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– Venga, hombre -dijo Þóra-. Ya queda poco. Déjame hablar un momentito con Sóley, cariño. -No se atrevía a decir nada en favor del karaoke de su padre.

– Habla con ella pero no te alargues mucho. Tengo que llamar a Sigga. Antes se puso el teléfono en la barriga para que el niño me mandara un SMS con sus pataditas.

– ¿Ah, sí? -dijo Þóra, que ya no se asombraba por nada-. ¿Y qué escribió?

– jt -respondió Gylfi orgulloso. Le pasó el teléfono a su hermana sin más preámbulos, y una vocecita gritó:

– ¡Mami, hola, mami!

– Hola, ratoncito -saludó Þóra-. ¿Te lo pasas bien?

– Sí, sí, muy bien. Pero tengo ganas de estar en casa contigo. Papá y Gylfi siempre están peleándose.

– Ya queda poco, cariño. Tengo muchísimas ganas de que volvamos a estar juntos los tres. Dile hola a tu padre de mi parte, nos vemos mañana. -Þóra se despidió. Cerró el teléfono y se lo pasó a Matthew.

– No entendí ni una palabra -dijo éste, volviendo a meter el teléfono en el bolsillo de la americana-. ¿Piensas hablarme en islandés luego? ¿En la cama?

– Claro que sí, corderito mío -dijo Þóra lo más cariñosamente que pudo, y levantó un pie del suelo para ponerlo en un lugar mucho más cálido. El vino blanco estaba empezando a hacerle efecto-. ¿No te alegras, al menos, de que no lleve zapatos de tacón?

* * *

Rósa estaba junto a la cocina colando café al estilo antiguo. No necesitaba estar muy pendiente y dejó vagar sus pensamientos, pero, por desgracia, su mente iba demasiado rápido y lo único que consiguió fue desencadenar ideas aún más negras sobre todas las cosas que ella no podía cambiar. Hizo un esfuerzo por pensar en su corderito, Stubbur, y lo fuerte que había chupado el biberón aquella mañana, pero aquella tierna visión se disipó enseguida. En su lugar, se interpuso el recuerdo de la vuelta a casa de Bergur la noche anterior, y el gesto que tenía cuando le habló del cadáver que había encontrado en la playa. Ella intentó alejar aquella imagen, obligándose a pensar en la inminente visita de su hermano. Seguramente, serviría para alegrar la vida doméstica, porque era un hombre muy simpático y siempre estaba de broma. No cabía la menor duda de que les vendría estupendamente, la casa era tan silenciosa que los desconocidos debían de pensar que ella y su marido eran mudos. Sonrió triste e irónica ante semejante idea. Como si por allí pasara algún desconocido. A aquella casa no iban ni siquiera los conocidos. Sólo a los parientes más próximos se les pasaba por la cabeza ir de visita. Era lógico. La gente no visitaba un lugar donde incluso las plantas de las macetas se habían vuelto tan tristonas como ellos dos.

Rósa suspiró. No tenía ni una amiga íntima a la que recurrir cuando necesitaba consejo. Bergur era desdichado porque vivía con ella y no la quería. Y ella también era desdichada porque vivía con él y le quería, sin que su amor se viera correspondido. No sabía exactamente cuándo había dejado de quererla, si hubiera podido hablarse de amor alguna vez, pero recordaba bien cuándo empezó a quererle ella a él. El día en que se conocieron. Aún podía recordar lo guapo que era y tan distinto a los demás jóvenes que había tratado hasta entonces. Había llegado a la comarca para ayudar en los trabajos de primavera en las granjas, y en un abrir y cerrar de ojos la había embrujado hasta la médula. Trabajaron juntos, ensangrentados hasta los codos en la época de nacimiento de los corderos, y su fascinación fue creciendo a medida que descubría, a lo largo de sus conversaciones, lo culto que era el joven y cuánto sabía de todo. Además, él hablaba con mucho más cuidado que el resto de la gente, y seguía haciéndolo. Aquello le daba un cierto aire cosmopolita, aunque nunca hubiera puesto un pie fuera de la región. En esa época, y en realidad todavía hoy, ella se sentía como una palurda a su lado. Siempre había sabido que no le llegaba a la suela de los zapatos. Llegaría el momento en que se marcharía, y aquello la llenaba de una tristeza y un pesar que contribuían a asfixiar aún más su relación. ¿Qué fue primero, el huevo, o la gallina?

Uf. Se estremeció ligeramente y se maldijo a sí misma por su cobardía y su autocompasión. Notó el aroma del café ascender hasta su nariz y sólo con ello se sintió mejor. Quizá vinieran tiempos mejores, con las flores llenando los prados. Fue a buscar el bizcocho y un cuchillo para cortarlo. Bergur estaba a punto de llegar y quería tenerlo todo dispuesto para cuando apareciera en casa, cansado de las labores de la tarde. Estaba arreglando el techo del granero, que estaba lleno de goteras, y ella sabía perfectamente que aquel trabajo no le gustaba nada y le resultaba muy difícil. Estaba claro que no era precisamente un manitas. Pero a ella le daba igual. No era su destreza en el trabajo lo que la atraía de él.

Había echado a cocer la última morcilla congelada que quedaba del otoño anterior, y unas patatas. Pensándolo bien, no era una cena excesivamente apetecible, y por eso se le ocurrió alegrar un poco la existencia ofreciéndole a su marido un bizcocho. Miró el puchero y vio que el hervor estaba subiendo. De pronto, una lágrima empezó a correr por su rostro. Maldita zorra del demonio. Se secó la lágrima, sorbió por la nariz y blandió el cuchillo. Maldita zorra del demonio. Él pertenecía a otra, ¿eso no significaba nada para ella? La tapa del puchero tintineó, y Rósa dio un respingo. Sonrió brevemente al tiempo que la levantaba y bajaba el fuego.

Maldita zorra del demonio muerta. Muerta, muerta, zorra muerta. Rósa recuperó el buen humor y amenazó al bizcocho con el cuchillo. Muerta, y muy pronto enterrada. Ella no había oído de nadie que abandonara a su esposa por una zorra muerta.

* * *

Matthew se sentó en la cama. Estaba sediento y se preguntó si había sido la sed lo que le había despertado, o algo procedente del exterior. Sonrió para sí ante aquella tontería cuando se dio cuenta que desde el otro lado de la ventana abierta no llegaba otra cosa que silencio. Bostezó y se levantó con todo cuidado para no despertar a Þóra. Le resultó un tanto complicado, porque ella había conseguido, de una forma admirable, ocupar tanto espacio en la cama que él se las vio y se las deseó para no caer encima de ella al salir. Fue al baño y dejó correr el agua mientras sostenía un vaso. Lo había puesto debajo del chorro cuando llegó a sus oídos un sonido extraño. Cerró el grifo inmediatamente y aguzó el oído. Era el llanto lastimero de un niño. Matthew salió receloso del baño e intentó identificar la procedencia del sonido. Éste cesó de pronto y él levantó las cejas, extrañado. Quizá en el hotel había huéspedes con un niño que no podía dormir. Tenía que ser eso. Sonrió por su sandez y fue hacia la ventana para cerrarla mejor. Þóra prefería tenerla abierta de par en par, pero la habitación se había quedado ya bastante fría. No estaba habituado a dormir con tanto frío.

Cuando estaba colocando el cierre de la ventana, el llanto volvió a comenzar. Ahora no cabía duda de que llegaba de fuera. Matthew abrió más la cortina y observó atentamente la clara noche. No vio nada y el ruido cesó otra vez, tan de repente como la primera vez. Esperó largo rato junto a la ventana por si volvía a oírse, pero no sucedió nada y finalmente regresó a la cama, tan seguro de que había oído un llanto como de que ese llanto no procedía de ningún niño del más allá.

Capítulo 12

Los dos japoneses, padre e hijo, eran tan exageradamente corteses que Þóra se sintió como un camionero borracho en su presencia. Hizo todo lo posible por comportarse debidamente, habló despacio, se movió sin brusquedades y evitó gestos y muecas, pero no lo consiguió. Matthew seguramente lo haría mejor, y Þóra empezó a sospechar que su experiencia en el banco alemán podría venir estupendamente. De modo que hizo una pausa en la conversación y dejó que fuera él quien hablara con los japoneses. Les habían abordado a la entrada del hotel cuando volvían del breve paseo que, según Vigdís, acostumbraban a dar todas las mañanas. Ahora estaban sentados en unas sillas de madera instaladas delante del hotel, gozando del excepcional sol.