Pero hace un último esfuerzo y logra dejar caer la mano sobre el timbre de llamada, y el timbre de llamada comienza a sonar al otro lado del tabique.
La secretaria abre la puerta del despacho y bate al aire el abanico de facturas que trae en la mano aprovechando la llamada para pasar a la firma.
En el reloj fosforescente del plinto, muy cerca del techo, son las ocho y media en punto de la mañana. El horario señala el mural abstracto – fusilado de un "Cahiers d'Art" – el minutero clava su aguja en la moldura de escayola que simula un friso etrusco.
El sol inunda ya el jardín. Al otro lado de la calle Mrs. Humprey, descalza, da una última chupada a un cigarrillo y abre la llave de paso. Luego toma la manga de riego y va dejando caer una lluvia de agua sobre los parterres.
Sigue con la mirada los movimientos de Mrs. Humprey mientras tamborilea con los dedos enjoyados sobre la baranda.
Un perro vagabundo cruza la calle y levanta con el hocico la tapa del cubo de basura colocado junto a la cancela por fuera de la casa.
Sobre la cristalera de la galería, sobre los baldosines rojos, sobre las pérgolas que sujetan el florido ramaje de los jazmines, reverbera, pálidamente rubio, el disco dorado del sol que se eleva lentamente desde el Oriente.
– Aquel lobito bajó otra vez este año. El del año pasado, el de siempre. No hay más lobo que él. El único que queda en los contornos a cinco leguas a la redonda, don Roque. Una escopeta como la suya y rondarle despacio los caminos y chamuscarle el hocico deuna buena perdigonada – dice el secretario del Ayuntamiento.
El Teniente asiente con la cabeza y fuma despacio.
– Llega septiembre – tercia otro de los hombres – y olvida usted que está invitado a echar un buen día de campo con nosotros. Para el mes de difuntos, ya menos hay que contar con usted, y ése si que sería el buen tiempo: el lobito baja hasta las mismas casas, y no es que haga daño, no; que no habiendo ganado suelto en el pueblo poco puede mercar. Por distracción más bien, don Roque, por darle gusto al dedo. Tomando el apostadero de la garganta, usted sería el que le volara las orejas.
Por el terraplén, frente a la vía férrea, a la derecha de la choza de Rosante – adonde llegan a veces los mozos del lugar para echar un cigarro despacio y quemar el avenate del sexo -bajó el somatén, precedido del Teniente de la Guardia Civil jefe de línea, a la práctica anual de tiro.
Nadie nuevo en el somatén. El Teniente es el mismo de siempre, don Roque Prado, para cinco años – con las más diversas graduaciones – soportando el día de San Alejo o de Santa Adela, sentado sobre el borde de la terronera polvorienta de la vaguada, el tiroteo a discreción de los afiliados del somatén: ocho máusers checos y doce espingardas italianas; dos calibres distintos y ni un cerrojo limpio ni una sola ánima libre de polvo.
Como todos los años, antes de empezar, el calibreo y el cigarro gibraltareño, en corro, alrededor de la terronera donde el Teniente asienta el trasero verdipardo de su uniforme de campaña mientras escucha y promete la asistencia a la caldereta que nunca tiene lugar, a la cacería otoñal que nunca llega a celebrarse.
– Sin tener hembra -dice otro de los hombres – por la querencia de una perra no deja de llegar el lobito, don Roque, por la querencia. Toscas y hurañas son las alimañas; pero para eso -la mirada del hombre queda fija un instante en la cabana de chamiza y caña de maíz de Rosarito – ya vale no tener entendimiento. Si aún teniendo mujer, a veces, no puede uno sufrirlo y busca aunque sea una escoba para variar… Que siendo alimañas y no teniendo ni el temor de Dios, ni una hembra siquiera para cumplir… figúrese.
El teniente prosigue fumando despacio sin contestar.
– ¿Qué, don Roque? – pregunta ahora Cristino el bodeguero-. ¿Cuándo le vendrá otro ascenso?. Aquí sabe que nos alegramos de sus cosas, siempre que el ascenso no sea para un traslado… que ya su miaja de cariño le debe haber cogido a la tierra y a la zona de su demarcación; que no habrá tropezado usted con gente, mejorando a sus familiares, como los medios serranos y los serranos de este lado de la provincia; que sabe que se le aprecia.
Don Roque se incorpora del terrón, tira el cigarrillo de "Jorge Russo", inicia un bostezo y toca las palmas para llamar a todos los hombres.
– Al lobito, al lobo – dice uno de los recién llegados acercándosele y dándole un golpe sobre la espalda-. Al lobito este año por el mes de difuntos; que ese puñetero no ha muerto y nadie mejor para dejarle seco que usted. Una buena batida y después una buena caldereta para celebrar el cobro de la pieza.
– Vamos a empezar ya – dice el Teniente sin hacerle caso, mientras prepara la aspiración para pronunciar el discurso de todos los años -. Comprueben una vez más – prosigue – la absoluta limpieza del arma que manejan, que prevendrá en caso necesario cualquier contingencia y defenderá – deja resbalar las palabras sílaba tras sílaba -la in-te-gri-dad, en un momento dado, de los hombres de orden de este pueblo español…
La arenga quiebra el silencio de la mañana limpia. El somatén forma en línea de fuego. El eco de los disparos hace evocar militares hazañas de guerrilla en los somatenes. El Teniente vuelve a sentarse de nuevo al borde de la terronera. Un bostezo se le engancha en la ramita de rastrojera con la que juega el amarillo de los dientes y el rojo sangriento de la lengua. Don Roque escupe luego y confronta su reloj con las campanadas de la torre del pueblo. Se incorpora y sacude con una varilla de fresno sus botos nuevos manchados de polvo, que no se debiera haber calzado – piensa – y que le estropearán el almuerzo en casa de doña Rosa Alcaide, viuda del Cuerpo. Se seca el sudor con el pañuelo. Los somatenes fusilan una y otra vez la barranca. Imagina el patio umbrío y lleno de frescura de la casa de doña Rosa, la palmera alta en mitad del cenador, el loro que lo recibirá olvidando su ascenso con un "Buenos días, señor brigada" que se le clavará en el alma y obligará a rectificar la graduación, entre risas, a doña Rosa o a su hermana: "Buenos días, señor Teniente, se dice, lorito ¿No ves las estrellas?". Pero el loro se obstinará, incapaz de creer en sus méritos para el empleo inmediato superior: "Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil ".
Botas altas y lorito le fastidiarán la sobremesa, recostado sobre la hamaca de rejilla, hasta que pase a recogerle, al sol puesto, en la motocicleta con sidecar, el cabo de Parque Móvil. Botas altas que le cortarán la digestión; lorito que le sumergirá en sus recuerdos de suboficial, de sargento, de simple guardia con el mosquetón al costado y el caminar tendido a uñas de grillo o de chicharra en la carretera inacabable.
Algunos hombres han dejado de disparar, después de haber quemado los cartuchos reglamentarios, y se acercan otra vez al Teniente:
– Unos copetines de cerveza si que nos vamos a tomar en cuanto lleguemos al pueblo – dice uno -. De un buen copetín o de los que se tercien no hay quien le libre, don Roque. Es día señalado para que lo tapemos con una buena loncha de jamón curado que jqo se la salte un galgo. Si para el verdeo se dejara usted caer por el pueblo, si que lo íbamos a pasar en grande… Un dinero muy curioso se le va a sacar este año a la aceituna. Lo peor son los puñeteros jornales que vamos a tener que pagar, cosa a la que no hay derecho y a la que habría que poner coto como fuera: diez duros por hombre. Menos mal, Teniente, que uno tiene su mijita de picardía y no contrata más que mujeres y zagalones que con medio jornal se avian. ¡Ya ve usted, Teniente, que no son sino treinta aranzadas de olivar!. Sólo para el chaval que tengo y que me está estudiando en Madrid necesito de orden de los setenta y cinco billetes verdes cada año. Y es que uno también ha sido joven y se comprende que alguna vez el chicuelo quiera echar una cana al aire, que para eso tiene un padre que está de sol a sol cavilando con las cuentas y viéndole la forma de sacarle el máximo provecho a la hacienda…