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– Ésta me pareció más apropiada que la de vulvas artificiales. -Sonrió y continuó-: La única persona que tenía una caja vacía era la sexóloga. Perdona.

A Þóra le había llevado la mayor parte de la mañana revisar el resto de los trastos del sótano y reunir lo que le pareció más interesante. Se quedó únicamente con los documentos viejos, cartas y fotos, y dejó el resto: tazas, un reloj, candelabros y otros objetos decorativos. Los papeles que no tenían relación directa con el caso quedaron también en su sitio, en las tinieblas de las cajas, pero se llevó todas las fotos, independientemente de lo que representaba cada una, pues nunca se podía saber lo que podía aparecer después de estudiarlas con mejor luz. No resultaron ser muchas, pero una de ellas atrajo especialmente su atención: una imagen, en un bonito marco antiguo, de la muchacha que Þóra estaba convencida que era la chica de la vieja granja, Guðný Bjarnadóttir. Aparecía sentada sobre las rodillas, encima de la hierba, sonriendo, hermosa y jovial, al fotógrafo. Llevaba puesta una blusa blanca de cuello ancho, sujeta con una larga cinta que bajaba desde el cuello. Aquella blusa mostraba, de alguna forma inexplicable, que se trataba de una chica, no de una mujer joven. Þóra estaba más o menos segura de que la sensación que quería provocar con aquella prenda debía de ser muy distinta. Colocó la foto en la mesilla de noche al lado de la cama. Le llevó largo tiempo equilibrarla, porque el soporte que tenía pegado a la parte trasera del marco no había resistido bien el almacenaje. La miró un momento y deseó de todo corazón que lo que le había dicho Sóldís sobre el incesto en la granja fuera una simple invención. De otro modo, aquélla sería, muy probablemente, la víctima.

Las tripas de Þóra hicieron ruido. Miró el reloj y vio que ya era la una. Llamó a la recepción y le dijeron que la cocina estaba abierta hasta la una y media, así que tenía que darse prisa. Se lavó las manos a todo correr y se cepilló un poco el cabello desordenado. Su estancia en el sótano no había favorecido precisamente su aspecto, pero no quiso cambiarse aquellas ropas polvorientas para poder llegar al comedor antes de que cerraran. Siempre se podría poner de punta en blanco para la cena, pensó al salir.

En el salón sólo había un huésped cuando entró Þóra. Era un hombre mayor, el que ella había pensado en el desayuno que debía de ser inspector de hacienda o abogado. No la miró ni dio señal alguna de que tuviera intención de saludarla. Estaba absorto, mirando tristemente por la ventana y no pareció darse cuenta de que en el comedor, los comensales se habían duplicado con la llegada de Þóra. ¿De qué conocía a aquel hombre? Þóra eligió una mesa bastante distanciada de la suya. No había hecho más que sentarse cuando un joven con sonrisa fingida apareció de la nada y le entregó el menú. Þóra le dio las gracias y pidió agua con gas para empezar. Mientras el camarero iba a buscarla, leyó el menú de mediodía y eligió una tortilla con ensalada verde. Según la descripción, la ensalada incluía diente de león y acedera, y la curiosidad la impulsó a elegir aquel plato. El camarero apareció con la bebida en el momento en que ella volvía a dejar la carta sobre la mesa, y alabó su elección cuando ella le dijo lo que deseaba. Þóra sospechaba que habría hecho lo mismo aunque hubiera elegido una chuleta de cerdo cruda, si hubiera habido algo similar en el menú. No parecía precisamente sincero.

– ¿Se sabe algo más del hallazgo del cadáver? -preguntó mientras el camarero le servía agua en el vaso. Éste se sobresaltó, dejando caer un poco de agua sobre el mantel.

– Ay, perdón. Mira que soy torpe -se disculpó mientras agarraba una servilleta de la mesa vecina.

– No pasa nada -respondió Þóra con una sonrisa-. No es más que agua. -Esperó a que terminara de secar la mancha-. Pero ¿se sabe algo?

El camarero arrugó la servilleta entre las manos y se movió inquieto.

– Dios mío, es de lo más incómodo. En realidad, no sé qué debo decir y qué no. El dueño se reunirá con nosotros dentro de un rato y nos indicará exactamente lo que podemos decir a los clientes. No queremos dar pábulo a historias que puedan provocarles un estrés innecesario. La gente viene aquí a descansar.

– Yo no soy un huésped corriente. Puede decirme lo que hay. Trabajo para Jónas. Soy su abogada. Así que lo que me mueve no es la mera curiosidad.

El camarero parecía escéptico.

– Ah. Comprendo. -Obviamente no comprendía del todo, porque no dijo nada más.

– ¿Así que no sabe nada más del asunto? ¿Ya se sabe quién era?

– No, oficialmente no. Pero todo el mundo dice que se trata de Birna, la arquitecta. -Se encogió de hombros-. Pero todo son rumores, y bien puede ser que al final se trate de otra persona.

– ¿La conocía usted? -preguntó Þóra.

– Un poco -respondió el camarero con gesto impenetrable-. Estaba mucho aquí, y uno no podía evitar tener trato con ella.

– No parece que le resultara demasiado simpática. -Þóra bebió un sorbo de agua y notó cómo el polvo del sótano que se le había quedado en la boca bajaba con el líquido.

Resultaba evidente que el camarero ya se había cansado de aquella conversación.

– Tengo que llevar el pedido a la cocina. El cocinero se enfadará si tiene que seguir aquí después de la una y media. -Le sonrió-. A decir verdad, no la aguantaba. Era una mala bruja y eso no cambia aunque esté muerta. Era una bruja. -Se marchó.

Þóra miró su espalda hasta que desapareció en la cocina con el pedido. Estaba claro que no todos estaban de acuerdo con Jónas en que Birna fuera una persona de honor. Si se trataba de Birna.

* * *

Después del almuerzo, Þóra regresó a la habitación. No había logrado sacarle nada más al camarero, excepto que se llamaba Jökull. Y había acabado comiendo sola en el salón, porque poco después de que el camarero desapareciera con su pedido, el anciano se había levantado y había abandonado la sala sin prestarle la más mínima atención. En cambio, Þóra le había mirado mientras se marchaba, y no pudo evitar la sensación de que había algo conocido en el rostro de aquel hombre. Pero no conseguía recordar de quién se trataba. Podía haber sido cualquiera, un conductor de autobús de los tiempos de su infancia, o cualquier otro, pero siguió teniendo la sensación de que lo conocía.

Comprendió que lo más juicioso sería dedicarse a estudiar a fondo el contenido de la caja, o ponerse a leer la agenda de Birna, pero la tentación de darse una ducha era demasiado fuerte: quitarse de encima el polvo del sótano, y luego tumbarse un ratito a descansar. La siesta era un placer que podía practicar en muy pocas ocasiones. En casa siempre tenía mucho que hacer y la cama no era tan atractiva ni tan mullida, ni estaba tan bien hecha ni era tan estupenda. No renunció a ninguna de las dos cosas.

* * *

Þóra dio un respingo. Había puesto la alarma del móvil para que la despertara una hora después, pero no había sonado. Miró extrañada a su alrededor, pero sólo cuando llamaron a la puerta volvió realmente en sí. Se puso el albornoz que había utilizado tras la ducha y dijo en voz alta:

– ¿Quién es? -Nadie respondió, pero volvieron a golpear la puerta. Se acercó a la puerta. La entreabrió y asomó la cabeza-. ¿Sí?

– Hola, cariño -saludó Matthew-. ¿No me dejas entrar?

Þóra se maldijo a sí misma por no haberse pintado, por tener el pelo mojado y, además, por haber dormido con el pelo sin secar. Se pasó la mano por la cabeza en un fallido intento de dominar los enmarañados rizos.