Yrsa Sigurðardóttir
Ladrón De Almas
Þóra y Matthew, 2
© 2006, Yrsa Sigurðardóttir
© Título originaclass="underline" Sér grefur gröf
© 2006, de la traducción: Enrique Bernárdez
Febrero, 1945
La niña notó cómo el frío le iba subiendo por la pierna y serpenteaba por su espalda. Intentó acomodarse en el asiento delantero para poder mirar mejor hacia el exterior. Se concentró en escudriñar el blanco paisaje nevado pero no distinguió ser vivo alguno. Hace demasiado frío fuera, pensó, con ganas de salir del coche y volver a entrar en casa. Pero, al mismo tiempo, no se atrevía a decir nada. Una lágrima se deslizó por su mejilla mientras el hombre que estaba sentado a su lado se esforzaba por poner el coche en marcha. Ella apretó los labios y apartó los ojos de él, para que no viera la lágrima. Se enfadaría mucho. Miró la casa junto al coche e intentó encontrar con los ojos a la otra chica, pero el único ser vivo que se veía era Snúður, el perro. Estaba acostado, durmiendo, en las escaleras de la puerta de la calle. Se puso en pie de repente y la miró fijamente. Ella le dirigió una débil sonrisa. El perro volvió a tumbarse y cerró los ojos.
El coche se puso en marcha con una sacudida, y el hombre se irguió en su asiento.
– Ya era hora -dijo con una voz profunda y áspera, y abandonó el lugar en el que estaba aparcado. Miró un instante a la niña, que se había vuelto de espaldas-. Bueno, vamos a hacer un viajecito. -La niña se vio zarandeada en su asiento cuando abandonaron el abrupto y desolado camino que conducía a la casa-. Procura sentarte bien -le advirtió el hombre sin mirarla.
El coche alcanzó por fin la carretera. Ambos guardaron silencio durante un buen rato. La pequeña iba mirando por la ventana con la esperanza de ver algún caballo, pero por todas partes reinaba un idéntico vacío. De pronto, su corazón dio un brinco al darse cuenta de lo que pasaba.
– ¿Vamos a mi casa? -preguntó con un hilo de voz y los ojos muy abiertos.
– Podríamos decir que sí.
La niña se estiró más para observar mejor el paisaje que se deslizaba ante sus ojos. Por delante estaba el terreno conocido, a lo lejos se veía el promontorio rocoso que su madre decía que era una ogresa convertida en piedra. Se inclinó hacia delante, para ver mejor. Encima de una diminuta colina apareció un coche que se dirigía hacia ellos. El hombre se acomodó en el asiento y le ordenó que se agachara. Lo hizo sin vacilar, pues ya estaba habituada a esconderse. Sin duda el hombre pensaba lo mismo que solía decir el abuelo, que el ejército no había traído nada bueno. Su madre le había dicho en voz baja que los militares eran unos hombres normales, lo mismo que el abuelo. Sólo que más jóvenes. Y más guapos. «Como tú». La niña recordaba la bonita sonrisa que le había dirigido su madre al decirlo.
La chiquilla oyó el ruido del otro coche al aproximarse, que fue aumentando progresivamente hasta que los dos vehículos se cruzaron, y luego disminuyó a medida que se alejaba de nuevo. Volvió a acomodarse en el asiento.
– Puedes sentarte recta -dijo el conductor, y ella se irguió-. ¿Sabes cuántos años tienes?
– Cuatro -respondió ella, esforzándose por vocalizar bien, como le había enseñado su abuelo.
El hombre rezongó algo.
– Estás bastante enclenque para tener cuatro años. -La niña no comprendió la palabra pero pudo percibir que no debía de ser nada bueno. No respondió. Silencio-. ¿Quieres volver a ver a tu mamá?
La chiquilla abrió mucho los ojos y miró al hombre. ¿Iban a ver a su madre? Aquella idea la hizo sentirse mejor. Asintió enérgicamente con la cabeza.
– Ya me lo imaginaba -replicó el hombre, con la mirada fija en la carretera-. La verás más tarde.
La niña ya no sentía el frío en los muslos. Ahora todo volvería a ir bien. Torcieron por un camino que ella conocía perfectamente. Vio su granja y sonrió por primera vez en mucho tiempo. El coche se fue acercando lentamente hasta detenerse. La niña miró encantada hacia la imponente casona. Había algo que parecía solitario y triste. No había luces ni salía humo por la chimenea.
– ¿Está mamá aquí? -preguntó extrañada. Notó algo raro desde que había visto a su madre acostada en la cama del dormitorio en casa del hombre. Enferma. Igual que había pasado con el abuelo. Estaba enferma, y nadie parecía querer ayudarla, sólo ella. A lo mejor su madre había vuelto a casa, la noche en que desapareció de la cama. ¿Pero por qué la había dejado con aquel hombre? Ella no podía haber hecho algo así.
– Tu mamá no está aquí, exactamente. Pero la verás. Podréis estar juntas todo el tiempo. -En sus labios apareció una media sonrisa que hizo desaparecer la alegría de la pequeña, que ni siquiera se atrevió a preguntar. El hombre abrió la portezuela del coche y salió. Pasó por delante del morro del coche y le abrió la otra puerta-. Ven. Tienes que hacer un viajecito antes de poder ver a tu madre. -La niña salió del coche con mucho cuidado. Miró a su alrededor con la esperanza de ver a alguien, o algo, que pudiera confortarla, pero no encontró nada.
El hombre se inclinó y tomó la mano de la niña, cubierta con unas manoplas.
– Ven, voy a enseñarte una cosa.
La agarró de la mano, de modo que la niña tuvo que correr para seguirle el paso. Se dirigieron a la parte trasera de la casa, hacia los establos, de donde surgía un hedor horrible, que iba aumentando a medida que se acercaban a la vaquería. La chiquilla tenía ganas de taparse la nariz con la mano, pero no se atrevió. El hombre hizo una mueca que indicaba con toda claridad que también él notaba aquella pestilencia. Cuando llegaron a la puerta del establo, el hombre dio un rodeo al edificio para mirar por una ventana. La niña era demasiado pequeña para imitarle. El hombre se apartó del establo y se cubrió la boca con la mano. La chiquilla esperaba que no les hubiera pasado nada malo a las vacas. Se dio cuenta de que no se oía ruido alguno en el establo. Probablemente estarían durmiendo. El hombre se la llevó otra vez, a rastras.
– Qué asquerosidad -dijo. Se alejaron un trecho del establo hasta que el hombre se detuvo y miró la capa de nieve. Aflojó su presión sobre la mano de la niña-. ¿Dónde demonios estaba? -farfulló, irritado, arañando la nieve con los zapatos.
La niña permaneció inmóvil mientras el hombre seguía excavando a su alrededor. Ya no se sentía contenta. Mamá no estaba allí. No podía estar debajo de la nieve. Estaba enferma. Hizo un puchero y le preguntó al hombre a media voz:
– ¿Dónde está mamá?
– Está con Dios -respondió él sin dejar de escarbar.
– ¿Con Dios? -preguntó Kristín, aturdida-. ¿Y qué está haciendo allí?
El hombre dejó escapar un gruñido.
– Está muerta. Cuando uno se muere se va con Dios.
La niña no sabía lo que significaba aquello. Nunca había visto a nadie que estuviera muerto.
– Dios es bueno, ¿verdad? -No estaba segura de por qué le preguntaba aquello al hombre. Sabía perfectamente la respuesta. Su mamá y su abuelo se lo habían dicho muchas veces. Dios era bueno. Buenísimo-. ¿Volverá después de estar en casa de Dios? -preguntó esperanzada.
El hombre soltó un grito de alegría y dejó de escarbar.
– Aquí está. Por fin. -Se inclinó y se puso a quitar la nieve del suelo con sus manos enguantadas-. No, nadie vuelve de la casa de Dios. Tendrás que ir tú también si quieres ver a tu madre.
La niña se puso rígida. ¿Qué quería decir? Observó cómo el hombre despejaba la trampilla de hierro que estaba en medio del patio, donde su madre le tenía prohibido jugar. ¿Estaría Dios allí abajo?
El hombre se estiró antes de inclinarse hacia el suelo y abrir el pesado portillo. Echó una mirada a la niña y sonrió de nuevo. Ella habría preferido que no lo hiciera. Le hizo señas para que se acercara. Vacilante, la pequeña se dirigió hacia él, y hacia el gran agujero negro que había aparecido debajo de la trampilla.