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Se concentró en otros asuntos, que eran pocos y de escasa relevancia. Por desgracia, el bufete estaba tranquilo. Suspiró y maldijo su estupidez en cuestiones monetarias. A finales del año anterior había trabajado para unos alemanes muy ricos que le habían pagado espléndidamente, y si hubiera tenido una pizca de sentido común habría utilizado el dinero para aligerar la hipoteca de la casa. En lugar de eso, se lo había gastado en una caravana y un todoterreno. No acababa de entender por qué lo había hecho. Encima había pedido un préstamo para cubrir lo que faltaba, con lo que se había metido en más problemas económicos todavía. Recordaba vagamente haber imaginado viajes por el país con el sol de un cálido verano, una familia numerosa moderna de vacaciones de verano: una madre divorciada con sus dos hijos… en su caso una hija de seis años y un hijo de dieciséis que, precisamente, estaba camino de ser padre. El nieto aún no tenía cabida en aquel sueño de color de Rósa, pues, probablemente, sólo lo vería uno de cada dos fines de semana. Ojalá no fueran los fines de semana que sus hijos pasaban con su padre. Sería un buen tema de estudio para los sociólogos analizar la situación de un padre de fin de semana que seguía siendo suficientemente joven para pasar dos fines de semana al mes con su propio padre.

Cuando Þóra hubo acabado todos sus asuntos entró en la red e intentó, para entretenerse, encontrar información sobre los terrenos o las casas que había en ellos. Buscó por los nombres de las casas que figuraban en el contrato de compraventa, Kirkjustétt y Kreppa, pero no encontró nada: ni en el pasado ni en el presente. Se encogió de hombros y renunció. Decidió echar un vistazo a su correo electrónico y vio con cierto pesar que Matthew le había enviado un mensaje. Había conocido a aquel alemán durante la investigación del asunto que había acabado por proporcionarle la caravana y el todoterreno, sin pagar la hipoteca. En realidad había hecho algo más que conocer a aquel hombre (lo había conocido «íntimamente», como diría su madre), y ahora pretendía venir de visita para renovar su «íntimo» conocimiento. Matthew le preguntaba si le vendría bien que fuera a Islandia para unas breves vacaciones. Þóra se moría de ganas de que fuera a verla, pero sabía que la mejor fecha sería en torno al año 2020, cuando su hija cumpliera los veinte. No estaba nada segura de que Matthew pudiera esperar tanto. Así que cerró el correo y decidió esperar hasta el día siguiente para contestarle.

Se levantó, puso un poco de orden en el escritorio y suspiró. Pensó si había suspirado a causa de algún profundo y reprimido deseo de una vida con menos preocupaciones, inocente y sin nietos precoces, pero llegó a la conclusión de que no era tan complicado. Si suspiraba era sencillamente porque ahora tenía que pasar por delante de Bella al salir. Bella era la secretaria de la oficina que ella y Bragi se habían dejado encasquetar en el contrato de alquiler del local cuando abrieron el bufete. Þóra hizo acopio de valor y salió del despacho.

– Bueno, me voy -dijo al pasar por delante del mostrador de recepción. Pensó en la idea de subir el mostrador para que aquella joven tan poco atractiva quedara un poco más oculta, pero enseguida se avergonzó de semejante pensamiento y una falsa sonrisa brotó en sus labios-. ¡Hasta mañana!

Bella levantó sus espesas cejas y miró de reojo a Þóra. Para completar el gesto de desagrado, torció la boca.

– Ah. Estás aquí.

– ¿Ah? ¿Qué quieres decir con «ah»? -preguntó Þóra extrañada-. ¿Y dónde iba a estar, si no? Me viste entrar después del almuerzo, y no me has visto salir. No tengo costumbre de escaparme saltando por la ventana.

– No, por desgracia -se oyó rezongar a Bella, aunque no pudo estar segura de que fuera eso lo que había oído, porque lo que dijo la joven en voz alta fue-: Tu ex marido llamó por no sé qué y le dije que no estabas. No quiso dejar ningún recado.

Þóra se sintió agradecida por aquel detalle, pues las llamadas telefónicas de Hannes no le solían reportar demasiadas alegrías. No le apetecía lo más mínimo que Bella tuviera oportunidad de divertirse con todo lo negativo de su vida. Decidió dejar las cosas como estaban, resuelta a no buscar pelea con aquel monstruo. Así que se limitó a enviarle otra sonrisa y descolgó su chaquetón del perchero. Cuando estaba a punto de salir abriendo la puerta… más aún, cuando tenía ya la mano derecha sobre el pomo, la chica carraspeó indicándole que había algo más.

– Bueno, también llamó Lýsing. No has cumplido los plazos de pago de la caravana.

Þóra ni siquiera la miró. Salió tranquilamente al pasillo y cerró la puerta. En aquel momento, habría aceptado sin dudarlo el masaje al que la había invitado Jónas, sin importarle qué piedras pudieran emplearse.

* * *

Birna miró a su alrededor y respiró hondo. Observó a través de los jirones de neblina que flotaban sobre el mar y vio una pareja de gaviotas que descendían en picado compitiendo por la comida. Ninguna de las dos aves consiguió vencer y volvieron a elevarse con gran griterío y batir de alas. Desaparecieron en la espesa capa de niebla que flotaba sobre la orilla. Había bajado la marea y un fondo de algas húmedas se extendía por toda la playa de guijarros. Era un lugar poco corriente, no se veía arena en ningún sitio, sólo montones de cantos rodados de todas las formas y tamaños. El entorno de la playa también era peculiar: una pequeña ensenada rodeada de altos farallones de columnas basálticas, diseñados sin duda por alguna fuerza poderosísima para servir de residencia colectiva a las aves. Cada cornisa estaba aprovechada, y de ella surgía un alboroto de gaviotas. Birna se dirigió hacia un extremo en la parte interior de la playa, donde los acantilados formaban una ensenada más pequeña que la que ella iba bordeando. El mar entraba allí a través de un arco de piedra que se abría al mar abierto y la cala estaba completamente rodeada de rocas. Solamente se podían ver los altos acantilados de piedra, pero el graznido de los pájaros que habitaban en ellos resonaba en la playa entera.

Birna se detuvo. La niebla se había ido espesando rápidamente y sólo veía a escasos metros de distancia. Volvió a respirar hondo, ahora por la nariz, y disfrutó del peculiar aroma de la playa. Le habría gustado mucho quedarse a dormir allí al aire libre, envuelta por la niebla. No le apetecía nada volver al hotel. Pero no tendría por qué ser así. El edificio le gustaba, y cada vez que lo miraba sentía un orgullo infantil, sobre todo durante la época de su construcción, cuando apenas tenía forma. Incluso le gustaba el agujero que habían excavado cuando empezaron a echar los cimientos. El terreno en el que iba a edificarse el hotel le había llamado la atención de alguna forma desde la primera vez que había ido a ver la parcela. Estaba ante el mar abierto, al sur de Snæfellsnes, y en sí mismo no parecía diferente a las otras fincas de la comarca. Desde luego estaba bastante más apartado, pues la granja no se veía hasta que uno se aproximaba. El antiguo edificio estaba construido en un terreno cubierto de hierba oculto en medio de un desolado páramo que llegaba casi hasta el mar. El imponente entorno la había inspirado. Igual que la antigua casa. Tenía que diseñar un edificio desproporcionadamente grande que estaría conectado a ella, sin empequeñecerla ni asfixiarla. Le había causado muchos quebraderos de cabeza: la sencillez era frecuentemente la virtud más difícil, al contrario que la exuberancia. Pan comido.

Las ideas que surgieron a medida que avanzaba el proyecto resultaron una novedad para ella. Aunque le gustaba su profesión, otras casas que había diseñado no habían despertado las mismas sensaciones. En realidad, sabía perfectamente a qué se debía. El hotel era, con mucho, su obra más perfecta. Ya desde que había empezado a dibujar los primeros bocetos en su estudio de Reikiavik, se había dado cuenta de que estaba en el camino correcto. Aquel edificio era mucho mejor que los que había diseñado antes. Comprendió que ahora, por fin, empezaría a ser alguien. Sería cotizada.