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Como todos los años, antes de empezar, el calibreo y el cigarro gibraltareño, en corro, alrededor de la terronera donde el Teniente asienta el trasero verdipardo de su uniforme de campaña mientras escucha y promete la asistencia a la caldereta que nunca tiene lugar, a la cacería otoñal que nunca llega a celebrarse.

– Sin tener hembra -dice otro de los hombres – por la querencia de una perra no deja de llegar el lobito, don Roque, por la querencia. Toscas y hurañas son las alimañas; pero para eso -la mirada del hombre queda fija un instante en la cabana de chamiza y caña de maíz de Rosarito – ya vale no tener entendimiento. Si aún teniendo mujer, a veces, no puede uno sufrirlo y busca aunque sea una escoba para variar… Que siendo alimañas y no teniendo ni el temor de Dios, ni una hembra siquiera para cumplir… figúrese.

El teniente prosigue fumando despacio sin contestar.

– ¿Qué, don Roque? – pregunta ahora Cristino el bodeguero-. ¿Cuándo le vendrá otro ascenso?. Aquí sabe que nos alegramos de sus cosas, siempre que el ascenso no sea para un traslado… que ya su miaja de cariño le debe haber cogido a la tierra y a la zona de su demarcación; que no habrá tropezado usted con gente, mejorando a sus familiares, como los medios serranos y los serranos de este lado de la provincia; que sabe que se le aprecia.

Don Roque se incorpora del terrón, tira el cigarrillo de "Jorge Russo", inicia un bostezo y toca las palmas para llamar a todos los hombres.

– Al lobito, al lobo – dice uno de los recién llegados acercándosele y dándole un golpe sobre la espalda-. Al lobito este año por el mes de difuntos; que ese puñetero no ha muerto y nadie mejor para dejarle seco que usted. Una buena batida y después una buena caldereta para celebrar el cobro de la pieza.

– Vamos a empezar ya – dice el Teniente sin hacerle caso, mientras prepara la aspiración para pronunciar el discurso de todos los años -. Comprueben una vez más – prosigue – la absoluta limpieza del arma que manejan, que prevendrá en caso necesario cualquier contingencia y defenderá – deja resbalar las palabras sílaba tras sílaba -la in-te-gri-dad, en un momento dado, de los hombres de orden de este pueblo español…

La arenga quiebra el silencio de la mañana limpia. El somatén forma en línea de fuego. El eco de los disparos hace evocar militares hazañas de guerrilla en los somatenes. El Teniente vuelve a sentarse de nuevo al borde de la terronera. Un bostezo se le engancha en la ramita de rastrojera con la que juega el amarillo de los dientes y el rojo sangriento de la lengua. Don Roque escupe luego y confronta su reloj con las campanadas de la torre del pueblo. Se incorpora y sacude con una varilla de fresno sus botos nuevos manchados de polvo, que no se debiera haber calzado – piensa – y que le estropearán el almuerzo en casa de doña Rosa Alcaide, viuda del Cuerpo. Se seca el sudor con el pañuelo. Los somatenes fusilan una y otra vez la barranca. Imagina el patio umbrío y lleno de frescura de la casa de doña Rosa, la palmera alta en mitad del cenador, el loro que lo recibirá olvidando su ascenso con un "Buenos días, señor brigada" que se le clavará en el alma y obligará a rectificar la graduación, entre risas, a doña Rosa o a su hermana: "Buenos días, señor Teniente, se dice, lorito ¿No ves las estrellas?". Pero el loro se obstinará, incapaz de creer en sus méritos para el empleo inmediato superior: "Buenos días, señor brigada. Jesús, José y María. Viva la Guardia Civil ".

Botas altas y lorito le fastidiarán la sobremesa, recostado sobre la hamaca de rejilla, hasta que pase a recogerle, al sol puesto, en la motocicleta con sidecar, el cabo de Parque Móvil. Botas altas que le cortarán la digestión; lorito que le sumergirá en sus recuerdos de suboficial, de sargento, de simple guardia con el mosquetón al costado y el caminar tendido a uñas de grillo o de chicharra en la carretera inacabable.

Algunos hombres han dejado de disparar, después de haber quemado los cartuchos reglamentarios, y se acercan otra vez al Teniente:

– Unos copetines de cerveza si que nos vamos a tomar en cuanto lleguemos al pueblo – dice uno -. De un buen copetín o de los que se tercien no hay quien le libre, don Roque. Es día señalado para que lo tapemos con una buena loncha de jamón curado que jqo se la salte un galgo. Si para el verdeo se dejara usted caer por el pueblo, si que lo íbamos a pasar en grande… Un dinero muy curioso se le va a sacar este año a la aceituna. Lo peor son los puñeteros jornales que vamos a tener que pagar, cosa a la que no hay derecho y a la que habría que poner coto como fuera: diez duros por hombre. Menos mal, Teniente, que uno tiene su mijita de picardía y no contrata más que mujeres y zagalones que con medio jornal se avian. ¡Ya ve usted, Teniente, que no son sino treinta aranzadas de olivar!. Sólo para el chaval que tengo y que me está estudiando en Madrid necesito de orden de los setenta y cinco billetes verdes cada año. Y es que uno también ha sido joven y se comprende que alguna vez el chicuelo quiera echar una cana al aire, que para eso tiene un padre que está de sol a sol cavilando con las cuentas y viéndole la forma de sacarle el máximo provecho a la hacienda…

Asomada a la puerta de su choza, Rosarito tiende la ropa sobre un ramal de olivo. Luego entra en la choza, acuna a su hijo y le habla con palabras tiernas, pequeñas, diciéndole que no se asuste de los disparos que le han despertado. Le canta:

Ferrocarril, camino llano. En el vapor se va mi hermano. Se va mi hermano, se va mi amor, se va la prenda que adoro yo.

Rosario sale luego de haber dejado dormido al pequeño y sigue lavando la ropa sobre un barreño. Los hombres del somatén miran de tarde en tarde para arriba y contemplan la mancha nacarada de su pierna. Casi todos han pasado con ella una noche antes de que le naciera el hijo; casi todos han cruzado el cañizal y la barbechera – que lleva a la choza desde la curva donde el ferrocarril toma la cuesta abajo de los Alcores – ocultándose entre las sombras como ladrón que va a robar, arrastrándose casi entre la corta retama, después de haber dicho a su mujer que va al casino y en el casino que va a la iglesia y al cura que no puede salir de su casa por sus muchas ocupaciones, para besar los rojos labios de Rosario.

También ella, después de secarse las manos en el delantal, mira hacia la hilera de hombres que dispara sobre la barranca, hacia el tricornio de hule del Teniente que brilla bajo el sol tibio, sueltas las greñas de sus cabellos, con la delantera alta del vestido de percal manchado de leche materna, y canta de nuevo, inconsciente, ingenuamente feliz por ser madre y tener un hijo sea de quien fuere:

Se va mi hermano, se va mi amor se va la prenda que adoro yo.

– Sino para el verdeo ni para la caldereta ni para la batida -dice Cristino el bodeguero al Teniente-, para las fiestas si que podía echar usted este año unos días con nosotros. Se trae a su mujer y a su hija y se viene a pasar una semana a mi casa, que sabe que siempre está abierta para lo que se le ofrezca. Se trae usted el traje de paisano, nada de uniforme ni de sombrero, y la noche que nos coja de hoja alquilamos un coche y nos vamos por ahí de folklore. Es cosa que me gustaría correr con usted, Teniente, una fiestecita a modo al estilo de la tierra, con un par de buenos cantaores, un guitarrero y alguna damisela de las cuatro letras.

* * *

– Entonces, ¿cuántos cacharros crees tú que fabrican de sol a sol? – pregunta Antonio el de Cristóbal.

– Puede que quinientos o seiscientos, puede que mil. Yo, como saberlo de fijo… Sólo sé decirte que los coches que salen de la factoría en una jornada no cabrían en cien plazas como las del pueblo una detrás de otra; que no cabrían siquiera en todas las plazas de toros juntas que hay en España, ni en todos los estadios.

– Que si no sabes tú el número diario de coches que salen habiendo estado trabajando allí…-contesta Antonio el de Cristóbal -no sé quién lo va a saber. Es lo mismo, verdad, Toto, que si no supiéramos nosotros los metros de regola que abrimos todos los días. O, como si, cuando tomamos el capachín para el verdeo, no supiéramos el número de fanegas más o menos que se ordeñan un día con otro.

Toto, con la cabeza baja, deja que Antonio y Eugenio discutan la producción diaria de la "Citroen"; pero cansado acaba por terciar dirigiéndose al hijo de Cristóbal el tuerto:

– ¿Y qué más le da a él que fabriquen diez coches o que fabriquen mil?. A él le ponen la "tela marinera”en las manos todas las semanas y ahorró tres mil pelotes en once meses después de venir maqueado como un señorito, que es lo que interesa.

– Si pregunto es porque me da la gana – dice Antonio-. Y tú no te metas.

– Pasa que eres un curioso que en todo quieres andar huroneando. Eso es lo que pasa.

Eugenio, camisolín rojo de nylon, pantalón vaquero, mocasines de becerro con lazos de seda, forro de pasaporte asomando por el bolsillo de pecho, cruzadas las piernas, sentado a la puerta de la taberna de Florencio, de vuelta de París con vacaciones pagadas, tras un año de ausencia, no entiende de estadísticas:

– Lo que yo sé – dice – es el cante mismo que Toto te ha apuntado; que he estado masticando carnecita once meses, un día con otro, y que vengo con quince verdes en la faltriquera.

– Que si tú pudieras echarme una mano para salir de aquí, para irme contigo, para huir de esto, siendo sólo verdad la mitad de lo que dices…

Eugenio fanfarronea sin hacer caso de las palabras de Antonio el de Cristóbal.

– Yo lo que puedo hacer – dice – es invitaros a otra caña de aguardiente. Allá perdí la costumbre de desayunar veneno. Ahora que si vosotros queréis…

– Si pudieras echarme una mano para salir… Nada más una mano…- insiste Antonio.

Toto toca las palmas para que Florencio se acerque a la mesa y vuelva a llenar las copas de aguardiente. Cuando Florencio llega y seca con una rodilla deshilachada la tapa de mármol del velador, le dice:

– Pon dos más que paga el franchute.

Eugenio descruza las piernas y sacude una imaginaría mota de polvo de su pantalón: