto de la camioneta, y, con Juan el enterrador sustituyendo a Pilete de pie junto a la cabina, sale camino del cementerio para dejar el cadáver de Garabito en la piedra, tras la tapia encalada del corral de la muerte.
El manubrio queda en la rotonda del Juzgado, apoyado sobre el pedestal de la estatua ecuestre del General Franco, con las ruedas quebradas y rozando los podados cipreses del jardincillo que rodea el monumento, y allí continuará un día y otro, al relente y al sol, al haberse convenido que, por ser de alquiler y haber sufrido desperfectos en el accidente, se oficiará por el Juzgado de Paz a la casa arrendadora para su recogida, tras haber sido ya anotado el número de su matrícula y el nombre de la casa que lo construyera, tomado nota de la placa de metal – Luis Casal, Sucesor de Ponbía y Cía., Barcelona -y advirtiendo asimismo que los daños ocasionados serán abonados por la parte culpable resultante en el procedimiento recién incoado, etcétera.
La pareja de la Guardia Civil, con los fusiles colgados del hombro, atraviesan la plaza y saludan con la mano a Pilete, sentado sobre el bordillo del acerado, que ni siquiera los ve tomar la línea de la calle camino de su acuartelamiento. El automóvil de turismo también se ha puesto en marcha con un guardia urbano subido sobre uno de los estribos que guiará al procesado y a su familia hasta la fonda.
La plaza ha quedado desierta y sólo un par de chicos juegan cerca del manubrio sin atreverse a tocarlo enviando a Pilete y a uno de los urbanos que ha quedado en la puerta del Juzgado de Paz, fumando, expulsando lentamente bocanadas de humo en mitad del rectángulo de luz de la ventana tras la cual el Juez y el secretario discuten ya de sus cosas: de los precios que han tomado las borregas y el ganado vacuno en toda la zona del Aljarafe, y del peso que ganarán las aceitunas de verdeo si, como al parecer, durante todo el verano se mantiene la blandura nocturna y alivia el resquemor de las terroneras polvorientas algún que otro chubasco aislado.
Pilete queda todavía un rato sentado sobre el bordillo con las manos hundidas en la cara. Luego, se levanta, camina hasta el manubrio y acaricia suavemente la empuñadura de la vara y la correa de cuero reseco que ayuda al tiro, y pasa un dedo por la brecha abierta sobre la tela y sobre las tachuelas doradas que adornan los costados formando arabescos de florecillas y de estrellas. Más tarde echa a andar despacio, poniendo mucha saliva al papel de fumar cuando lía el pitillo de tabaco de Garabito – que es lo único que el Juez ha autorizado se le entregue, junto con el mechero de yesca -. Sus cabellos, despeinados, se iluminan con la llamarada roja del chispero al encender el cigarro que se abre como una flor y llena de puntos azules de candela la pechera de su blusa mugrienta.
Dejandose llevar por donde las piernas le quieran llevar, como un animal herido, sube la leve cuesta de la rotonda para tomar la costanilla. Todavía mira un par de veces hacia atrás para dejar los ojos fijos en el manubrio, al que ya los niños se han atrevido a acercarse sin que el guardia urbano se tome el trabajo de llamarles la atención. Luego continúa andando con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, despacio, con los ojos entornados, sin pensar siquiera cuál será él camino que tomará, sin meditar en el sitio donde pasará la noche y si le ofrecerán siquiera un pedazo de pan para matar el gusanillo que ya empieza a cosquillearle el estómago.
Y así continúa andando, abstraído, ausente, como si no hubiera pasado nada, como si el día hubiera transcurrido sin novedad. Y a medida que avanza calle arriba, cada vez más a prisa, le parece oír la voz de Garabito, jerárquica y marchosa: "Jala, chaval, que nos coge el torete, que dentro de media hora no hay Dios que dé un paso cuesta arriba".
Ni siquiera advierte que al desembocar en la calle Real, donde a la puerta del casino fuman y charlan los socios, al lado casi de donde trabajan los hombres en las regolas de sol a sol, tiene los ojos llenos de lágrimas.
– Antes del alba pienso estar en la puerta de la taberna – dice Pedro el de Nieve -. El que me quiera seguir que me siga. No es que vaya a tirar por aquí ni por allá, es que voy. Sabéis que siempre que he dicho blanco ha sido blanco.
La mujer de Pedro ha sacado a la puerta de la casa tres banquetas de madera. Los recién llegados están sentados frente a Pedro y guardan silencio mientras Pedro habla, y cuando Pedro les pregunta su opinión, los hombres continúan callados.
Uno de los hombres se decide a mover los labios en el momento en que Pedro pregunta ya abiertamente:
– ¿Tú, Romero, y tú, Cantalejos, estaréis conmigo, no?. Y tú también, Matías. Tú sabes también que es la única solución llegar y ponernos en la puerta de los Sindicatos con los brazos cruzados sin decir nada. Veinte, treinta, cuarenta hombres sin decir nada. ¡Bien sabrán ellos por qué estamos allí!.
De dentro de la casa llega el llanto de los niños que no quieren acostarse todavía. Sobre la explanada amarilla del arrabal, las luces de las casas excavadas en la misma tierra proyectan una luz triste de fuego fatuo. Una mujer grita, tres cuevas más arriba. La mujer de Pedro se asoma a la puerta con uno de sus hijos en brazos: