El hombre saca un paquete de cigarrillos "Ideales" y enciende uno con su mechero de yesca. Luego se pone a contemplar, mientras fuma silencioso, el barranco, la tierra calcárea y blanquecina sobre la que reverbera el sol, las piedras cortadas a pico sobre las que la vía férrea es dos hilos platino, el monte bajo, la cantera con sus muros altos y sus vetas de tierra caliza donde efectúa sus prácticas anuales de tiro el somatén, donde los civiles todas las semanas disparan un par de peines de sus naranjeros para estar en forma.
– Después que vengo por estar contigo adonde me prometí no poner más un pie… – el hombre deja los ojos en la cantera, en la pincelada terrosa sobre el muro calizo-. Después que me haces recordar cada vez que vengo…
Rosarito se pone un dedo sobre los labios mientras sigue meciendo al niño. El hombre se sienta sobre el cajón de los palomos y Rosario hace un gesto silencioso para que se levante y se siente en el banco a esperar.: El hombre, con los ojos bajos, fuma despacio. Con los tacones de sus botas de becerro mil veces remendadas escarba sobre la tierra apisonada de la delantera de la choza. Rosarito da los últimos movimientos a los brazos que sostienen al hijo y, de puntillas, entra en el chozo.
Del barranco, a intervalos regulares, llega la graznada seca y doliente de la pajarada revoloteando en círculo sobre las peñas.
Las pinchas le han pedido después del almuerzo, mientras friegan, que les permita poner el gramófono de trompeta que es como una enorme campánula floral abierta, orlada de rosas desvaídas y con una cenefa de añil en sus bordes. La vieja placa gira ya en la gramola un tango lánguido y enervante.
– ¡Yo no soy quién, para meterme! – dice Solé -. Ahora que si se deja dominar por ellas en estas cosas acabarán comiéndosela por sopa tarde o temprano. Se acaba dando la mano y la gente termina por tomarse los pies.
– Calla, que cuando no sea por ti no sé por quién me voy a dejar dominar…
– Pero ellas tienen la radio – continúa Solé -, que le dejen a usted el recurso que le queda para distraerse. Sabe Dios que lo hago por su bien. No es buena tanta generosidad.
– Es un cacharro que no sirve para nada. Para ser sincera te diré que nunca sirvió. Ni cuando me lo regalaron era ya cosa del otro jueves. ¿Pero me lo regalaron? – deja la mano airada en suspenso acuchillando laños y por las pupilas le corre una dorada gota de añoranza -. Ni me acuerdo del tiempo que tiene ni cómo fue a parar a mi casa. A lo mejor alguien lo dejó en prenda una noche de farra. Todo pudiera ser.
La menopausia recién estrenada le sacude los nervios a la Solé encaprichada con el punto de cruz al que dedica todo rato perdido. Agujas de crochet arriba, agujas de crochet abajo, gafas caídas sobre la nariz que dejan al descubierto los ojos todavía bellos, remata una vuelta de puntilla sentada en la silla baja de anea al pie de la dueña que, sobre un buró recamado de incrustaciones morunas, esgrime la baraja francesa para dar comienzo al quinto solitario de la jornada.
La aguja de gramófono araña las últimas vueltas del disco. Las pinchas tararean en la cocina al compás de su trajín la letra del tango de Gardel. Sobre la tapa barnizada del secreter toledano resbalan los corazones, los tréboles, los diamantes, y forman cuadro de combate de descoloridas escaleras sin suerte.
La brisa que llega del jardín mueve la cortina adamascada. Solé se equivoca en dos vueltas de su labor y tiene que deshacer un palmo de puntilla. Vuelta a empezar. No puede evitar soltar un taco de rabia, que se suaviza, se afemina, se aburguesa al final en el mismo borde de sus labios blanquecinos: "¡Coña!.
La mano izquierda de doña Eduvigis, gráfica y alada, aconseja moderación en el intervalo de un as de espada y una dama de pique. Solé refunfuña y continúa pacientemente su labor. Luego se levanta para quitar el disco, volver a darle cuerda al gramófono y colocar otro.
– Tú mucho que reniegas pero también te gusta la música de mis tiempos – dice doña Eduvigis.
Solé no contesta. Busca afanosa un título entre las placas apiladas al lado del gramófono:
– Si hubiera algo de la Niña de los Peines o de don Antonio Chacón…
Una de las chicas de servicio se asoma al arco que separa el "office" de la cocina del cuarto de estar. Solé pone en marcha la gramola y la chica vuelve a su quehacer con la sonrisa en los labios.
Doña Eduvigis, silenciosa, ausente, va disponiendo ordenadamente el solitario. A veces, deja en el aire una de las cartas antes de colocarla y queda unos minutos con ella en la mano sin preocuparse de las peteneras de Chacón. La brisa levanta suavemente la cortina y estremece un billete de lotería colocado a manera de pantalla sobre la bombilla apagada de un candelabro de cristal, a la luz del que Solé cada noche lee a doña Eduvigis la sección de sucesos de los dos periódicos que llegan a la casa, el número del cupón que ha salido en los iguales, las esquelas mortuorias, las notas de sociedad y el santoral.
– Otra vez he vuelto a equivocarme – dice Solé -. Otra vez he vuelto a poner una vuelta de más.
El disco deja de girar en la gramola y doña Eduvigis deja a un lado la baraja y mira a Solé fijamente a los ojos:
– A ti te pasa hoy lo que yo me sé.
– ¡Qué equivocada está usted!.
– jHuy, cómo si yo no supiera…!
– Pues no es por ahí. No es ése el camino. Pasa que he dormido mal esta noche y estoy inquieta.
– Que eres de las que no escarmientan. Eso es lo que te pasa. Ya te podían fundir de nuevo.
– Si lo quiere creer lo cree y sino no lo crea. Es cosa lo que usted piensa que tengo más que echada en olvido.
– Somos del mismo barro para que puedas engañarme – dice doña Eduvigis -. Estás como una chiquilla guardándote el secreto.
– Aquello pasó y está más que olvidado.
– Es lo que tú quisieras.
– ¡Anda, y dice que me conoce!. ¡Pues si que me conoce!. Soy yo muy orgullosa para rebajarme a ningún tío, y mientras más vieja más pelleja.
– Al fin y al cabo es cosa que a mi ya ves, maja…
– Usted sabe que si me siguiera latiendo el izquierdo era la primera en decirlo.
– ¡Huy, y tan latiendo, hija, y tan latiendo!. Y que no se escarmienta, y haces bien con no escarmentar, que estás todavía para merecer. Ahora que más talento y más calma si que te recomiendo. Aunque no seas ninguna mocita y estés de vuelta, peor si cabe. Es una quemazón esa que ya es difícil, ya, no dejar traslucir. En otras es posible, pero en ti…
Solé suspira y toma de nuevo su labor. Doña Eduvigis vuelve a esgrimir la baraja. De la cocina llega el susurro cantarino del agua de los grifos del fregadero. En el jardín, un escarabajo empuja por la grama achicharrada su brillante bola de excrementos, y unos verderones cruzan de una rama a otra huyendo del sol. En el reloj de sonería de la casa de doña Eduvigis Solís Cruz suenan unas campanas quedamente.
De pronto, convulsiva y asustada, la dueña se lleva las manos al pecho:
– Solé -grita-. Solé, Solé.
Solé abandona la puntilla y se acerca trémula al buró.
– Me temo que tendremos sangre. Me temo que habrá en el pueblo una muerte violenta…
Solé, lívida, mira en silencio el solitario. Doña Eduvigis aprisiona la carta funeraria con la punta de los dedos enjoyados. Luego continúa despacio, sonriendo enigmáticamente:
– … sino me equivoqué al tallar y barajé bien, claro, que lo mismo con la conversación se me ha ido el santo al cielo. Por si o por no, no digas ni media y enciende una lamparilla a las ánimas benditas.
Bajo la axila, el redondel húmedo de sudor se ensancha lentamente, decolora la tela y desparrama su tufo acre, y, junto con el humo del pescado frito, invade enaguas, bajeras, combinación, delantal, bragas, percalina del vestido veraniego de doña Mercedes.
El comedor ha quedado desierto y los manteles de plástico chorrean pringe a la que acuden las moscas incansables. Hace ya casi dos horas que han terminado de almorzar los pupilos fijos, después que lo hiciera con menú extraordinario rociado con cuatro botellas de cerveza, Santiago. Seráfica, la criada, hunde ya en la fregadera la cochambre de los platos sucios.
Doña Mercedes se sienta en una de las sillas de la cocina y se orea el canalón del pecho con los extremos del delantal. No satisfecha se abanica luego con el soplillo de esparto. Siente arcadas de su propio aliento, de la bocanada turbia que le llega a los labios y le produce picazón en la punta de la lengua.
– Voy a echarme un rato – dice a Seráfica -. Estoy baldada de tanto trajín. Cambiale el agua al ajo y no me hagas una de las tuyas. Y no me malgastes en balde la potasa, y no zorrees en el zaguán con el Chico, que a ti no hay quien te deje sola.
– Quede tranquila que no hay novedad – contesta Seráfica -. Quede tranquila. Y le diré, por si no lo sabía, que Chico Mingo es muy hombre para andarse por la rama. Que lo que haya que hacer se hace, pero que no ha de faltar sitio para tener que recurrir al portal.
– Sitio no faltará, pero la próxima vez que te coja agarrada a él detrás de la puerta te pongo de patitas en la calle. Esto es una casa decente. ¿Te has enterado?.
– Si que me he enterado, señora.
– No me repliques.
– ¿No me ha preguntado usted?.
– Tú procura no replicarme cuando te hablo. No está el horno para tortas.
Doña Mercedes atraviesa el patio despacio. Sueño de deseo aprisionado, comprimido, de mes y pico de abstinencia. Fantasía imposible que le corre por las sienes como un caballo a galope, como un ternero desmandado. Mientras sube la escalera intenta atornillar su pensamiento, sujetarlo con fuerza; pero el deseo se le astilla en mil pedazos de cristal que más clavan mientras más pequeños se hacen. Hace casi una hora que ha dejado de oír los pasos del pulpito en el doblado. Escuchó el golpe de sus zapatos al caer al suelo, el crujido del colchón de camisa de maíz cuando Santiago se arrojó sobre la cama para matar las dos horas de peso que le quedaban al sol.
Intenta ordenar su pensamiento, encauzarlo, sujetarlo con la rienda del ridículo haciendo mil composiciones de lugar de su entrada en la alcoba del huésped y sus palabras para justificarla. Durante unos segundos lucha consigo misma para continuar subiendo la escalera, pero temblándole el pecho, convulsos los labios, vuelve a bajar los escalones ganados y a entrar en la cocina para pulsar una cubeta de agua tibia y, balanceándose por el peso, volver a subir la escalera camino de su cuarto.