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– Sí, claro -dijo Þóra-. Pero ¿qué mujeres son esas que tan insoportables te resultan? No he conocido a muchas, pero sí que he charlado con Vigdís de recepción.

– Vigdís, dichosa Vigdís -murmuró Stefanía-. Es un bicho.

– Ah -exclamó Þóra extrañada-. Naturalmente, yo no la conozco, pero parece buena chica. A lo mejor me equivoco.

– Da lo mismo -dijo Stefanía irritada-. Por lo menos, a mí no me aguanta, aunque yo nunca le he hecho absolutamente nada. -Miró preocupada a Þóra y añadió-: He estado analizando el asunto y ya sé qué es lo que le pasa. -Hizo un silencio breve pero teatral-. Me tiene un miedo cerval… miedo sexual. -Miró triunfante a Þóra.

– ¿Y eso? -preguntó Þóra sin comprender-. ¿Tiene miedo a que la violes?

Stefanía se echó a reír. Su risa era ligera y sin afectación, completamente distinta a la persona misma.

– No, tonta. Como mujer, su temor primigenio va dirigido hacia las mujeres que son más atractivas que ella. -Sonrió de una forma empalagosa-. No hace falta tener rayos X en los ojos para darse cuenta de que yo soy sexualmente mucho más atractiva que ella. -Bebió un trago-. Siempre llego a la misma conclusión. Conozco a esa clase de gente como la palma de mi mano.

Matthew le dio un tironcito de la manga a Þóra.

– ¿Podríamos pedir algo? Yo ya he elegido y te recuerdo que soy capaz de asesinar cuando el hambre me acucia.

Þóra miró el vacío cuenco de las almendras.

– No importa, llama al camarero y pide tú. -Iba a darse la vuelta hacia Stefanía, pero Matthew la detuvo.

– ¿Y tú? ¿Tú, qué quieres comer? -Matthew señaló la carta, que le puso a Þóra delante de la cara, y que ella ni siquiera se dignó mirar.

– Cualquier cosa -respondió Þóra-. Pídeme algo. -Se dio la vuelta hacia Stefanía y Matthew hizo señas al camarero-. Hablando de mujeres -siguió-, ¿conocías a Birna, la arquitecta?

El gesto de Stefanía cambió como si le hubieran dado un bofetón. Se encogió y, en una fracción de segundo, Þóra notó cómo se le descomponía el rostro.

– Dios mío santísimo -dijo Stefanía, que parecía tener un nudo en la garganta-. Es espantoso.

– Desde luego -asintió Þóra-. ¿Ella no era una de esas mujeres tan fastidiosas?

– No, en absoluto. Era un cielo -afirmó Stefanía. Echó un largo trago, hasta vaciar el vaso. Después quitó la varilla con la cereza, se la metió en la boca y la chupó un momento. Luego la dejó con todo cuidado en el borde de la barra, junto a las demás-. Estoy tan afectada por todo esto, que ya no sé qué me pasa. -Miró a Þóra-. No tengo costumbre de venir por aquí los domingos por la tarde. Aunque vivo cerca.

– Comprendo -dijo Þóra, que no comprendía nada en absoluto-. Parece que tú conocías muy bien a Birna, ¿tienes alguna idea de quien habría podido albergar malos deseos hacia ella?

Stefanía levantó el vaso vacío y lo movió formando un pequeño anillo. Las pocas gotas que quedaban cayeron hasta el fondo.

– Sí, tengo una idea -dijo con tranquilidad.

– ¿Sí? -Þóra no pudo ocultar su excitación-. ¿De quién se trata?

Stefanía miró a Þóra.

– Estoy atada por un juramento de silencio. Los sexólogos somos como los médicos en ese aspecto. Y como los abogados.

Þóra procuró no echarse a reír con la comparación. Aunque tampoco resultaba tan absurda: a Bragi, su socio y copropietario del bufete, no le vendría nada mal aproximarse a las fronteras de la asesoría sexual cuando tenía entre manos uno de sus pleitos de divorcio.

– Yo soy abogada, y esa norma tiene sus excepciones. El bien general, por ejemplo.

Stefanía reflexionó un momento, pero sólo un momento.

– Si eres abogada, entonces puedo hablarte a ti del asunto, ¿verdad? Pero no son más que nombres, y no se los dirás a nadie. Aquí no se ve afectado ese bien general.

Þóra no podía creer que hubiera tenido tanta suerte. Había contado con una larga sesión en la barra, pendiente de que Stefanía se emborrachara lo suficiente para olvidar el juramento de silencio de los sexólogos.

– No se lo puedo decir a nadie. De eso puedes estar segura.

– Estupendo -exclamó Stefanía-. Se me puso un nudo en el estómago cuando me enteré, porque no le puedo contar nada a nadie. Ahora quizá podré sentirme mejor. -Miró a Þóra-. ¿Lo prometes?

– Lo prometo -aseguró Þóra. Cruzó los dedos en la espalda porque sería incapaz de no contárselo a Matthew-. ¿Quién le deseaba algo malo a Birna?

Stefanía había sido sincera, sin duda, al decir que se sentiría más aliviada. Cuando empezó a hablar, lo hizo tres veces más rápido de lo normal.

– Tenía una relación con un granjero casado de por aquí. Se llama Bergur y vive en Tunga. Eran de lo más desenfrenados en su relación sexual, y ella vino a pedirme consejo. Pensaba que las cosas habían llegado demasiado lejos.

– ¿Y pudiste ayudarla? -preguntó Þóra-. ¿Tal vez le recomendaste que dejara de verse con él? -La ruptura de una relación podría ser motivo suficiente para que un hombre enloquecido cometiera un crimen.

Stefanía apartó el vaso.

– No. -Se metió en la boca una uña pintada de rojo y la mordió con fuerza. Volvió a sacar la uña; en el extremo se veía una mancha blanca: había arrancado el esmalte con los dientes-. No, no lo hice. -Se quedó mirando el vaso como absorta-. Le dije que dejara las cosas seguir su curso. Que el sexo duro no hace daño alguno, por regla general.

– Oh -exclamó Þóra-. Comprendo que te sientas mal.

Stefanía asintió con un lento movimiento de la cabeza. Miró a Þóra y sus ojos dieron al mismo tiempo con Matthew. Hasta aquel momento, había estado tan ensimismada en sus propios sufrimientos que no se había fijado bien en él. Sonrió y puso un gesto que a Þóra no le hizo ninguna gracia.

– ¿Quién es ése? ¿Tu amigo? -preguntó melosa.

Þóra decidió garantizar su derecho exclusivo a él, escudándose en el idioma.

– Es extranjero. Está aquí para descansar. -Se inclinó hacia Stefanía, bajando el tono de voz-. Sida. -Luego movió la cabeza con gesto cómplice y se echó hacia atrás en su taburete.

La sexóloga abrió los ojos de par en par.

– ¡Jo! -exclamó decepcionada-. Si queréis puedo daros algunos consejos que os podrán ayudar. Hay muchas cosas divertidas que se pueden hacer en el sexo sin llegar a la penetración.

– No, gracias -dijo Þóra con una sonrisa cortés-. Te lo agradezco de todos modos. -Se volvió hacia Matthew-. Vamos. La comida estará a punto de llegar.

Stefanía le sonrió al alemán.

– Es muy importante que comas bien y no te saltes ninguna comida -le recomendó amistosa.

– Desde luego -dijo Matthew sorprendido.

Þóra agarró por el hombro a Stefanía un instante.

– Muchísimas gracias. Seguramente nos volveremos a ver más tarde, porque tengo que seguir haciendo algunas cosas más para Jónas.

Stefanía la miró con extrañeza.

– ¿No quieres saber quién es el otro?

– ¿El otro qué? -preguntó Þóra desconcertada.

– Bueno, el otro hombre que desearía perjudicar a Birna -explicó Stefanía medio disgustada.

Þóra asintió moviendo enérgicamente la cabeza:

– Sí, por supuesto.

Stefanía se inclinó para hablarle al oído. Cuando estuvo tan cerca que Þóra quedó convencida de que la había manchado de lápiz de labios, dijo en un susurro:

– Jónas.

* * *

Þóra siguió con la vista los coches de policía uno detrás del otro. Tres coches… Evidentemente, allí pasaba algo muy grave. Entraron tranquilamente en la explanada de grava delante del hotel y aparcaron uno junto al otro en una esquina. Los golpes de las puertas al cerrarse resonaron en la oscuridad cuando seis agentes de policía salieron de ellos; uno era una mujer.