Los últimos golpes de bomba se dan a prisa, casi con la serpiente multicolor ya en marcha. La anochecida encabrita los ojos de Momi, azules, inquietos, reventados de luces verdes, dilatadas las pupilas en la penumbra del misterio del bosque, tras la niebla pegajosa que empieza a envolver la pinada, anuncio de noche orillada de agua, de noche bruja y rapaz para los insectos que amanecerán en ella a su palpitación vital y que empiezan ya a moverse despacio, dejando su murmullo debajo de las hojas secas.
El peladeo lubrifica el silencio tenso de la carretera, sin un cuchicheo, sin una canción, jadeantes, agotadas las posibilidades físicas de toda una jornada, sólo con la fuerza precisa para la vuelta, y ya con todas las cestas de mimbre vacías, vacías todas las mochilas, vacíos todos los termos, y de nuevo el monstruo anillado hambriento, acostumbrado a su estricto reglamento, a sus horas cronometradas, disciplinadas, a la segunda merienda dos horas antes de la cena delante de los porches, con las piernas cruzadas, mientras se juega a las prendas y se llevan a cabo las confidencias adolescentes, o se cuentan las aventuras ocurridas durante el curso escolar mientras se sueñan las aventuras que a cambio debieron de haber realmente sucedido.
Los ojos de Momi, cargados de secretos goces, de vacaciones que empiezan a tener una razón de ser, sortean la rueda de la bicicleta que le precede, apenas imaginada en la sombra azul y tensa del asfalto. Sobran ya para ella todas las palabras, todos los medios tonos vacíos, sin sentido. Erguida y firme sobre los pedales, como un hermoso muchacho, con la melena corta que escobilla la brisa, se encuentra capaz si fuera preciso de cambiar el orden establecido de las cosas, capaz incluso de morir mientras mira fijamente el disco redondo de la luna, tenue y rojizo tras los estratos pálidos del cielo de verano; capaz de rendir en una hora el débil y femenino corazón de Lisi que pedalea al principio de la fila asediada de torpes y balbucientes promesas masculinas de las que no puede sentir celos porque cada hombre es siempre para ella un poco subirse sobre un poyete para mirar por la ventana de un cuarto de baño, un poco fumar lentamente un cigarro mientras sonríe y mira a hurtadillas los muslos tersos de las adolescentes a espaldas de su mujer, un poco huir y decirse muerto sin estarlo. Extraños, brutales, grandes cerdos siempre.
En la carretera, los ases de luz de los faros se cuelgan de mariposas deslumbradas, de grillos de alas azules y violetas, de panzudos y torpes escarabajos que se transforman en bolas de polvo de oro.
La serpiente multicolor se pega a la derecha de la calzada, y chirrían los tacones para ayudar a los frenos cuando se ha puesto demasiado coraje en el pedal. La cabeza de la formación inicia el "Coronel Boguei". La melodía resbala a lo largo de los anillos. El latigazo musical da ánimos, fuerza para flexionar las rodillas, y, cuando el silbido se apaga, cuando vuelve el silencio, se acentúa la moscarda de los piñones bajo las cadenas y el leve murmullo de las cubiertas de goma sobre el asfalto. Enseguida la vieja canción del "Carbonero".
Reconoce la voz que asierra el vértice de la hilera, la voz gélida y cascada de Lisi. La reconocería entre cientos de voces. También canta ahora ella, pero haciendo subir una nota más en el tono que es como una contraseña, como una ratificación de la amistad recién nacida, sellada de lacre joven, como una confirmación a la promesa de salir muchos días juntas en las largas tardes de otoño e invierno del próximo curso escolar, de sentarse las dos en los bancos solitarios de los jardines, de cruzarse regalos en los onomásticos y en los cumpleaños, de acudir a la primera misa los domingos y, aprovechando el pretexto, dormir aquella noche juntas en la casa de una o de otra – tras la cena en la mesa con mantel almidonado y cubiertos de plata, bajo la mirada tierna y comprensiva de los padres que advierten el equilibrio y la serenidad de las hijas adolescentes que saben intimar sólo con amigas de su misma clase social y comportarse dentro de la línea de decencia que esta clase social impone, con el santo temor de Dios siempre en los labios y el respeto hacia las instituciones sabiamente establecidas en el transcurso de los tiempos para mantener el prestigio de la elite que mueve el pulso de la vida, que da normas justas de contrapunto, que ofrece la diaria lección de laboriosidad, de justicia, de honradez y de civilización.
La brisa trae el frescor del lejano aire salino que cruzando los arenales solitarios se interna en los pliegues de la catástrofe geológica de los Alcores. La temperatura desciende de golpe casi diez grados. La luna roja -insultante-como un farol de último vagón de ferrocarril, en mitad del azul topacio de la noche, parece correr rondando tras las nubes algodonosas que poco a poco van cubriendo el cielo. La humedad produce escalofríos en los pechos y en las espaldas cubiertas sólo con los "nikys" de punto, con las listadas marsellesas. Los perros cortijeros ladran aburridamente desde uno y otro lado de la carretera a la luna y a la luz amarilla y sucia de un tractor pintado de rojo que rotura el plateado cañizal de un barbecho. Las luces del pueblo aparecen tras el azul ceniza de los olivos. La carretera abre una recta en el último kilómetro, y el reflejo de las luces de la "noria" en mitad de las barracas ilumina la perspectiva de la torre de la iglesia.
Momi presiente el otoño; la tristeza lacia y húmeda del otoño, después de tantos sueños en las horas postreras del día tan salpicado de veleidades. Las mamas se le estremecen erectas de escalofríos alrededor de la botonadura rosa de los pezones adolescentes que quisiera hundir para siempre, para que por siempre perdieran el relieve de su vergüenza. Recuerdos del escándalo colegial vencido ya el curso, con marzo coleteando sus verdes recientes. Porque podía también ahora- no lo piensa exactamente, pero lo presiente como si una venda se le hubiera caído de los ojos – haberse equivocado como entonces y ser todo un espejismo o una encerrona preparada de antemano. La duda la confunde mientras pedalea, la duda y el cansancio mental – que se une al cansancio físico – de haber mantenido la atención durante toda la jornada entre dos zonas de interés: los guijarros saltando sobre el agua, y los cuerpos jóvenes, sin secretos, tensos bajo el sol.
Sólo la separan unos metros de la entrada del pueblo. Se atraviesan ahora los suburbios del lugar, con sus casas excavadas en la tierra, sus cuevas adornadas de pitas y chumberas, sus niños desnudos, panzudos y hambrientos, sus candilejas de aceite y las aspas rojas del escudo de Falange orlado de pintura luminosa.
Sólo les separa también unos metros de las mesas puestas puntualmente bajo las pérgolas de las terrazas con sus luces amarillas para espantar a los insectos, del juego de agua de los surtidores de los jardines, de las amables conversaciones a media voz, de los vasos de cristal tallado llenos de jugo de fruta.
La noche, al llegar -su noche -si consigue conciliar el sueño, se le poblará de fantasmas y de lances guerreros, de acrobacias aéreas, de carreras de automóviles, de trenes veloces, donde ella – la protagonista – será el hijo del príncipe, y el piloto, y el conductor, y el maquinista.
Seis, siete, nueve, doce pares de pies, ayudan al frenazo definitivo arrastrándose por el asfalto, levantando montoncitos de arena y briznas de hierba. Los pájaros han silenciado ya todos sus trinos bajo las acacias. Los rectángulos amarillos iluminan la carretera. De las casas llega la música de las radios. Falta sólo un instante para que la pandilla se desparrame camino de las terrazas encendidas. El corazón se le desborda y late a prisa, tímido el revuelo de su falda sobre la redecilla de su bicicleta, cuando Quinito, trémulo, jadeante, corre la banda de la calle y va cuchicheando la noticia al oído de los que van llegando.
Todo lo que se había prometido con la mirada, todo lo que se había imaginado con el gesto, sube ahora a flor de piel, electrizante, fieramente varonil. Se le agarran a la garganta las ansias de consuelo, las ansias protectoras de ofrecer, arrollado de entusiasmo, su brazo fuerte de muchacho y sus tiernas palabras de mujer. Lisi camina ya hacia su casa entre Felipe y Araceli. Deja abandonada su bicicleta sobre el acerado, se adelanta, y se une a ellos. Linda Cheehw y Mariquita, con Niña-Linda en brazos, esperan a la entrada de la verja.
El aire tiene una transparencia diáfana y los cuadriláteros de las luces forman un tablero de ajedrez en los caminos enarenados, en la grava, donde crujen los pasos de los niños que aún juegan.
La luna roja queda oculta por velos y más velos de algodón que rápidamente van difuminando el cielo.
Aún se oye la voz de Quinito que va comunicando la noticia a los rezagados: "El padre de Lis ha muerto. El padre de Lis ha muerto".
El Cabo primera del Parque Móvil aparca la motocicleta delante de la casa de doña Rosa y tira luego de la campanilla dorada del zaguán.
El Teniente no ha regresado aún de su peregrinar por el pueblo, de su visita a las bodegas donde los somatenes guardan sus botas y sus toneles de vino dulce y viejo, dorado y oloroso, de las ocasiones señaladas.
Cuando el Cabo primera abandona la casa se pone a pasear la calle, y en una de sus rondas, de la casa de doña Rosa a los tubos de cemento de la conducción de agua y de los tubos de cemento a la casa de doña Rosa, se da de cara con el Teniente. El Teniente se acuerda de la peineta de carey y del cartucho de arvejas que las hermanas le han regalado para los palomos. El cabo queda en el zaguán mientras el Teniente entra en la casa.
De nuevo en el patio, con la "vela" ya descorrida y el rectángulo de cielo algodonoso asomando al final de los lienzos encalados, recibe don Roque los parabienes de las hermanas para su hija Asunción y la disculpa de no poder asistir a la boda.
Al salir, revoloteo de pañuelos en el cierro pintado de verde, y, ya con un pie en el sidecar, la sonrisa de despedida a la celosía adornada de gitanillas y de geranios y el deseo de arrellanarse, de hundirse en el asiento forrado de plástico de la motocicleta, de sentir la cosquilla de la brisa serrana, de huir carretera adelante hacia su puesto de jefe de la línea para desprenderse de las botas y sentarse descalzo al fresco en el patio de la casa cuartel.
El Cabo da una patada sobre la puesta en marcha para seguir la calle Real y bajar luego por Valdehigueras, costeando las zanjas de la obra, sin hacer caso de las vallas de prohibición ni de los faroles rojos que interceptan el paso. En el momento mismo en que suelta el embrague, el Teniente vuelve la cara tras los golpes dados sobre su hombrera estrellada y ordena al Cabo que cierre el contacto para oír la voz de la muchacha que gesticula en la acera al lado de la motocicleta: