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Sobre el couché de las pastas del libro de Salgan cae una hebra de sol. Andrés procura mantener el hilo del relato lleno de arboladuras y bergantines, de mascarones de proa y de océanos como espejos; pero los ojos se le cierran en una morriña destemplada.

Mariquita atraviesa el jardín y sube la escalinata de ladrillos del porche camino del trajín doméstico.

Un gato maúlla sobre el templete de uralita del garaje. Luego da un salto y clava sus uñas en las alas azules de un grillo que bebe una molécula de agua del envés de una hoja del jazmín trepador. Es el murmullo de la última palpitación vital que percibe Andrés antes de quedarse dormido.

Todos los días, de vuelta de misa, al pasar ante la verja, doña Eduvigis saluda con la mano enjoyada y confusa la languidez de Andrés, somnoliento y paciente en su "chaise-longue" bajo el árbol de sombra.

A Andrés se le alegra el semblante. Si no tiene los ojos abiertos los abre al percibir el débil taconeo y contesta al saludo. Si la verja está encajada, doña Eduvigis se atreve a pisar el umbral. Empieza entonces un diálogo que Andrés contesta casi siempre con monosílabos:

– Tienes buenita cara; pronto te pondrás bueno.

– Si, señora.

– Te encomendaré a mi devoción, verás…

– Siempre solito. ¿Cómo estás?

– Bien…, mejor, señora. Muchas gracias.

– Cuando te pongas bueno vienes una tarde a merendar conmigo.

– Si, si, señora.

– ¿Me lo prometes?

– Claro.

Doña Eduvigis cruza ahora la calle camino de su casa. La blonda, dejada caer hacia atrás, le abufanda el cuello que se marchita con inútiles arrepentimientos carnales por la caridad ejercida va ya para seis años tras la liquidación – por balance espiritual – de media docena de prostíbulos. El traspaso le valió un par de millones y la retirada – bien asegurado porvenir terrenal y salvación eterna – a su casa de campo enclavada en la mejor parcela de la colonia veraniega, muy cerca de la Santa Eulalia de cerámica que preside la barriada, a la que no deja de rezar cada mañana, sin olvidar dejar caer sobre el cepillo un crujiente billete de menor cuantía.

No hay saludos. Al llegar a la verja lo encuentra dormido, vuelto de cara al tronco de la morera, el libro abandonado sobre el brazo de la tumbona, y continúa sin detenerse por la acera camino de su casa.

La casa de doña Eduvigis huele a terciopelo chamuscado y a almoneda, a orín de gatos y a bolitas de alcanfor. La balconada de piedra recamada de columnitas de mármol, arcos de medio punto y vidrieras emplomadas – bambalina añil, pintado telón de Romeo y Julieta – se asoma a un jardín descuidado donde sólo el romero mantiene su compostura.

Fuera del mobiliario, de los mantones de Manila, de los biombos chinescos, la casa deja transcurrir sus horas con recogimiento monjil. Y hay en el gesto de la servidumbre – una encargada de burdel y dos domésticas pueblerinas que desconocen el santo y seña, tronándole la retina relámpagos misteriosos de pasado formal y tristísimo al lado de marido calavera – un complemento a la seriedad puritana de Eduvigis Solís Cruz, divorciada hacia el treinta y tres de Germán García Reina y viuda espiritual de una porción de hombres ilustres por los que no deja de rezar cada día en sus intenciones particulares.

A veces, sin embargo, en la casa de doña Eduvigis salta una chispa de vida que quiebra su letargo endémico: una sola palabra aviva el recuerdo de tiempos floridos; una frase sin intención de las domésticas, cualquier equívoco. Y entonces, rueda por las alfombras, repiquetea en las vitrinas repletas de abanicos y se estrella en el ventanal, la risa, lúbrica aún, acompañada de dorados postizos vocales de la señora y de la Solé, la última y más fiel encargada al servicio del amor de treinta años de tapado, entretenimiento, prostíbulo, cita veloz y alcahuetería arrabalera.

Ya en el poyo, ante la cancela de su casa, doña Eduvigis sonríe dulcemente. Y luego, dentro del jardín, su sonrisa se transforma en sonora carcajada que hace temblar las cuentas de su rosario de azabache enroscado con maestría en la mano que tanto supo de caricias.

Solé sale a recibirla con la bata larga de casa, y las dos juntas, riendo sin saber por qué, pasan al "hall" para comentar las incidencias del día recién inaugurado: los veraneantes que han dejado de asistir a misa, la plática del párroco, el gesto adusto y "peligroso" de los hombres en paro en la puerta de la taberna, el polvo seco, amarillo y espeso que cubre las calles del pueblo por mora del arreglo del alcantarillado y la conducción de agua, el calor, los grados centígrados que marca a la sombra el termómetro en la fachada de la botica.

– Vas a sacarme la butaca de rejilla a la galería y me vas a hacer una palomita de anís – dice la dueña -. Este calor me pone los nervios de punta. El día menos pensado vendemos la casa y nos vamos a vivir al Norte. Es algo que no acabaré resistiendo mucho tiempo.

Solé entra en el cuarto de estar, saca un abanico rojo y azul con periquitos y guacamayos, y abanica a doña Eduvigis que suspira mientras se despincha los alfileres de la blonda y se desabrocha la negra botonadura de su escote.

* * *

La carretera, serpentea en la cuesta arriba y corta el reprise del taxi que corona en segunda uno y otro alcor. A derecha e izquierda, los olivos sobre los bancales rojos de la servidumbre serrana. De tarde en tarde, una casa encalada; la casilla de un peón caminero con su parra trepadora en el porche, un zócalo de añil y unos niños que juegan desnudos junto al portal al lado de una mujer que zurce unos calcetines, junto a una bicicleta apoyada en el quicio, y un hombre encorvado sobre la pequeña parcela de su huertín sembrado entre la linde del latifundio y la carretera: en la estrecha zona de los caminos pecuarios.

– Debiera ser al contrario – dice el taxista-, pero mientras más subimos más calor hace. Puede que por estos predios refresque de noche, pero yo, qué quiere que le diga, si tuviera cuartos para veranear, me iba a una playa. No hay cosa como la mar. No sé si es porque serví en la Armada y me ha quedado la querencia. Que sea muy cómodo esto de tener una casa cerca de la ciudad no se lo discuto, y puede que ir y venir todos los días tenga sus ventajas si se posee un vehículo propio. Usted con seguridad que tendrá aquí en la sierra a la familia.

Viaja con el taxista en el asiento delantero del coche, pero no contesta. Ofrece al chofer un cigarrillo, -Me va a perdonar, pero no fumo tabaco rubio – dice el taxista -. Se lo agradezco igual.

– No conocía yo esta parte -dice de pronto-. Vengo -aclara después de dudarlo unos instantes- a visitar a unos amigos, a echar el día fuera.

– Para un día si que se puede resistir, y si los amigos tienen piscina y se puede dar usted un baño, encantado. Ahora que, por lo que dicen, todo el que tenía por aquí una casa con una buena piscina se la ha alquilado a los americanos. Lo sé porque a veces subo a alguno que se le ha averiado el coche. Calculo que por lo menos hay un centenar de ellos. Para esos si que ya vale el veraneo aquí. No pudiendo abandonar la Base y teniendo la facultad de poder ir y venir todos los días… y es que, aunque haga calor por el día, aquí arriba de noche refresca, ya le digo. No es lo mismo dormir abajo encajonado en una habitación que oír el canto de los grillos. Nada más se quita el sol comienza a correr la brisa. De noche ya podrá uno aquí al menos echar las patas por el aire y sentarse en el jardín a tomar el fresco. Ya quisiera yo, a pesar de lo que le he dicho antes, y por mucho que me guste el mar, tener uno de estos chalecitos de marra que, como todo en esta vida tiene su historia, porque resulta que, ahí como usted los ve, la mayoría fueron hechos para la gente del pueblo. Pasa que luego hubo sus más y sus menos, porque los pobres pelentrines no tenían con qué comprarlo, aunque les dieron cincuenta años para pagarlos y se vendieron a cualquiera que los solicitara a pesar de pertenecer a "Viviendas Protegidas". Hubo gente que compró hasta cuatro en hilera, y nada más que con la renta de los veranos vive todo el año como un pachá. Una buena inversión. Cosas que pasan. Abogados, médicos y comerciantes los tiene usted a docenas. Menos pelentrines hay de todo en la Colonia. Viviendas Protegidas. Un decir como otro cualquiera. Cosas que pasarán mientras el mundo sea mundo.

La masa verdinegra de los olivos queda atrás. La campiña se abre a uno y otro lado de la tierra calma, de las cuadriculadas hazas donde junto al algodón crecen las plantas de verano.

Huele a flor de romero y a jazmín cuando el taxi enfila el último kilómetro. Quedan atrás el transformador eléctrico y el cementerio. La carretera se ensancha y a uno y otro lado de la calzada se levantan ya los chalets de la Colonia.

– Si se queda aquí esta noche, verá cómo me dará la razón – dice el chofer.

La palabra noche se le clava electrizante, aterida de incertidumbres, terrible de gritos. Noche de la que quisiera estar ya de vuelta, de la que no quisiera oír hablar siquiera.

– ¿Nos quedamos en la Colonia, o vamos directamente al pueblo? -pregunta ahora el taxista.

– Será mejor que lleguemos hasta el pueblo – contesta.

Deslizándose por el asfalto, perfecta la compresión, el taxi atraviesa la Colonia y se detiene en la puerta de la taberna de Florencio, junto al bordillo del acerado donde los hombres esperan inútilmente el jornal que no llega.

Da al chofer cinco duros de propina, aunque sabe que no le quedan sino otros cinco después de haber pagado el viaje. Luego se pone derecho el nudo de la corbata, se estira los puños de la camisa, mira de refilón la puntera brillante de sus zapatos y entra en la taberna de Florencio. Con un gesto preciso levanta dos dedos de la mano izquierda para llamar al tabernero y, cuando Florencio se acerca pide un doble de ginebra. Más tarde, enciende un cigarrillo y rechaza el vaso de agua de seltz que Florencio pone junto a la copa, sobre el mostrador.

El taxista da la vuelta en la calle para salir por el mismo camino por donde ha entrado. Al llegar a la altura de la taberna de Florencio levanta la mano para saludar al viajero que, con la copa de ginebra en alto, contempla distraídamente los azulejos de la paredilla del mostrador, los grandes carteles de toros, las cazoletillas de latón llenas de café dispuestas ordenadamente sobre la barra.

– ¿Aquí habrá algún sitio donde almorzar, alguna fonda? – pregunta el viajero a Florencio,