– Doña Merceditas que vaya usted, si es usted el teniente Prado. Es para un recado urgente que quiere darle – dice Seráfica.
El Teniente levanta los hombros y pregunta:
– ¿Quién es doña Merceditas?.
– Doña Mercedes. ¿Quién quiere usted que sea?.
Don Roque hace un esfuerzo mental, pero no se atreve a negar porque alrededor de los ojos se le marcan dos rodajas rojas de vino y el torrente de su voz se encasquilla levemente con el sopor del "palo cortado". De pronto, inesperadamente, le llega por fin la imagen de la patrona de la fonda y chasca los dedos para indicar al Cabo que aplace la salida.
– Me encargó la señora que se diese prisa, que es cosa urgente – insiste Seráfica.
Latigazo a la virilidad y al recuerdo brigadier de una noche de amor en la fonda al lado de la patrona. Salta del sidecar. En el cierro, doña Rosa y su hermana hablan en voz baja. Sigue los pasos cadenciosos de la sirvienta mientras el Cabo primera baja de la motocicleta y limpia la visera de hule de su gorra roja. El desgarro de la ropilla de Seráfica caminando ante él le sugiere curvas densas, suaves delicias adolescentes bajo el crespón de la falda rameada. No se atreve a preguntar nada. Seráfica toma el camino de la costanilla. La noche tiene un sabor agrio y húmedo, y hasta la calle, desde los patios de las casas, llega el olor penetrante de la albahaca y el dondiego.
La blanca bombona iluminada pintada con letras azules de " La Consolación " colgada del quicio de la fonda lo tranquilizan. Doña Mercedes, ante el portal agita las manos que proyectan sombras chinescas en la mancha de luz. Ordena su desaliño desde la tirilla al cinturón; luego pone derecha la teja del tricornio, se estira la cruz de los pemiles, hace una aspiración, mete hacia dentro el estómago y dulcifica el gesto. Doña Mercedes lo recibe camastrona y moruna:
– Gracias a Dios que ha llegado usted, Teniente. Diez minutos más y ese bestia que tengo encerrado arriba me echa la puerta abajo.
Le obliga a sentarse frente a él después de rogar a doña Mercedes que los deje solos. Desde su ascenso admite el diálogo; se pronuncia por unas maneras más suaves en los interrogatorios. Jura obtener con el nuevo método confesiones más sinceras y prestigiar el cuerpo desacreditado con las asechanzas líricas del "Romancero". Doña Mercedes abandona el comedor. "Ya ve usted -le había dicho al llegar-, que soy enemiga de la violencia. Ahora que marcharseme sin pagar el almuerzo, sin conocerle yo de nada como no lo conozco, sin estar garantio, y, por si fuera poco, haberme tratado como una golfa…" -el Teniente echó de menos mientras la escuchaba el tú íntimo de aquella noche cenicienta y lejana de cinco a seis años atrás, no recuerda exactamente-. "Ahora que las cosas por su sitio – continuó la patrona – que le peguen no quiero, Teniente; sólo que se me haga justicia. A cada cual lo suyo y yo no pido sino el importe de la minuta, de la cama y de las botellas de cerveza que se bebió el muy tunante."
– Lo primero contarme lo que ha pasado – dice el Teniente a Santiago en cuanto doña Mercedes pisa el umbral del comedor -. Después explicarme los motivos que le han movido a venir al pueblo sin un céntimo en el bolsillo. Porque no me va a decir que se presentó así como así y sin un duro. Su venida es natural que obedeciera a algún móvil, y ese móvil, sea de la índole que sea, es el que necesito yo saber para poder juzgar en consecuencia. ¿Ha comprendido?.
– Ni he comprendido nada, ni me interesa comprender. No tiene usted ningún derecho a preguntarme.
– Te advierto que a la autoridad no se le contradice – sentencia don Roque -. Te vale que estoy de buen humor esta noche y que he venido de mediador llamado por una señora que me ofrece todas las garantías.
– Tire por donde quiera que no le va a servir de nada y hableme de usted. ¿Entendido?.
– Aunque no fuera más que por circular sin documentación podía empapelarle. Asique dejese de rollos y vamos al grano. Me basta preguntar a la centralilla a qué número ha llamado por teléfono.
– Se trata de un asunto privado.
– Se trata de una fábula portuguesa, se trata de una combina, se trata de un golpe, mi amigo. Estamos cansados de malandrines y de pupilos de ocasión. Lo más probable es que ni siquiera haya llegado solo y que tenga un cómplice para mediar en el apaño.
Santiago pierde los estribos y se levanta de la silla:
– Yo debo aquí unas pesetas y ese es un hecho que no puedo negar y que estoy dispuesto a reconocer. Las pago y se terminó la presente historia.
– Si eso es todo – dice el Teniente – ya podía usted haber dado de cara, haberse retratado, vamos. Y si cree que lo que le exigen no es el precio justo formule una denuncia en regla en el Sindicato de Hostelería. Pero lo primero desde luego es pagar.
– Todo eso hubiera sido muy sencillo hace dos horas. Ahora ya no puedo hacerlo porque su amiga, o lo que sea…
– Mucho cuidado con las palabras – corta el Teniente.
– … Su amiga o lo que sea, y me repito, me ha dejado encerrado. ¿Y sabe por qué?. Por una razón muy sencilla: porque se quiso meter conmigo en la cama. Le parecerá a usted disparatado, porque desde luego esto se cuenta y no se cree, pero es la fija. Le doy a usted mi palabra de honor. De modo que si eso es lo que quería saber, ya lo sabe.
El teniente frunce el ceño y disimula el disgusto. Se levanta también de la silla y pasea por el comedor. Las últimas palabras de Santiago han bastado para que se le caiga del pedestal el santo de su pretérita aventura:
– Sea como sea- dice -es cosa ésa que no viene a cuento. Este no es lugar para discutir la virtud de una señora. ¿Y la documentación?. ¿A quién tenía que cobrar el dinero con el que pensaba pagar?.
– Ninguna de las dos cosas le importan.
Don Roque cree haber llevado la conversación hasta donde le conviene:
– Es todo lo que necesitaba saber. Por lo pronto esta noche va a quedar detenido. Mañana se las entiende con el Cabo comandante.
Doña Merceditas escucha tras la cortina, y el Teniente, viendo asomar por el quicio el filo de su falda, le ordena que entre en el comedor:
– Llame usted ahora mismo por teléfono a la Comandancia y diga de mi parte que venga un guardia libre de servicio a la fonda.
Doña Mercedes murmura entre suspiros mirando a Santiago antes de salir:
– Que si se hubiera avenido a razones…
– Claro.
– Que mal no quise hacerle, señor.
– No quiso, pero bien que me ha fastidiado…
Don Roque corta en seco el diálogo:
– Yo he venido al pueblo, señora – dice dirigiéndose a doña Mercedes -, a la práctica reglamentaria del tiro, no a detener malandrines, ni a mediar en asuntos de alcoba. Llame a la Comandancia y déjese de pamplinas.
– De tiro al plato – masculla Santiago por lo bajo.
– Guardese las deducciones, que esta noche no le salva a usted de la sombra ni la Santa Caridad. Ya no se trata de lo que pasara ni dejara de pasar aquí esta tarde. A mi no me toma usted el pelo. De ahora en adelante sabrá hablar con el debido respeto a las autoridades.
Doña Mercedes, llorando a todo trapo, se acerca al Teniente y lo toma del brazo:
– Por mi lo dejamos, don Roque – suplica-. Que también las ganas de verle a usted más que nada, sabiendo como sabía que estaba en el pueblo, ha influido en todo; que me dije, Don Roque podía arreglarme el asunto por las buenas; que por eso no me fui directa a la casa cuartel a denunciar; que no quería sino una mediación y de paso invitarle a una copita de ponche.
– Pues no es ése el camino – contesta el Teniente -. La denuncia tendrá usted que firmarla, y se abrirá un atestado y se investigará todo lo que haya que investigar y se aclarará todo lo que haya que aclarar. Avise al cuartelillo.
Doña Mercedes sale del comedor y sube la escalera sollozando mientras el Teniente se aprieta el cinturón, da una patada sobre los baldosines rojos y dice a Santiago:
– Esta noche duerme usted en el calabozo de la casa cuartel. Mañana el Cabo abrirá una información. Supongo que no tendrá usted nada que objetar, mi amigo. Muchos como usted quisiera yo tropezarme todos los días nada más que por el gusto de meterles las cabras en el corral. Gente como usted es la que a mi me gusta para quitarle el cuento a mitras.
Sole tropieza al entrar con la sillería antes de lograr atinar con la llave de la araña de cristal nimbada con el forro rojo de un viejo salto de cama. Los muebles del recibidor, enfundados en blanca muselina, son como nevados espectros inmóviles. Cuando logra por fin dar la vuelta a la llave, las bombillas continúan apagadas. Vuelve a insistir una y otra vez hasta que oye en la jamba de la puerta del recibimiento la voz de doña Eduvigis que ha subido tras ella al piso principaclass="underline"
– Es mejor que abras el balcón. Algo más se verá. Me parece recordar que dejamos flojas las bombillas.
El balcón no ha sido abierto desde el pasado verano. Cuando Solé logra atravesar el salón y abrir el pestillo de la balconada, por las junturas resecas de la puerta resbalan las cochinillas grises aprisionadas entre el cristal y la barra de metal que sujeta los visillos. El polvo y la lluvia de todo un año han dibujado franjas de mugre y cuajarones de barro reseco sobre la tarlatana plisada.
Tres lamparillas de ánima permanecen encendidas en la casa; pero doña Eduvigis se ha empeñado en encontrar en la gaveta del comodín del recibimiento una vela rizada de primera comunión que ha ardido en el altar de Santa Bárbara y que servirá para proteger la casa de la tormenta nocturna que auguran los naipes, las doloridas piernas y el candilazo.
Antes de empezar a buscar la vela salen las dos para asomarse al balcón recién abierto, y, recostadas sobre la baranda de hierro, permanecen milagrosamente calladas, abstraídas en la línea de la calle, en la luminaria del pueblo, en el reflejo de los anuncios comerciales que se proyectan en la pantalla del cinematógrafo al aire libre.
Es Solé la primera en advertir el paso del cortejo que se acerca y que rubrica ya la suave curva de la carretera precedido del juez de paz sobre su scooter pintado de azul. Tras él, con los faros a media luz, la camioneta de Chico Mingo trae sobre la batea el cadáver, y el manubrio con las ruedas quebradas, y a Pilete de pie sobre la cabina. A continuación el automóvil de turismo causante del accidente, y, sobre sus guardabarros, con los fusiles terciados, la pareja de la Guardia Civil.