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Þóra no tenía ganas de seguir con juegos melodramáticos ni de perder el tiempo consolando a Vigdís.

– ¿Le gustaba montar a caballo?

– Qué va, no puedo ni imaginármelo -respondió Vigdís-. Estaba siempre tan pálido y macilento que me parece imposible que saliera al aire libre si no era para fumarse un pitillo. -Y añadió decidida-: él, de caballos, nada.

– ¿Y le gustaban los zorros? -preguntó Þóra, intentando no pensar en lo estúpida que sonaba aquella pregunta.

– ¿Los zorros? -preguntó Vigdís asombrada-. ¿Y eso?

– Nada, no es nada -dijo Þóra. Lanzó otra pregunta sobre zorros, ya que había empezado con el tema-. Su hermana no mencionó nada sobre zorros, ¿verdad?

– No -dijo Vigdís, mirando a Þóra de una forma tal que parecía haber empezado a poner en duda su equilibrio mental-. Ya te he dicho todo lo que me contó.

– ¿Crees que Eiríkur fue a la caballeriza por algún motivo en especial? -preguntó Þóra, decidida a no seguir preguntando por los zorros-. ¿Era amigo del dueño, Bergur?

Vigdís arqueó una de las cejas.

– No era amigo de Bergur -afirmó, añadiendo enseguida, con gesto de chismorreo-: En cambio, Birna… Birna y Bergur eran amigos… muy íntimos.

– Sí, eso he oído -dijo Þóra, que vio cómo se esfumaba la satisfacción de Vigdís, que ya se veía confiándole un secreto-. ¿Eiríkur hablaba mucho con Birna, o sobre ella? ¿Eran amigos, o colegas?

– En absoluto -dijo Vigdís con total seguridad-. No había en toda la región dos tipos más distintos que ellos dos. Él era más bien, vaya, cómo decirlo… -Se quedó pensando.

– Dime la verdad -la interrumpió Þóra-. No vas a hacer ningún favor a nadie dorando la imagen del muerto.

Aquello pareció alegrar a Vigdís.

– Tienes toda la razón -dijo-. Si tengo que hablar claramente, Eiríkur era un auténtico guarro. Iba sucio y muchas veces mal afeitado. Si había algo de especial en su forma de vestir es que vestía con un descuido absoluto. Era bastante prepotente y exigente. -Obviamente, no era preciso decirle a Vigdís dos veces que no adornara demasiado sus descripciones-. En cambio, Birna era elegantísima, guapa y cuidada por fuera. Por dentro era muy diferente. Simpatiquísima si quería utilizarte para algo, pero enseguida enseñaba su otra cara, en cuanto se daba cuenta de que no le servías para sus intereses. Tenía a Jónas bailando en la punta de un dedo. -Vigdís se calló para recuperar el resuello-. En realidad, tenía en común con Eiríkur que ambos eran despiadados. Pero en el resto, eran como el agua y el aceite.

Þóra movió la cabeza para asentir, con gesto muy serio, intentando dejarle ver a Vigdís lo asombrada que la había dejado aquel vapuleo tan terrible.

– ¿De modo que no se trataban? -preguntó-. Digamos, ¿Eiríkur no sabría más que los demás sobre los líos en que podía andar metida ella?

– No, imposible -replicó Vigdís categórica-. Birna no se habría mezclado con Eiríkur aunque hubieran estado solos en una isla desierta.

– Comprendo -dijo Þóra-. Dime otra cosa, ¿Eiríkur o Birna habían cambiado de alguna forma antes de morir? ¿Recuerdas si hicieron o dijeron algo poco habitual en ellos?

Vigdís reflexionó un momento, pero enseguida sacudió la cabeza.

– No, no recuerdo nada de eso. Pero en realidad tampoco recuerdo cuándo vi por última vez a Birna; aunque si hubiera habido algo extraño, seguramente me acordaría. La última vez que hablé con Eiríkur fue cuando vino por aquí buscando a Jónas. -Se tapó la boca con la mano-. Huy, eso debió de ser justo antes de morir.

Þóra respiró hondo.

– ¿Y estuvo con Jónas? -preguntó tranquila.

– Bueno, no lo sé -respondió Vigdís-. Le dije que fuera a mirar a su despacho. Pero no me fijé en lo que hacía, ni vi si se reunían.

Þóra no sabía si preguntar algo más sobre Eiríkur. Sólo se le ocurrió volver a lo que les había llevado allí inicialmente.

– Oye, detrás del edificio parece que han segado la parte de poniente del prado, pero no la de levante. ¿Sabes por qué?

Vigdís abrió mucho los ojos.

– No, ni idea. -Entornó la vista-. ¿Por qué lo preguntas?

– No, por nada -contestó Þóra-. Simple curiosidad. -Se apresuró a añadir-: ¿Y sabes si Jónas hizo perforaciones en esa misma zona? ¿O quizá Birna?

Vigdís la miró sin comprender.

– ¿Perforaciones? ¿Te refieres a agujeros normales y corrientes que se cavan en la tierra?

Þóra asintió.

– Unos agujeros pequeños. Que yo sepa, no se deben de haber hecho con máquinas, seguro.

Vigdís sacudió vehemente la cabeza.

– En absoluto. Si le hubieran dicho a alguien que fuera a excavar en ese lugar, yo lo habría sabido. Sé todo lo que se hace aquí. Jónas está empeñado en que vigile.

– ¿Birna tenía algún estudio en las proximidades? -interrumpió Matthew-. Aparte de su habitación.

– No lo sé, pero no sería extraño -respondió Vigdís-. Solía salir por las mañanas o por las tardes y no se quedaba por aquí cerca, de modo que debía de tener su refugio. -Vigdís miró con complicidad a Þóra-. A lo mejor sólo se iba a ver a Bergur.

– ¿Quién sabe? -dijo Þóra, sonriéndole con picardía. Miró su reloj-. Una última pregunta, de verdad, y dejamos de molestarte. ¿Quién siega el prado?

Vigdís la miró escéptica, pero se encogió de hombros y respondió sin pensarlo dos veces.

– Jökull. Trabaja también de camarero.

* * *

– ¿Es una broma? -preguntó Jökull, mirando a su alrededor como si buscara alguna cámara oculta-. ¿Quiere saber por qué no está segada esa parte?

– Sí -dijo Þóra con una sonrisa-. Me han dicho que usted se encarga de eso.

Jökull puso una cara de mal humor que no encajaba nada con su uniforme blanco y negro de camarero.

– Sí, así me gano un dinero extra. No hay nada que hacer fuera de las horas de las comidas, así que puedo sacarme un extra haciendo eso.

– Chico trabajador -dijo Þóra-. Pero ¿cuál es el motivo para que esté así? ¿Esa piedra tan grande que hay?

– No, eso no es problema -balbuceó Jökull-. Hay alguna otra cosa rara en la hierba que hace que la segadora no corte bien. Irregularidades. No hace más que pararse y estoy harto de tener que empujarla a la fuerza. Nadie se fija en ese sitio. ¿Se ha quejado Jónas?

– No, en absoluto -dijo Þóra con una sonrisa. Iba a marcharse, pero se detuvo de pronto-. ¿Podría prestarnos una pala?

* * *

– Lo digo totalmente en serio -protestó Matthew, arrojando una palada de tierra a su espalda-. No se puede negar que eres una mujer especial. No hay muchas personas de tu sexo capaces de hacerme empuñar una pala.

– Baah -dijo Þóra-. Menos charlar. Más cavar. -Habían vuelto al prado, donde Þóra estuvo atareada hasta que encontró una irregularidad en la tierra, y allí puso a Matthew a cavar-. Sin duda, aquí hay algo interesante.

Matthew suspiró.

– Estupendo. -Clavó con energía la pala en la tierra y se puso las manos en las caderas-. Aquí tiene usted.

Þóra se puso a su lado y miró el estrecho agujero.

– ¿Es una trampilla?

Matthew se rascó la frente.

– ¿No serán unos cimientos? ¿No habrá habido una casa en este sitio? -Aferró de nuevo la pala y excavó más a los dos lados-. Anda.

– ¿Ves tú lo que estoy viendo yo? -dijo Þóra, inclinándose. Se incorporó y le enseñó la mano abierta-. Ceniza. -Miró a Matthew-. Esta casa se quemó.

– ¿Igual que en el dibujo? -preguntó Matthew. Calló por un momento-. ¿En el dibujo, no había unos ojos dentro de la casa incendiada?