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– ¿Cómo explicaría usted un accidente así? -preguntó Þórólfur.

– Bueno, no sé -dijo Bergur, que reflexionó por unos momentos-. Quizá fue ese cazador de zorros quien trajo al animal. O quizá fue por alguna otra cosa aún más rara.

– ¿Qué quiere decir, con «más rara»?

– Ha habido casos de hombres que entran en los establos para aliviar sus necesidades. Quizá ese hombre entró para eso -respondió Bergur, ruborizándose un poco.

– Pero entonces habría llevado una banqueta, o una caja, o algo a lo que subirse, ¿no? ¿Y cómo encaja el zorro en todo esto? ¿Y los alfileres? -preguntó Þórólfur con gesto duro-. Esas explicaciones suyas son demasiado rebuscadas.

Bergur se incorporó y se sentó con la espalda bien estirada.

– No soy yo quien investiga el caso. Usted me preguntó y yo le he respondido. No tengo ni idea de cómo llegó ahí ese hombre. Sólo sé que yo no tengo nada que ver.

– Muy bien, pero es su establo…

– Caballeriza. Los establos son para las vacas -dijo Bergur, irritado. Enseguida se le disipó la ira y añadió, ya más calmado-: No estoy seguro de querer seguir hablando de esto por ahora. Aún no tengo superado este horror. -Bajó la cabeza y volvió a mirar el suelo.

– Enseguida terminamos -anunció Þórólfur, su voz no mostraba el menor asomo de simpatía hacia el hombre que estaba sentado delante de él-. He visto que hay un rifle en esa pared. ¿Es suyo?

– Sí -dijo Bergur-. Es mío. Dudo mucho que encuentre por estas tierras un solo granjero que no tenga un rifle. -Levantó la mirada enfadado-. A ese hombre no lo mataron a tiros. ¿A qué viene esa pregunta?

Þórólfur sonrió con fingida inocencia.

– No, pero al zorro sí que le pegaron un tiro, si no me equivoco. ¿Mató usted al zorro?

Bergur pellizcó el borde del mantel de plástico coloreado de la mesa.

– No. O sí. No lo sé.

– ¿Cómo? -preguntó Þórólfur extrañado-. ¿Puede explicármelo mejor? No estoy seguro de haberle entendido bien. ¿No sabe si fue usted quien le pegó un tiro a ese zorro?

Bergur dejó de juguetear con el mantel y miró a Þórólfur.

– Mato a los zorros en cuanto los veo. Tenemos una zona de puesta de eideres, y no podemos permitirnos el lujo de dejar que ande por ahí una alimaña suelta. Pero resulta que hace varios meses que no le disparo a ninguno, con la excepción de un día en que se me escapó uno. Le alcancé, porque encontré sangre y algunos jirones de pelo, pero no conseguí hallar el cadáver por ningún sitio. Pesé que había escapado vivo, pero ¿quién sabe? A lo mejor aquel zorro es éste.

– Sí, quién sabe -dudó Þórólfur-. Tal vez nos lo pueda explicar más detenidamente y, por supuesto, hay muchísimas cosas más que necesitaremos repasar mejor.

– Ahora no puedo -dijo Bergur claramente molesto con la idea-. Sencillamente, no puedo.

– No tiene importancia -dijo Þórólfur, poniéndose las manos abiertas sobre los muslos-. Sólo dos cosas más para terminar y ya volveremos a hablar más tarde. En primer lugar… ¿la caballeriza suele estar habitualmente abierta, o cerrada con llave? En segundo lugar… ¿conocía usted al difunto?, ¿pudo reconocerle?

Bergur no levantó la mirada.

– Nunca cerramos la caballeriza con llave. Hasta ahora jamás ha sido necesario. -Levantó los ojos y los clavó cansinamente en Þórólfur-. No tengo ni idea de si conocía o no a ese hombre. Podría ser cualquiera… ya vio lo desfigurado que estaba.

– Tiene toda la razón -dijo Þórólfur, disponiéndose a levantarse-. Ay, perdone, una cosa más, la última.

Bergur miró al hombre con gesto de resignación.

– ¿Qué es?

– Encontramos algo escrito en una pared de la cuadra, más exactamente, algo grabado. Eran unas letras y estuvimos dándole vueltas a si llevarían allí mucho tiempo o si serían algo reciente.

– ¿Unas letras? -preguntó Bergur con extrañeza-. No recuerdo que hubiera allí ninguna letra grabada. ¿Qué ponía?

– Bueno, creo que era R-E-R. ¿Le dice eso algo?

Bergur sacudió la cabeza.

– Nada. No lo he visto nunca, y no sé qué puede significar. -A juzgar por su gesto, parecía responder con total sinceridad. Pero Þórólfur no pudo evitar la sensación de que Bergur tenía algo que ocultar. ¿Pero qué?

* * *

– Si no tuviera tanta hambre, propondría que siguiéramos buscando -dijo Matthew mientras abría la puerta del restaurante para dejar pasar a Þóra. Aquel local estaba especializado en comida vegetariana y pese a la burda traducción de Þóra de toda clase de recortes de periódico enmarcados que había en la ventana, alabando la excelencia del lugar, Matthew no estaba demasiado ilusionado.

– La cerveza es vegetal -dijo Þóra, enviándole una sonrisa-. O está hecha con vegetales, por lo menos.

Matthew sacudió la cabeza, escandalizado.

– No sé qué información tendrás sobre la cerveza, pero créeme, estás equivocada. -Entró tras ella-. La cerveza es, si acaso, de cereales.

– Cereales… vegetales -dijo Þóra mientras le hacía señas a un camarero para que les diera una mesa-. No hay diferencia-. Descubrió una mujer a la que reconoció, sentada en la barra. Le dio un codazo a Matthew-. Esa mujer trabaja en el hotel. Quizá deberíamos charlar un poco con ella.

– Yo no me acerco a esa barra a menos que me den una carta y que pueda pedir desde allí -declaró Matthew-. Y con la condición de que den galletitas.-De acuerdo -asintió Þóra, sonriéndole al camarero que llegaba en aquel mismo instante-. Nos apetece empezar en la barra, si no hay problema -le dijo-. Pero tenemos bastante hambre, así que preferiríamos que nos trajera ya la carta. -Entraron en el bar, que era pequeño en relación con el tamaño del local, y Þóra se sentó en un taburete alto al lado de la mujer. No había más que cuatro asientos, y Matthew se instaló junto a Þóra, justo delante de un pequeño cuenco con frutos secos.

– Hola -saludó la abogada, inclinándose para que la mujer le viera la cara-. ¿No te conozco del hotel? ¿Del de Jónas?

Saltaba a la vista que la mujer ya había bebido demasiado. Delante de ella había un vaso de lo más rococó lleno de un cóctel de venenoso color verde, y a su lado descansaban varias varillas rojas, todas coronadas por una pequeña cereza de cristal. La mujer necesitó un poco de tiempo para hacerse cargo de la pregunta, y aprovechó para controlar unos ojos que parecían nadar dentro de unas grandes órbitas pintadas. Cuando empezó a hablar, no sonaba en absoluto tan borracha como Þóra había pensado.

– Espera, ¿te conozco? -preguntó con voz considerablemente potente.

– No, no nos conocemos, pero te he visto. Me llamo Þóra y estoy haciendo un trabajito para Jónas. -Þóra extendió su mano.

El apretón de manos de la mujer fue bastante flojo.

– Ah, sí, es verdad. Ahora te recuerdo. Yo soy Stefanía, asesora sexual.

En el fondo, Þóra se quedó asombrada, pero no se atrevió a dejar traslucir ningún gesto. Estaba bastante segura de que a la mujer no le gustaría en absoluto.

– Ah, vaya. ¿Tienes mucho trabajo? -preguntó.

La mujer se encogió de hombros y bebió un sorbito de cóctel.

– A veces sí. A veces no. -Dejó el vaso y se pasó la lengua por los labios pintados de rojo-. Jónas se empeña en que todo llegará. Pero, a decir verdad, esto ha empezado de una forma demasiado tranquila.

– No me digas -dijo Þóra compasiva-. Pero, por lo demás, ¿es agradable trabajar allí? Es un lugar con un encanto muy especial.

La mujer resopló mientras hacía una mueca.

– Pues no, no es agradable. -Miró a Þóra y se esforzó por mirarla a los ojos.

– ¿Lo dices por las apariciones del fantasma? -preguntó Þóra-. ¿Te preocupa eso?

Stefanía negó enérgicamente con la cabeza.

– No, por suerte nunca estoy allí de noche. Yo no he percibido ningún fantasma, porque sólo aparecen en el turno de noche. Nunca he oído hablar de apariciones que asusten a la gente durante el día. -Se echó hacia atrás un mechón de pelo que le había caído sobre un ojo-. No, mi problema en ese bendito centro de trabajo son las mujeres. -Suspiró profundamente-. Las mujeres siempre son un fastidio. El sitio sería estupendo si sólo trabajaran hombres. -Soltó un hipo-. Y yo, claro.