– Aquí nadie te ha faltado ni te ha dejado de faltar, que eres tú muy jovencito para ser tan chulo y para atemorizarme con tus bravatas, que lo que sobran en la obra precisamente son brazos.
Tanto cavilar para nada. No echa cuenta de las palabras del maestro, que vuelve ya a sentarse sobre el anillo de los tubos de gres. Como si la tierra fuera la culpable de sus celos, la machaca con furia con la piocha.
En grupo, torpes los mosquetones sobre los hombros, por la calle de Queipo de Llano, regresan del tiro los milicianos del somatén.
Los hombres en paro forzoso llegaron a la plaza y se sentaron en los bancos de azulejos, frente al Ayuntamiento. Los hombres discuten ahora la posibilidad de formar una comisión que vaya a hacer una visita al alcalde. Los guardias urbanos, con sus guerreras blancas de verano, su pantalón azul y su porra colgada del cinturón, pasean su ronda entre la Casa de Teléfono, el Ayuntamiento y la iglesia, esperando oír algo que digan los hombres para comunicárselo al alcalde.
Los hombres no forman grupos de más de tres personas, por lo que, ante la imposibilidad de discutir todos juntos el problema, no hay manera de ponerse de acuerdo. Algunos van de un banco a otro preguntando a los demás. Alguien insinúa ir a hacer una visita al cura, y uno de los hombres se encarga de ir pidiendo la opinión al resto, que deniegan con la cabeza.
El alcalde, de vuelta del tiro, cruza la plaza con el mosquetón – un máuser modelo 1893, sin baqueta – terciado y se lo entrega a uno de los guardias urbanos que, echándoselo al hombro, se pierde en una calleja. Luego, el alcalde entra en el Ayuntamiento, sube al piso alto, y se asoma tras la celosía de una de las ventanas de la Casa Consistorial.
En la plaza, los hombres no parecen acabar de ponerse de acuerdo. Las ideas de ninguno les parece viable a los otros. Por otra parte, ninguno se atreve a formar parte de la comisión que irá a hacer la visita al Ayuntamiento. El alcalde deja de mirar por la ventana y se dirige al oficial que escribe a máquina:
– Va usted a redactar un oficio – dice – solicitando un crédito extraordinario para una guardería. Para el veranillo del membrillo es menester tener dispuesta una guardia especial para los olivos. El presidente de la Hermandad de Labradores también va a escribir otro al sindicato en el mismo sentido. Como están este año las cosas, y con la sobra de brazos que vamos a tener para el verdeo, sino nos atamos las taleguillas y se vigilan los árboles, no va a quedar una sola aceituna el ramón.
El oficial del Ayuntamiento toma un oficio con el membrete del escudo de la villa a medio relieve, le coloca los papeles de copia y los calcos y lo mete en la máquina.
De la plaza llega un revuelo de voces. El alcalde levanta la persiana y se asoma al balcón. Los hombres forman ya una unidad compacta delante del monumento del Corazón de Jesús que se levanta en el centro. Un guardia urbano sube las escaleras del Ayuntamiento y, jadeante, habla al alcalde con la gorra de plato en la mano.
– Es una comisión. Quiere hablar con usted personalmente. Son sólo tres hombres: el de María la Bujarra, el mayor de los hijos, José, Antonito Prieto y Manolo, el mayor de la Molina.
– Los que menos debieran meterse en estas cosas – dice el alcalde-. Los que más motivos tienen para callar. Los de siempre. Los que, precisamente sabiendo cómo están las cosas, por el canto de un duro los pongo a disposición gubernativa. – Y dirigiéndose al oficial -: tenga usted listo el oficio para la firma y que salga hoy mismo.
Cuando los hombres suben la escalera del Ayuntamiento, el alcalde los recibe con una sonrisa y los hace pasar a su despacho.
– Hay que ver que nunca vais a aprender a hacer las cosas en derechura – les dice mientras se sienta en la mesa y saca un paquete de "caldo de gallina" que ofrece a los hombres y que los hombres rechazan -. No es que me parezca mal lo de la comisión, no; que eso es un buen síntoma del orden y de respeto, pero ya sabéis que no me gusta que andéis reunidos en la plaza para arriba y para abajo y menos en la puerta de la taberna como moscones. Perder cuidado que precisamente ahora mismo estaba dictando un oficio sobre la situación de paro en el pueblo. Por más que tarden en contestar, que no tardarán, antes de una semana os prometo que tenéis resuelto el problema. A vosotros tres, mientras tanto, para que veáis que el hecho de haber venido no significa que os vaya a guardar rencor, sino al contrario, que hablando es como se entiende la gente, os voy a mandar a lo mío unos días para que desvaretéis los gordales. Para quince días por lo menos tendréis de trabajo y os podéis aliviar. ¡Y que tengáis fe en mi y confianza es lo que quiero!. Y que digáis a vuestros compañeros que estoy aquí para obrar. ¿De verdad que no queréis un cigarro? – Vuelve a ofrecerles a los hombres tabaco -. Ahora vais a marchar y les vais a decir a todos palabra por palabra lo que os he dicho. Y vosotros, ya sabéis, ¡alegrar la cara!. Mañana por la mañana, en cuanto salga el sol, a desvaretar los gordales. Y tú, Pepe- señala a Josele el hijo de María la Bujarra -, me vas a hacer un favor, hombre, ya que no tienes nada que hacer. Como tengo que trasvasar el vino, te pasas por la bodega y echas allí la tarde. Unos duretes muy apañados vas a ganar por la faena, que no son de perder…
En la plaza no se oye un alma. Los hombres esperan en silencio que regrese la comisión; un silencio que se quiebra de pronto por el gol que, con una pelota de trapo, un chico marca en la portería formada por la esquina de la iglesia y la calle del General Sanjurjo. La pelota atraviesa la plaza y viene a caer a los pies de uno de los hombres que espera y que la devuelve de un manotazo a donde juegan los chicos. Una cigüeña con un haz de gavillas cruza el azul a la querencia del campanario de la iglesia, donde los polluelos hacen tabletear el pico de gozo.
No son sólo las botas altas, es también el pantalón de monta que se clava en la cruz, bajo la portañuela; son los calzoncillos blancos y las cintas que lo sujetan; son los calcetines que resbalan bajo el talón y se dirigen inexorables a las punteras; es todo de medio cuerpo de cintura para abajo.
La mano izquierda del Teniente, al sentir la frescura umbría del patio, abandona con pena el bolsillo que sirve de alcahuete a sus inútiles esfuerzos por aliviarse las entrepiernas, y agita el campanil, mientras la derecha aplasta contra el zócalo de azulejo el purillo breva recién encendido que el alcalde le ha regalado al despedirse.
Aguarda impaciente tras la cancela, en el zaguán. Espera oír el grito gangoso del loro; pero no llega hasta él sino el cuchicheo de doña Rosa y de su hermana y los pasos de la criada que cruza el patio para abrir la cancela. Se destoca del tricornio. El tejadillo de hule le deja al descubierto la frente grasienta que se abre paso libre hasta la diadema de sutiles pelusas que enlazan las orejas. El tricornio oscila como un gorrillo cuartelero en manos de un recluta.
Las dos hermanas bajan ya la escalera de mármol, Don Roque saluda levemente a la doméstica y apresura el encuentro atravesando rápidamente el patio.
En el cenador, tras los cristales de la galería, insobornable y patriótico, el loro Juanito quiebra la claridad azulada con su agridulce chauvinismo nasaclass="underline" "Lorito real. Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil. Viva España".
– ¡Despierta, Carlos, abre al menos los ojos!. ¡Mirame!.
La voz le llega lejana, como si atravesara un muro, pero no se siente siquiera con fuerzas para contestar, para moverse, para levantar los párpados y abrir los ojos y mirar a su madre sentada a los pies de su camastro.
– Has dormido bastante. No puede hacerte bien tanto sueño. Es pan tostado con aceite y con una cabeza de ajo restregada lo que te traigo – señala -. Es pan con aceite. Te bebes un poco de leche y sigues durmiendo, aunque ya sabes lo que dice el médico de que no es bueno tanto dormir, de que lo que te hace falta es sólo reposar y dormir sólo las horas que duerme todo el mundo.
– Déjame. Estoy cansado – contesta al fin -. No tengo ganas de comer. Déjame. Estoy que no puedo tirar de mi alma.
– Hijo – dice ahora la madre -. Hazlo por mi. Bebete siquiera la leche.
– No tengo ganas, madre. No tengo ganas.
La madre, con el trozo de pan sobre el plato de aluminio y la leche dentro de una lata de leche condensada con los bordes remachados, tercamente, lo hace incorporarse a fuerza de ruegos:
– Es de la que a ti te gusta – suplica -, de la americana, la última que nos queda. El cura a lo peor ya no quiere dar más. Tomatela. Tengo que irme. No me hagas perder más tiempo.
Toma la lata de leche y se la lleva a los labios. Hace un gesto de repulsa al ver el pan empapado en aceite. Bebe la leche despacio. Sus ojos negros y brillantes miran los ojos de su madre, los tristes ojos de su madre que, mientras con las uñas hurga el dobladillo mugriento del delantal, recorren las gotitas de sudor que le brotan a su hijo de la frente.
– Cuando se termine lo de las calles, no sé que vamos a hacer. No sé que vamos a hacer cuando se termine lo de las calles y no haya más faroles.
La madre no contesta de momento con la mirada fija en la frente del hijo. Luego dice:
– Aún falta un mes por lo menos para que se terminen las obras, y, al fin y al cabo, mientras Dios quiera que haya días de lavado por echar en la Colonia no nos faltará que comer. Hazlo por mi, Carlos – insiste -, tómate siquiera la mitad del pan y no pienses. No vas a adelantar nada con pensar. Si quieres uvas también te he traído.
– Sabes que no podría, madre, sabes que no podría.
La madre deja el plato de aluminio sobre la silla y se limpia las manos en el filo del vestido.
– Que no te vaya a dar el sol es lo que quiero. Ya sabes la de veces que te lo ha advertido el médico. No creo que vaya a venir nadie mientras te quedas solo; pero venga o no venga tú no bajes. Déjales que aporreen la puerta. Si gritan desde el corral, no hagas caso. En cuanto termine la colada estoy aquí. Si viene alguien te asomas por el ventanillo, pero no creo que nadie se lleve la ropa que he dejado puesta a secar.