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Asomada a la puerta de su choza, Rosarito tiende la ropa sobre un ramal de olivo. Luego entra en la choza, acuna a su hijo y le habla con palabras tiernas, pequeñas, diciéndole que no se asuste de los disparos que le han despertado. Le canta:

Ferrocarril, camino llano. En el vapor se va mi hermano. Se va mi hermano, se va mi amor, se va la prenda que adoro yo.

Rosario sale luego de haber dejado dormido al pequeño y sigue lavando la ropa sobre un barreño. Los hombres del somatén miran de tarde en tarde para arriba y contemplan la mancha nacarada de su pierna. Casi todos han pasado con ella una noche antes de que le naciera el hijo; casi todos han cruzado el cañizal y la barbechera – que lleva a la choza desde la curva donde el ferrocarril toma la cuesta abajo de los Alcores – ocultándose entre las sombras como ladrón que va a robar, arrastrándose casi entre la corta retama, después de haber dicho a su mujer que va al casino y en el casino que va a la iglesia y al cura que no puede salir de su casa por sus muchas ocupaciones, para besar los rojos labios de Rosario.

También ella, después de secarse las manos en el delantal, mira hacia la hilera de hombres que dispara sobre la barranca, hacia el tricornio de hule del Teniente que brilla bajo el sol tibio, sueltas las greñas de sus cabellos, con la delantera alta del vestido de percal manchado de leche materna, y canta de nuevo, inconsciente, ingenuamente feliz por ser madre y tener un hijo sea de quien fuere:

Se va mi hermano, se va mi amor se va la prenda que adoro yo.

– Sino para el verdeo ni para la caldereta ni para la batida -dice Cristino el bodeguero al Teniente-, para las fiestas si que podía echar usted este año unos días con nosotros. Se trae a su mujer y a su hija y se viene a pasar una semana a mi casa, que sabe que siempre está abierta para lo que se le ofrezca. Se trae usted el traje de paisano, nada de uniforme ni de sombrero, y la noche que nos coja de hoja alquilamos un coche y nos vamos por ahí de folklore. Es cosa que me gustaría correr con usted, Teniente, una fiestecita a modo al estilo de la tierra, con un par de buenos cantaores, un guitarrero y alguna damisela de las cuatro letras.

* * *

– Entonces, ¿cuántos cacharros crees tú que fabrican de sol a sol? – pregunta Antonio el de Cristóbal.

– Puede que quinientos o seiscientos, puede que mil. Yo, como saberlo de fijo… Sólo sé decirte que los coches que salen de la factoría en una jornada no cabrían en cien plazas como las del pueblo una detrás de otra; que no cabrían siquiera en todas las plazas de toros juntas que hay en España, ni en todos los estadios.

– Que si no sabes tú el número diario de coches que salen habiendo estado trabajando allí…-contesta Antonio el de Cristóbal -no sé quién lo va a saber. Es lo mismo, verdad, Toto, que si no supiéramos nosotros los metros de regola que abrimos todos los días. O, como si, cuando tomamos el capachín para el verdeo, no supiéramos el número de fanegas más o menos que se ordeñan un día con otro.

Toto, con la cabeza baja, deja que Antonio y Eugenio discutan la producción diaria de la "Citroen"; pero cansado acaba por terciar dirigiéndose al hijo de Cristóbal el tuerto:

– ¿Y qué más le da a él que fabriquen diez coches o que fabriquen mil?. A él le ponen la "tela marinera”en las manos todas las semanas y ahorró tres mil pelotes en once meses después de venir maqueado como un señorito, que es lo que interesa.

– Si pregunto es porque me da la gana – dice Antonio-. Y tú no te metas.

– Pasa que eres un curioso que en todo quieres andar huroneando. Eso es lo que pasa.

Eugenio, camisolín rojo de nylon, pantalón vaquero, mocasines de becerro con lazos de seda, forro de pasaporte asomando por el bolsillo de pecho, cruzadas las piernas, sentado a la puerta de la taberna de Florencio, de vuelta de París con vacaciones pagadas, tras un año de ausencia, no entiende de estadísticas:

– Lo que yo sé – dice – es el cante mismo que Toto te ha apuntado; que he estado masticando carnecita once meses, un día con otro, y que vengo con quince verdes en la faltriquera.

– Que si tú pudieras echarme una mano para salir de aquí, para irme contigo, para huir de esto, siendo sólo verdad la mitad de lo que dices…

Eugenio fanfarronea sin hacer caso de las palabras de Antonio el de Cristóbal.

– Yo lo que puedo hacer – dice – es invitaros a otra caña de aguardiente. Allá perdí la costumbre de desayunar veneno. Ahora que si vosotros queréis…

– Si pudieras echarme una mano para salir… Nada más una mano…- insiste Antonio.

Toto toca las palmas para que Florencio se acerque a la mesa y vuelva a llenar las copas de aguardiente. Cuando Florencio llega y seca con una rodilla deshilachada la tapa de mármol del velador, le dice:

– Pon dos más que paga el franchute.

Eugenio descruza las piernas y sacude una imaginaría mota de polvo de su pantalón:

– Yo no te prometo nada – dice-. Tú te largas. Lo importante es estar allí. Luego ya veríamos. En la "Citroen", teniendo buenas espaldas y un poco de suerte, caso de que tengas en buen estado la caja de cambio… Todo lo más que te puede pasar es que acabes por aterrizar en Bélgica, en las minas. Y en las minas también se ganan billetes. Es lo que yo pensaba cuando me fui. Porque entré en Francia con el pie derecho, que sino… Billetes, más billetes ganaría en Bélgica, para que veas.

– ¡Pero minero!. Para minero siempre hay tiempo. Para minero me quedo en mi tierra y me muero de hambre poco a poco y no de un golpe.

– De picapedrero a minero, ya ves. Aquí, de picar piedras es difícil que salgas. Allí, al menos, con lo que ahorras en dos o tres años, tenías para venir y establecerte y poner aunque fuera un puesto de pipas de girasol. Teniendo aquí algo que vender y no pagando contribución no hay quien se muera de hambre. Sería distinto. Estarías por lo menos garantió.

Toto chasca el pulgar y el índice:

– Te imaginas a éste en Bélgica y luego de vuelta poniendo un puesto de pipas en la plaza y es que te mueres de risa. Mira cómo me carcajeo.

La brisa trae el eco de los disparos del somatén.

– ¿Es la guerra? – pregunta Eugenio.

– Son los del somatén, ¿es que no te acuerdas?.

– Me acuerdo, claro, no me había de acordar. Lo que pasa que creí que eso ya se había acabado. En serio-deja la mirada ausente, como perdida en los tejados de las casas -. Ahora me parece todo nuevo. No puedo creer que haya vivido aquí toda mi vida. Y eso que hace ahora un año que tomé el petate.

El eco de los disparos asusta a las golondrinas posadas sobre el poste de telégrafo que cruza la calle y se pierde campiña arriba. Los alambres se estremecen como las cuerdas de una guitarra. Las golondrinas revuelan la línea de la calle, suben hasta los aleros de los tejados y vuelven a posarse de nuevo en los alambres de cobre.

– ¿Qué fue de la Mari, Toto? – pregunta Eugenio,