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– ¡La playa! ¿Estás en la playa? -Sóley suspiró-. ¿Por qué no puedo estar contigo? Tengo muchísimas ganas de ir a la playa.

Þóra se mordió el dorso de la mano por haber mencionado la playa. Como vivían cerca del mar, ni siquiera se le había ocurrido pensar que una playa pudiera llamarle la atención.

– Ay, cariño, sabes que tienes que pasar el fin de semana con papá. A lo mejor podemos venir aquí juntas este verano.

– ¿Con la caravana? -preguntó Sóley entusiasmada.

Þóra suspiró para sus adentros.

– A lo mejor. Ya veremos. -No conocía nada más horrible que conducir con aquel trasto a remolque, y ni siquiera había aprendido aún a dar marcha atrás. Los escasos viajes que habían hecho con la caravana los había organizado de tal forma que no había tenido necesidad de dar marcha atrás-. Ahora pon la tele, porque acaba de empezar el programa infantil. Papá y Gylfi se despertarán enseguida. ¿Vale?

– Vale -dijo Sóley con voz muy mustia-. Adiós.

– Adiós, cariño. Te echo de menos -se despidió Þóra, y colgó. Se quedó un rato mirando el teléfono, preguntándose cómo había llegado a aquella situación. Su matrimonio se había ido al garete relativamente pronto, pero ella se había obstinado en no reconocerlo, impidiendo así un final decente. Durante once años todo había transcurrido más o menos normal, pero el final del camino había llegado rápidamente muy poco después. Hannes y ella se separaron año y medio más tarde. Ella sentía ciertos remordimientos de conciencia al ver a los niños siempre de un lado a otro, y de que tuvieran dos casas. Pero no había mucho que se pudiera hacer al respecto, y jamás volvería con Hannes, aunque fuera campeón mundial en dar marcha atrás con una caravana. Se levantó de la cama, se quitó de encima aquellos opresivos pensamientos y se metió en la ducha. Después se vistió con unos vaqueros, unas deportivas y un gastado jersey con capucha, preparada para bajar a cualquier sótano polvoriento. Al mirarse en el gran espejo, comprobó que sólo le faltaba la mascarilla de motonieve para ponerse a atracar bancos como Dios manda.

En el comedor la esperaba un bufé de desayuno muy bien surtido. Þóra no estaba acostumbrada a comer mucho por las mañanas, pero todo estaba tan bien presentado y resultaba tan apetitoso que no pudo resistirse, y llenó un plato grande con huevos revueltos, beicon y pan tostado. También se decidió por algunas frutas para darle un toquecito de color. La dieta que se había impuesto había quedado definitivamente olvidada. En el restaurante estaban ocupadas la mitad de las mesas. Þóra sintió curiosidad por saber qué clase de gente se alojaba en un hotel como aquél, que no sólo era carísimo sino que encima ofrecía todos aquellos elementos new age. No consiguió descubrir ninguna característica peculiar en los huéspedes. Eran de todas las edades y de distintas nacionalidades, aunque la mayoría parecían islandeses.

En tres de las mesas había personas solas, como Þóra: dos hombres, uno joven y el otro anciano, y una mujer de mediana edad. Þóra supuso que todos debían de ser compatriotas. El hombre mayor parecía fuera de lugar entre los huéspedes. Þóra imaginó que sería abogado o inspector de hacienda. La mujer parecía encajar todavía menos, tan silenciosa y con un aspecto tan triste, con los ojos clavados en la taza de café que tenía ante ella sobre la mesa. En el plato había un montón de comida que no parecía haber tocado. Aquella mujer tenía un aspecto tan penoso que Þóra no pudo evitar sentir compasión por ella. El joven, en cambio, era como una parte más del entorno y Þóra dejó que sus ojos se detuvieran en él. Lo hizo única y exclusivamente porque era guapísimo, moreno, bronceado, y con todo el aspecto de practicar culturismo de competición sin necesidad de esteroides. Þóra sonrió para sí, nostálgica, pero cambió el gesto en cuanto el joven miró hacia ella y le devolvió la sonrisa. Avergonzada, se bebió el café de un sorbo y se puso en pie. El muchacho hizo lo mismo. Llevaba una pierna vendada, y agarró una muleta que tenía apoyada sobre la silla de al lado. Se dirigió cojeando detrás de ella hacia la salida.

– ¿Eres islandesa? -oyó Þóra que decían detrás de ella.

Þóra se dio la vuelta y vio que, a corta distancia, el joven no era, en absoluto, más feo que de lejos.

– ¿Yo? Sí, claro -respondió ella, deseando no ir vestida de atracadora de bancos-. ¿Y tú? -añadió con una sonrisa.

Él devolvió la sonrisa y le tendió la mano.

– No, yo soy chino, interesado por la lengua islandesa. Me llamo Teitur.

– Þóra. -Aferró la mano que le tendía el joven.

– Tienes que ser recién llegada -dijo él, mirándola directamente a los ojos-. Si no, me habría dado cuenta de que estabas por aquí.

«Así que ésas tenemos», pensó Þóra, aunque sin dejar traslucir nada.

– Llegué ayer. ¿Y tú? ¿Llevas mucho aquí?

El joven volvió a sonreír.

– Una semana.

– ¿Y te gusta? -preguntó Þóra como una tonta. Siempre se comportaba de una forma un tanto patosa en la relación con el sexo opuesto, sobre todo si se trataba de hombres más jóvenes que ella.

Levantó las cejas con gesto alegre.

– Ah, sí. Esto es estupendo. Estoy realizando una especie de viaje de trabajo y de placer, y me parece estupendo poder unir las dos cosas. Con la excepción de esto. -Se apoyó en la muleta y levantó la pierna enyesada.

– Oh -dijo Þóra-. ¿Qué te ha sucedido?

– Me caí de un caballo como un auténtico burro -respondió-. Puedo con todo lo que hay aquí excepto con los paseos a caballo. En realidad no me caí, el caballo se desbocó y me tiró al suelo. Y así me torcí el tobillo, aunque puedo considerarme afortunado de que gracias a ello pueda librarme de los caballos antes de que las cosas fueran a peor. Mantente lo más alejada que puedas de ellos.

Þóra sonrió.

– No te preocupes. No pienso ni remotamente acercarme por allí. -Þóra se dedicaría a los trineos tirados por perros antes que a hacer una excursión a caballo-. Has dicho que estabas trabajando. ¿A qué te dedicas? -preguntó, más que nada, por mera curiosidad. No le parecía muy probable que aquél fuera un lugar muy cómodo para trabajar, excepto si el hombre era escritor.

– Soy corredor de bolsa. Un trabajo bastante estresante, pero que tiene la gran ventaja de que se puede practicar en cualquier sitio donde estés, lo único que hace falta es un ordenador y una conexión a Internet. ¿Y tú? ¿Qué haces?

– Soy abogada -explicó Þóra, afirmando con la cabeza como para asegurarse de que la creyera. Dios mío, que poco refinada era a veces.

– Bueno -dijo Teitur-. Oye, ¿qué te parece si te enseño la zona? Después de la semana que llevo aquí, me conozco hasta el último rincón.

Þóra le sonrió. Dudaba de que, en sólo una semana, se hubiera podido convertir en un especialista en aquel lugar, Además, el joven no parecía capaz de pasear mucho con un solo pie.

– ¿Quién sabe? Ya veremos.

– Estoy más o menos libre -dijo Teitur sonriente-. No tienes más que darme un toque.

Þóra le devolvió la sonrisa y se despidió. En aquel momento, iba a dedicarse a algo muy distinto que a pasear tan contenta por los alrededores en compañía de aquel hombre tan guapo: tenía que encerrarse en un sótano polvoriento a ver viejas fotos. Por muy despacio que pudiera caminar el chico. Pues sí.

* * *

La mayor parte de los órganos internos de la muerta reposaban en las bandejas metálicas. El cerebro estaba en una, los pulmones en otra mayor, el hígado en la tercera y así sucesivamente. El bufé de la muerte, que hacía ya mucho tiempo que había dejado de incomodar a Gauti. Sin embargo, tuvo que rebobinar su pasado hacia atrás muchos años para recordar un cadáver tan maltratado como aquél. Confiaba en que la mujer hubiera muerto rápidamente, o que hubiera perdido la consciencia antes de que le hicieran todo aquello.