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– Lo que siente un hombre cuando muere es lo que quisiera yo saber – dice Toto de pronto -. Lo que siente un hombre cuando muere.

* * *

La luz del carburo ilumina agria y azul la entrada de la choza. En la noche pura y cerrada la luz es como una canción sobre los alcores solitarios.

La luna no rebrilla ya sobre la vía férrea, y en la peña los cuervos y los grajos han silenciado ya su serenata de graznidos.

De tarde en tarde, llega a la chamiza el ladrido angustioso de los perros cortijeros y el canto de los grillos sobre las tomateras, más arriba del melonar. El niño duerme colgado de la viga sobre la cestilla de esparto. La brisa mueve a veces la llama azul y el aire trae el regusto picante y salado de la marisma lejana.

Rosarito, sentada sobre el banquito de madera a la puerta de la casa, se adormece despacio. Como todas las noches, llegan hasta la choza murmullos de los cuatro puntos cardinales que le ayudan a coger el sueño; el silbo del tren que sube los alcores, el galope de un caballo en celo en la dehesa que se abre al fondo de la peña, la música lejana de las barracas, el altavoz del cinematógrafo, los pasos de algún hombre que se acerca a la querencia del amor prohibido.

Rosarito abre de pronto los ojos a pesar de no haber oído ningún ruido extraño. Es imposible ver, pero es fácil escuchar a quien se acerque a la choza.

La rastrojera cruje y Rosarito toma la luz de carburo y la apaga de un soplo. Ha de esperar a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad total Foco a poco va presintiendo los contornos difuminados de las cosas: el olivar, el haza de los melones y de los tomates, la cantera con sus malecones blanquecinos, las luces del pueblo y la mancha encalada del caserío, el cañizal sobre el barbecho que atraviesa un hombre despacio, desorientado, un hombre que, al parecer, no conoce el camino y que se guiaba por la luz recién apagada.

Rosarito no conoce el miedo. Nunca ha sentido miedo de vivir en el campo, media legua alejada del pueblo. Nunca la ha estremecido el susto en las largas noches cerradas del invierno con lluvia y con tormenta, ni en las asfixiantes del largo verano, ni en las templadas de la primavera cuando los hombres, tras la jornada de trabajo, caminan hasta la choza con el corazón escapándosele por la boca. Sin embargo, algo le dice que se acerca lo desconocido y sus pupilas se dilatan más de ansiedad que de miedo, igual que los cervatillos en el bosque con las pisadas del cazador.

El hombre con el que ha pasado la tarde hace ya casi cuatro horas que saliera de la choza. No puede ser, pues, el mismo hombre que vuelve de nuevo a la querencia. Tampoco parece ser otro hombre cualquiera del lugar, ni la pareja de la Guardia Civil, ni siquiera un mendigo, porque ella conoce las pisadas de los hombres del pueblo que andan firmes y duros arrastrando los pies y la de los botos camineros de la Civil, y las pisadas leves y medrosas de los vagabundos que, a veces, se acercan a la choza a pedir un poco de agua.

Es como si de pronto se le abrieran los ojos, como si se hubiera hecho de golpe y porrazo de día, como si empezara a amanecer. Agazapada en la esquina de la choza ve ya claramente cada árbol, cada piedra, cada mata de hierba y también la figura alta, desgarbada, confusa del hombre que se acerca con una botella en la mano. Su paso es torpe, pero, sin embargo, sus zancadas son largas como las de las cigüeñas cuando bajan a tomar un manojo de gavillas y se enseñorean despacio por el cañizal. El hombre, desorientado sin la luz, da una y otra vuelta por el barbecho sin saber exactamente dónde está la choza que unos minutos antes iluminaba la llama azul. Luego, el hombre, toma un trago de la botella y la arroja lejos. El vidrio suena hueco, como un latigazo en la segada barbechera de maíz. Más tarde el hombre tararea una canción mientras camina dando tumbos sin ton ni son a un lado y otro.

A ella le es difícil coger la letra de la canción. Las palabras que canta el hombre se enredan las unas con las otras; son como pequeños gritos guturales que se le agarran a la garganta y salen sibilantes y gangosos de la boca. Rosario sigue todos sus movimientos: primero el hombre alcanza la línea del cañizal y tuerce a la izquierda; después parece buscar el caminito entre el barbecho y la linde que serpentea, y allí queda parado en mitad de la tierra sin dejar de cantar su extraña canción. De nuevo vuelve a cruzar al otro lado.

Vuelve a sentir miedo. Nadie hasta ahora la ha molestado y siente temor de que un desconocido se acerque de noche a buscarla con paso largo de ave zancuda, de ave noctámbula y rapaz y con una canción en los labios cuya letra no logra entender.

El cielo está cargado, angustiosamente cargado de nubarras pardas que presagian un aguacero de verano, una tormenta fugaz.

Cuando se sentó a la puerta de la choza tuvo que echarse por los hombros y los brazos el mantoncillo negro do algodón porque tiritaba. Sin embargo, el hombre que cruza el barbecho llega en mangas de camisa: de una blanca camisa que es una mancha insultante sobre el cañizal segado.

Durante un solo momento que ha dejado de mirar hacia el barbecho el hombre parece haber desaparecido de la escena. Lo busca por toda la línea de la linde, por el serpenteante caminito que llega a la choza. Luego da la vuelta a la casa por si el hombre ha logrado dar con el camino trasero. Cuando regresa lo vuelve de nuevo a ver, tendido a unos metros escasos de la puerta de entrada revolcándose como un animal por la hierba con las manos en el estómago. El ruido que producen sus arcadas es tan fuerte que llegan a despertar al niño, que llora dentro de la choza.

Por un instante queda indecisa sin saber lo que hacer. No se atreve a entrar en la choza porque a pesar de saber ya que el hombre está borracho y se revuelca arrojando el alcohol, siente miedo de que el hombre se levante de pronto y entre en la choza mientras ella tiene el niño en brazos.

No lo piensa más. Da un paso y otro y se adelanta hasta el caminito de entrada. El hombre yace boca abajo, casi inconsciente. De vez en cuando articula cortadas palabras en un lenguaje que ella no conoce. Es ahora cuando vuelve a la choza y tomando un jarro de aluminio lo llena de agua. El niño ha dejado ya de llorar y duerme plácidamente. Vuelve a salir de la choza, se llega hasta el hombre y le arroja el jarro de agua a la cara. El hombre se incorpora lentamente, apoyándose en los hombros de Rosarito, y Rosarito camina hacia su casa con el hombre tambaleante, agarrado a su cuello como una sanguijuela.

A la luz del carburo que vuelve a encender, Rosarito reconoce la cara del hombre, la mandíbula cuadrada y el pelo cortado al cepillo del hombre, y el gesto del hombre, el mismo al que ha visto poner todas las tardes – cuando alguna vez ella ha bajado al pueblo -, alineadas, media docena de botellas de cerveza junto a una de coñac, sobre el mostrador de la taberna de Florencio.

Hace entrar al hombre en la choza y lo acuesta en su camastro. Antes le quita los zapatos y le desabrocha la camisa. El hombre se pone enseguida a roncar sin decir ni una sola palabra.

Rosarito sale de nuevo al porche con su hijo en brazos después de dejar encajada la puerta de la choza. El niño se despierta y Rosarito, acurrucada en el portal, con el olor agrio de la vomitina y el alcohol que llega de dentro, piensa que tendrá que pasar la noche al relente. Arropa al niño con su mantón, lo aprieta contra su regazo, sentada en el banquito de madera de olivo, y canta muy bajito:

Ferrocarril, camino llano. En el vapor se va mi hermano. Se va mi hermano, se va mi amor.

El aire trae olor a tierra mojada y a pulpa de melón, a estiércol y a otoño.

* * *

El registro se lleva a cabo en mitad de la rotonda del Juzgado para que el secretario pueda tomar nota de los objetos de uso personal y de la documentación del muerto. Asique Juan, el enterrador, sube a la batea de la camioneta, levanta la lona, y va dejando resbalar el cuerpo de Garabito hasta que las piernas quedan apoyadas sobre el ángulo que forman la tablazón de la caja con las guardas de hierro.

– Es mejor así. Más tranquilo me quedo -dice el enterrador -. Que luego, en la piedra, lo que pueda pasar hasta mañana no se sabe. A mi ya, de reclamaciones naranjas…

– Quedando tú como te vas a quedar de custodia, no sé qué es lo que podía pasar – dice el secretario.

– Precisamente por eso, mire. No quiero tener discos. Lo más importante es tener la conciencia tranquila y que no desconfíen de uno -va sacando los objetos que Garabito tiene en el bolsillo y se los va entregando al secretario -. Acuérdese, acuérdese de la última vez que tuvimos un atestado.

Uno de los Guardias Civiles ilumina con el haz de luz de su linterna la batea del camión. Los urbanos mantienen a distancia a la multitud apiñada junto a los arreates de la plaza del General Franco. El secretario va depositando los objetos que el enterrador saca del bolsillo, sobre un papel de periódico. Cuando Juan el enterrador palpa la bolsa de tela cosida a la blusilla caqui y da un tirón para desgarrarla, Pilete abre los labios para protestar, pero guarda silencio. El dinero que contiene la bolsa le pertenece en su mitad. A partir de ahora, mejor dicho, por entero, que ni Esperanza la Cata con la que el difunto vivía, ni nadie, puede ya reclamar nada. Para hacerlo necesitaría ser su mujer ante la ley y Garabito se divorció de la suya por el treinta y dos, cuando podía hacerse. Pilete lo sabe. Se lo contó una tarde, antes de tocar retreta, en el patio de la prisión. Le dio detalles. Le dijo cómo Eduvigis Solís Cruz, de la que no había vuelto a saber, le pajareó la boda, y cómo a los cuarenta días de casados voló para regresar al cabo de los años para pedirle el divorcio al que él accedió porque Eduvigis le untó bien untado a cambio de firmar los papeles y dejarla libre para siempre. Mal puede ya reclamar. Ni el cadáver. Aunque estuviera allí mismo y no como le dijo Garabito que está, al otro lado del mar, en el Brasil de las Américas.

Cuando Juan el enterrador estima que ningún objeto queda ya sobre el cuerpo de Garabito, da un salto desde la caja de la camioneta, después de volver a tapar al difunto con la lona. Luego sigue los pasos del secretario que entra en el Juzgado seguido de la pareja de Civiles y de Pilete.

Algunos chicos, que han logrado burlar la vigilancia de los urbanos, cruzan la rotonda y tocan el guardabarro de la camioneta de Chico Mingo, y uno de ellos hasta se atreve a encaramarse sobre las ruedas traseras para mirar dentro de la caja. Los hombres van disgregándose ya tras les arreates para volver a la puerta de la taberna de Florencio o a su butaca de mimbre a la puerta del casino.