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Eiríkur notó que su hombro tocaba la pared y extendió hacia ella la mano con el anillo. Empezó a raspar el revestimiento, pero, en ese mismo instante, el caballo resopló al oír el chirrido del anillo rasgando la pared. Eiríkur vio con horror cómo la bestia dirigía sus ojos pardos hacia él y relinchaba. Se apresuró todo lo que pudo para grabar en la pared, pero sin atreverse a apartar los ojos de aquella bestia enfurecida. El caballo agitó sus patas delanteras, giró luego sus cuartos traseros hacia Eiríkur y le golpeó. Lo único que pasó por la mente del hombre fue si la pareja conseguiría descubrir al asesino. Si hubiera tenido un poco más de tiempo… Nadie entendería aquello. Un ruido espantoso surgió del semental y Eiríkur se cubrió la cabeza con la mano casi instintivamente.

Pero, en realidad, era algo tan inútil como creer que habría alguien capaz de leer lo que había escrito en la pared:

RER

Capítulo 18

– El potro es de mi mujer. A mí no me gustan mucho los caballos -dijo Bergur mirando al suelo. Þórólfur se inclinó sobre la vieja mesa de la cocina, procurando no meter la manga de la chaqueta en la mancha de café que se formó cuando Bergur se llenó la taza con mano temblorosa.

– ¿Y qué estaba usted haciendo ahí dentro? Si tan poco le gustan los caballos, según acaba de decir.

– Les damos de comer por la tarde. Yo me encargo de eso -respondió Bergur sin levantar los ojos-. Para eso no hace falta tener afición a los caballos.

Þórólfur había aprendido muchas cosas a lo largo de los años pasados en la policía, y una de ellas era que podía fiarse de sus propias intuiciones acerca de las personas a las que interrogaba. Tenía una clara sensación de que el hombre inclinado delante de él tenía algo que ocultar. Sólo Dios sabía lo que era, pero Þórólfur se propuso averiguarlo.

– No, desde luego que no -asintió, y empezó a preguntar apuntando bien-: ¿Cómo siguen teniendo el caballo en la cuadra, en vez de libre en el campo? Por lo que sé, eso no es nada habitual en junio.

– Alquilamos caballos -respondió Bergur-. En realidad es mi mujer la que se ocupa de los animales y yo echo una mano en lo que es necesario. Me encargo de alimentarles y poco más. -Bergur se mordisqueó una uña de la mano izquierda-. En realidad, ese semental está aquí de paso, apareció por aquí.

Þórólfur anotó algo en su cuaderno y cuando hubo terminado levantó la vista.

– ¿Cómo se dio cuenta de que había algo que no iba como debía?

Bergur se encogió de hombros.

– No sé la hora con exactitud, si es a eso a lo que se refiere. No llevo ni reloj ni móvil. -Señaló con el dedo el teléfono móvil de Þórólfur, que estaba en medio de ambos, sobre la mesa-. Pero sí que está claro que lo vi muy poco después de entrar en la caballeriza. -Bergur calló y tragó saliva ruidosamente.

– Ah, ya -dijo Þórólfur como si entendiera-. ¿Cómo se dio cuenta tan rápidamente? Esa cuadra está en el otro extremo del edificio. ¿Había algún motivo especial para que fuera directamente hasta allí?

Bergur volvió a tragar con esfuerzo.

– Siempre empiezo dándole al macho. Es medio salvaje todavía y es impetuoso y molesto. Y está siempre a la expectativa mientras estoy yo dentro. Si le doy primero a él, se queda tranquilo mientras atiendo a las otras caballerías.

– Comprendo -dijo Þórólfur-. Está en la cuadra más grande, la que tiene las paredes más altas. ¿Me equivoco? -Bergur asintió con la cabeza sin decir una palabra y Þórólfur continuó-: ¿Y eso por qué? ¿Es porque ese caballo es, cómo dijo usted, impetuoso y molesto?

– No, no exactamente. Los machos sin castrar siempre se encierran mejor que los demás. Así se evita que puedan acercarse a los demás caballos… eso podría tener pésimas consecuencias.

– ¿De modo que el semental en cuestión quizá no era especial? -preguntó Þórólfur-. Quiero decir, ¿todos son iguales, los demás caballos siempre les tienen miedo a este tipo de animales?

– Sí, los sementales son más agresivos que los castrados y que las yeguas -respondió Bergur en voz baja-. Pero ese potro en particular es más fiero de lo habitual. Puedo asegurarlo casi sin ninguna duda, aunque no soy especialista en estos temas.

– Perfecto -dijo Þórólfur sin referirse a nada en particular-. Y al ir usted, como acaba de decir, directamente hasta el corral…

– La cuadra -interrumpió Bergur.

– A la cuadra, entonces -se corrigió Þórólfur un poco molesto-, al momento ve que hay un hombre en el suelo, ¿no?

– Sí, así es -respondió Bergur-. Me resulta tan inverosímil que no me es fácil explicarlo en detalle.

– Inténtelo, de todos modos -alentó Þórólfur.

– Creo que antes que nada vi al zorro, luego al hombre. Recuerdo que vi sangre en las tablas y primero pensé que el caballo se había hecho daño. Luego vi al zorro y pensé que la sangre era suya, pero luego… -Bergur jadeó apresuradamente mientras intentaba controlarse-. Fue horroroso. Estaba allí tumbado y pensé si estaría vivo, pero cuando me incliné para ver mejor comprendí enseguida que tenía que estar muerto. -Respiró hondo y repitió-: Fue horroroso. Y aquellos pies. Dios mío.

– ¿De modo que uno no se acostumbra a estas cosas? -preguntó Þórólfur, dando un golpecito en el borde de la mesa.

Bergur levantó la vista, extrañado, y con gesto de miedo.

– ¿Cómo?

– Es el segundo cadáver que se encuentra usted por casualidad en pocos días. Pensaba que sería menos malo la segunda vez, quizá -dijo Þórólfur-. Resulta una casualidad bastante sorprendente, ¿no cree?

– Yo no decido qué cosas me voy a encontrar -replicó Bergur con voz apagada-. Nunca me habría imaginado que volvería a vivir algo parecido, ojalá no me hubiera pasado a mí. Ninguna de las dos veces. -Levantó los ojos y miró a Þórólfur a la cara-. Yo no tengo nada que ver con esto, si eso es lo que cree usted.

– No, no. Quizá no. Pero no deja de ser curioso -señaló Þórólfur, devolviendo la mirada de Bergur con expresión decidida.

– Tiene que haber sido un accidente -dijo Bergur en tono dolorido-. ¿Sospechan de alguien?

– ¿Cómo explicaría usted un accidente así? -preguntó Þórólfur.

– Bueno, no sé -dijo Bergur, que reflexionó por unos momentos-. Quizá fue ese cazador de zorros quien trajo al animal. O quizá fue por alguna otra cosa aún más rara.

– ¿Qué quiere decir, con «más rara»?

– Ha habido casos de hombres que entran en los establos para aliviar sus necesidades. Quizá ese hombre entró para eso -respondió Bergur, ruborizándose un poco.

– Pero entonces habría llevado una banqueta, o una caja, o algo a lo que subirse, ¿no? ¿Y cómo encaja el zorro en todo esto? ¿Y los alfileres? -preguntó Þórólfur con gesto duro-. Esas explicaciones suyas son demasiado rebuscadas.

Bergur se incorporó y se sentó con la espalda bien estirada.

– No soy yo quien investiga el caso. Usted me preguntó y yo le he respondido. No tengo ni idea de cómo llegó ahí ese hombre. Sólo sé que yo no tengo nada que ver.

– Muy bien, pero es su establo…

– Caballeriza. Los establos son para las vacas -dijo Bergur, irritado. Enseguida se le disipó la ira y añadió, ya más calmado-: No estoy seguro de querer seguir hablando de esto por ahora. Aún no tengo superado este horror. -Bajó la cabeza y volvió a mirar el suelo.

– Enseguida terminamos -anunció Þórólfur, su voz no mostraba el menor asomo de simpatía hacia el hombre que estaba sentado delante de él-. He visto que hay un rifle en esa pared. ¿Es suyo?

– Sí -dijo Bergur-. Es mío. Dudo mucho que encuentre por estas tierras un solo granjero que no tenga un rifle. -Levantó la mirada enfadado-. A ese hombre no lo mataron a tiros. ¿A qué viene esa pregunta?

Þórólfur sonrió con fingida inocencia.

– No, pero al zorro sí que le pegaron un tiro, si no me equivoco. ¿Mató usted al zorro?

Bergur pellizcó el borde del mantel de plástico coloreado de la mesa.

– No. O sí. No lo sé.

– ¿Cómo? -preguntó Þórólfur extrañado-. ¿Puede explicármelo mejor? No estoy seguro de haberle entendido bien. ¿No sabe si fue usted quien le pegó un tiro a ese zorro?

Bergur dejó de juguetear con el mantel y miró a Þórólfur.

– Mato a los zorros en cuanto los veo. Tenemos una zona de puesta de eideres, y no podemos permitirnos el lujo de dejar que ande por ahí una alimaña suelta. Pero resulta que hace varios meses que no le disparo a ninguno, con la excepción de un día en que se me escapó uno. Le alcancé, porque encontré sangre y algunos jirones de pelo, pero no conseguí hallar el cadáver por ningún sitio. Pesé que había escapado vivo, pero ¿quién sabe? A lo mejor aquel zorro es éste.

– Sí, quién sabe -dudó Þórólfur-. Tal vez nos lo pueda explicar más detenidamente y, por supuesto, hay muchísimas cosas más que necesitaremos repasar mejor.

– Ahora no puedo -dijo Bergur claramente molesto con la idea-. Sencillamente, no puedo.

– No tiene importancia -dijo Þórólfur, poniéndose las manos abiertas sobre los muslos-. Sólo dos cosas más para terminar y ya volveremos a hablar más tarde. En primer lugar… ¿la caballeriza suele estar habitualmente abierta, o cerrada con llave? En segundo lugar… ¿conocía usted al difunto?, ¿pudo reconocerle?

Bergur no levantó la mirada.

– Nunca cerramos la caballeriza con llave. Hasta ahora jamás ha sido necesario. -Levantó los ojos y los clavó cansinamente en Þórólfur-. No tengo ni idea de si conocía o no a ese hombre. Podría ser cualquiera… ya vio lo desfigurado que estaba.

– Tiene toda la razón -dijo Þórólfur, disponiéndose a levantarse-. Ay, perdone, una cosa más, la última.

Bergur miró al hombre con gesto de resignación.

– ¿Qué es?

– Encontramos algo escrito en una pared de la cuadra, más exactamente, algo grabado. Eran unas letras y estuvimos dándole vueltas a si llevarían allí mucho tiempo o si serían algo reciente.

– ¿Unas letras? -preguntó Bergur con extrañeza-. No recuerdo que hubiera allí ninguna letra grabada. ¿Qué ponía?

– Bueno, creo que era R-E-R. ¿Le dice eso algo?

Bergur sacudió la cabeza.

– Nada. No lo he visto nunca, y no sé qué puede significar. -A juzgar por su gesto, parecía responder con total sinceridad. Pero Þórólfur no pudo evitar la sensación de que Bergur tenía algo que ocultar. ¿Pero qué?