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– Hola, ¿no me recuerdas?

– Sí, sí, claro que sí. Estás alojada aquí. Una amiga de Jónas.

– Exacto. -Þóra sonrió amistosa-. Oye, ayer mencionaste algo sobre unas viejas historias acerca de este lugar, y dijiste que en otro momento me las contarías. ¿Tienes tiempo ahora?

La muchacha torció el gesto pero consiguió no mirar a Þóra a los ojos.

– Tengo que volver al trabajo.

– A Jónas le parecerá bien. Estoy intentando ayudarle, y aunque pueda parecer improbable, puede ser que esas historias sobre este lugar me faciliten las cosas para hacerlo. -Þóra esperaba que aquello funcionara.

La muchacha se removió en el sitio, incómoda, pero se encogió de hombros con indiferencia.

– Vale. A mí me da completamente igual.

– Magnífico -exclamó Þóra-. ¿Te parece que entremos? -El tiempo seguía un tanto desapacible aunque la niebla se hubiera despejado un poco. En realidad, era como si sólo hubiera subido unos cuantos metros, porque aún se veía únicamente la parte más baja de los montes cercanos

La muchacha volvió a encogerse de hombros.

– Vale. Como te he dicho, a mí me da igual. -Se puso en marcha y Þóra la siguió. Entraron por la puerta destinada a los empleados y desembocaron en una gran cocina que seguramente servía al restaurante. Allí, Sóldís se sentó al lado de una mesita de cocina destinada a los empleados y le hizo una seña a Þóra para que hiciera lo mismo. Extendió la mano hacia un termo de considerable tamaño y agarró dos tazas de un enorme montón de tazas y vasos que estaban en un extremo de la mesa.

– Yo me crié aquí, y mi abuela me contó toda clase de historias sobre la comarca. Trols y todo eso, ya sabes. La mayor parte son simples tonterías, pero algunas tienen una base verdadera, por lo que me contó -explicó Sóldís, dándole a Þóra una humeante taza de café.

Þóra asintió.

– ¿Como qué? -Alargó el brazo hacia un pequeño cartón de leche y vertió unas gotitas en su café.

– Bueno, como lo de estas tierras de aquí. Mi abuela me dijo que sobre ellas pesa una maldición.

– ¿Una maldición? -Þóra no pudo evitar enarcar las cejas con un gesto de sorpresa.

– En otros tiempos, este malpaís era conocido por sus expósitos. Las mujeres de la región que no podían mantener a sus hijos se los llevaban y los abandonaban aquí. -Miró a Þóra y se estremeció-. Horrible. La gente todavía puede oírlos. Más aún, yo misma los he oído.

Þóra tuvo que hacer lo posible por no atragantarse con el café. Se inclinó para acercarse a ella.

– ¿Me estás diciendo que has oído el llanto de un niño, o de varios niños, que fueron abandonados en la lava hace cientos de años? -preguntó.

Sóldís miró a Þóra con gesto pensativo.

– No soy la única que lo ha hecho, créeme. Casi todo el mundo de por aquí ha oído el llanto. Incluso ha sucedido hace poco. Nunca lo había oído hasta que empecé a trabajar aquí.

– ¿Y cómo es posible? -preguntó Þóra.

– Eso no lo sé. Mi abuela me dijo que pasa y luego llega un momento en que deja de suceder. Ella recordaba historias de un llanto espantoso que salía de aquí mismo, en los años cuarenta. Uno de los granjeros vino a intentar averiguar qué era, porque pensaba que sería un niño de carne y hueso, y llegó a oírlo llorar débilmente justo a su lado, pero no pudo encontrarlo por ningún lado. Se fue pitando a su casa y nunca se atrevió a acercarse a esta granja otra vez. Mi abuela me contó que poco después terminó la guerra y quizá los niños abandonados lo notaron y estaban manifestando su alegría. O su furia. A lo mejor está a punto de pasar algo malo. Claro, o algo bueno, también puede ser.

Þóra llamaba a aquello rezar a Dios y al diablo. Estaba claro que siempre pasan cosas y, en consecuencia, siempre hay algo a punto de suceder. Da igual que sea bueno o malo. Por esa regla de tres siempre se podría explicar por qué volvían a llorar los niños abandonados, los expósitos. No era de extrañar que las apariciones del fantasma se hubiesen extendido como el fuego entre los empleados, pues la explicación servía tanto para un roto como para un descosido.

– ¿Has visto algún expósito? -preguntó Þóra-. ¿O alguna otra cosa en el hotel?

– No, por Dios -exclamó Sóldís-. Afortunadamente no. Son espantosos. A lo mejor hasta me volvía loca al verlos, compréndeme.

– Tranquila -dijo Þóra, maternalmente-. Esa historia de que el malpaís era un sitio habitual para abandonar a los niños… ¿la conoce todo el mundo?

– Sí, desde luego -respondió Sóldís-. Se dice que ningún niño de aquí ha llegado a adulto. Todos lo saben. -Vio que Þóra tenía dificultades para digerir aquello-. Mira en el cementerio. Mira las lápidas. Verás que no es ningún bulo.

Þóra pensó involuntariamente en la foto de la niña muerta, Edda Grímsdóttir.

– Digamos entonces que la aparición del fantasma está relacionada con los expósitos -dijo Þóra-. ¿Cómo explicas la aparición que vio Jónas, y también otros más, según tengo entendido? Ese fantasma no era un bebé.

– Ese espectro no es un niño abandonado -afirmó Sóldis-. Podría haber sido la madre de alguno de los niños, condenada a buscarlo hasta el fin de los tiempos. O quizá sea el fantasma de la vieja errante.

– ¿El fantasma de la vieja errante? -repitió Þóra sin comprender nada en absoluto-. ¿Así que hay otros fantasmas en la región, no sólo los de los niños abandonados?

– Sí-respondió Sóldís-. Un montón. Pero los niños abandonados y el espectro de la vieja errante son los únicos que conozco que son exactamente de estas tierras. Esa historia sucedió aquí, pero antes de que se construyeran las dos granjas, cuando aquí había un perchel.

– ¿Un perchel? -preguntó Þóra.

– Bueno, esas chabolas de pescadores. Marinos y demás -respondió Sóldís-. Un montón de trabajadores, sabes. Marineros, en realidad.

– ¿Y qué tiene que ver eso con el encantamiento? -preguntó Þóra cautelosa.

– Muchísimo -dijo la chica de sopetón-. Mi abuela me dijo que los percheleros de allí mataron a una mujer errante y encima utilizaron su carne como carnada.

– ¿Como carnada? -dijo Þóra con una mueca.

– Sí, carnada -repitió la chica, feliz con su reacción-. Con ella pescaban estupendamente y decidieron no volver a tierra, sino seguir remando en la oscuridad, para pescar más. Cuando la noche los envolvió del todo, el bote volcó. Sólo se salvó uno de los hombres, el que se había opuesto a todo aquello. Explicó que el barco había sido volcado desde abajo, ya sabes, como si hubiera en el mar algo que lo hizo zozobrar, y él creyó siempre que había sido el espectro de la mujer.

– Ya -dijo Þóra extrañada-. ¿Y es ése el fantasma? ¿La mujer que utilizaron como carnada?

Sóldís negó con la cabeza.

– También podría ser el espectro de uno de los pescadores a los que mató, porque los cuerpos de los otros marineros fueron arrojados a la costa y seguramente fueran condenados a vagar por aquí. -Se inclinó hacia Þóra en plan confidencial-. ¿Y sabes una cosa?

– No. ¿Qué? -preguntó Þóra.

– Los cuerpos llegaron a la playa que acaba de registrar la policía. Donde han encontrado el cadáver -Sóldís se irguió.

– ¿Cómo sabes que la policía ha estado allí? -preguntó Þóra.

Sóldís miró desconcertada a Þóra.

– Conozco a todo el mundo. Una prima mía me llamó por teléfono y me lo contó. ¿Crees que la gente no se da cuenta de que la policía anda investigando?

– Claro, claro -replicó Þóra-. Claro que se dan cuenta. -Reflexionó un instante-. Pero esos marineros eran hombres, imagino. ¿En este sitio no hay ninguna historia sobre el fantasma de un niño? ¿De una niña, más exactamente?

Sóldís hizo memoria con gesto pensativo.

– ¿Quieres decir, el fantasma del que habla la gente del hotel?

– Sí, eso es -respondió Þóra esperanzada-. ¿Qué opinas de ese fantasma? ¿Tu abuela te contó algo sobre él?