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– ¿Ese juez suele estar borracho? -preguntó Matthew escandalizado.

– No, es sólo una forma de hablar -explicó Þóra, que se acomodó en su butaca-. Pero no nos vendría nada mal.

– Ah, olvidé decirte lo que pasó mientras estabas fuera -informó Matthew de repente-. Me estaba tomando un café en el bar, y cuando fui a buscar el dinero en el bolsillo para pagar, encontré la condecoración que te compré en Stykkishólmur. La puse en la mesa, con las monedas, y el que estaba sentado a mi lado se puso frenético. Era el viejo, Magnus Baldvinsson.

– ¿Sí? -dijo Þóra asombrada-. ¿Qué dijo?

– No tengo ni idea -contestó Matthew-. Habló en islandés, pero no sonó nada amistoso. Acabó agarrando la medalla y tirándola al suelo en el otro extremo del bar. Luego se levantó y se largó. El camarero se quedó boquiabierto, y me dijo que el viejo había gritado que yo estaba provocándole. Me devolvió la medalla, tan asombrado como yo.

– Pues sí -dijo Þóra, extrañada-. También se puso muy raro cuando le preguntamos por los nazis, ¿recuerdas? No son reacciones nada normales aquí en Islandia. El nazismo tuvo muy poca influencia en este país, aunque a la gente no le parece nada bien lo que hicieron. ¿No sería conveniente que volviéramos a charlar con él? -Alargó la mano para coger el teléfono, que estaba encima de la mesa-. Pero ahora necesito arreglar todo lo necesario para que mi hijo vuelva a casa. Me parece que yo no voy a poder regresar por el momento. -Marcó el número de su hijo.

– Hola, Gylfi, soy mamá. ¿Te lo pasas bien en Selfoss?

Capítulo 25

– Ve tú delante -dijo Þóra, dándole un empujoncito a Matthew-. Puedes hacerte pasar por un aficionado a los caballos. Se lo creerán a pies juntillas porque eres alemán. -Estaban en la explanada de la alquería de Tunga, donde Þóra esperaba poder hablar con Bergur. Aquélla le pareció la excusa más aceptable para poder llegar hasta los crímenes de los que acusaban a Jónas.

Se encontraban ya junto a la vivienda, de construcción práctica y sencilla. Parecía una de tantas casitas unifamiliares de los años setenta, con la diferencia de que se encontraba en un pésimo estado de conservación. Había desconchones en el revestimiento, pues la pintura se había desprendido; regueros de orín bajaban por las sucias paredes blanquecinas desde los soportes de hierro forjado.

– Venga, no seas tímido -le animó Þóra.

– Ni hablar del peluquín, cariño -dijo Matthew, arrugando la nariz-. Qué mal huele aquí -añadió, y miró a su alrededor con la esperanza de encontrar la fuente de tanta fetidez.

– ¿No será puro y simple olor a campo? -dijo Þóra, respirando hondo por la nariz-. A menos que el viento venga de la ballena muerta. Yo hablaré por los dos. De todos modos, lo mejor es no fingir demasiado. -Llamó a la deteriorada puerta exterior. Sobre la jamba había una plaquita de madera en la que estaban pintados, con bonitas letras, los nombres de los dueños: Bergur y Rósa. Þóra esperaba de todo corazón que no fuera la señora quien abriese. Necesitaban hablar con Bergur, y Þóra no tenía ni idea de si la esposa conocía su relación con Birna. No le apetecía nada tener que ser ella quien le diese la noticia, y no tendrían muchas opciones de hablar con el marido sin que saliese a relucir el tema. Cruzó los dedos.

Se abrió la puerta y apareció un hombre entre los treinta y los cuarenta años de edad. Era bastante delgado pero parecía robusto, con hombros anchos y grandes bíceps. Þóra pudo comprender que Birna se hubiera sentido atraída por aquel hombre, pues en los marcados rasgos de su rostro y en su rizado cabello oscuro había algo que le hacía resultar tremendamente atractivo.

– Buenos días -saludó Þóra-. ¿Es usted Bergur?

– Sí -respondió el hombre, mirando interrogante a los recién llegados.

Þóra sonrió.

– Yo me llamo Þóra, y soy abogada de Jónas, el del hotel. Éste es Matthew, de Alemania, que me está ayudando en el trabajo, por así decirlo. -Indicó con el dedo a Matthew, que inclinó la cabeza con cortesía-. Nos gustaría hablar un momentito con usted. -Le miró a los ojos-. Sobre el asesinato de Birna y el reciente hallazgo del otro cadáver.

Bergur les clavó los ojos. Como Þóra sospechaba, no se alegraba, precisamente, de su visita.

– No sé si debo hablar con ustedes -replicó secamente-. La policía me ha sometido a interminables interrogatorios y estoy exhausto. ¿No pueden solicitar las declaraciones de los testigos, y ya está? No tengo nada que hablar con ustedes.

Þóra borró la sonrisa.

– En realidad, prefiero hablar yo misma con la gente en vez de leer en un papel lo que han contado. Además, seguramente, muchas de las preguntas que más me interesan no se las habrán hecho todavía. -Dejó escapar un leve suspiro-. Pero si no quiere hablar con nosotros, intentaremos hacerlo mañana con su mujer. Espero que ella no esté tan cansada como usted.

Bergur se puso nervioso.

– No creo que ella tenga más interés que yo en hablar con ustedes.

– Ya se verá en su momento, ¿no? -dijo Þóra-. La llamaré por teléfono y le explicaré por qué quiero hablar con ella. Estoy segura de que querrá verme. -Þóra esperaba que bastara con aquello, y puso cara de poker para que Bergur no sospechara que estaba echándose un farol.

El granjero miró hacia atrás, al interior de la casa. Luego se volvió y le dirigió a Þóra una furiosa mirada. Hizo como que no veía a Matthew.

– De acuerdo -asintió irritado-. Hablaré con ustedes, pero no aquí. Hay un cuartucho en las caballerizas, podemos sentarnos allí. -Entró en la casa y se puso los zapatos mientras decía en voz alta-: ¡Rósa! Salgo un momento. -Luego cerró sin decir nada más, aunque su mujer le respondió algo, que Þóra no llegó a distinguir. Bergur echó a andar en silencio.

– La caballeriza… -dijo Þóra en voz bien alta mientras le seguía casi corriendo en dirección a un edificio con un recubrimiento de chapa recientemente construido-… ¿es la misma en la que encontró el cuerpo de Eiríkur? -Bergur no respondió, así que Þóra miró a Matthew y abrió mucho los ojos para indicarle que el asunto no iba del todo bien, y que tendría que participar él también en la conversación. Matthew se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza.

Siguieron al granjero hasta el portón, que abrió con gran esfuerzo.

– Entren -dijo.

– Gracias -respondió Þóra, que no pudo evitar una sonrisa al ver la mueca de Matthew cuando el olor a excrementos de caballo les golpeó como una violenta coz-. Qué rico olor -dijo sin que Bergur la oyera, guiñando un ojo. Matthew tenía los labios tan apretados que no pudo ni sonreír. Su gesto sólo se relajó al entrar en el cuarto.

– Pueden sentarse aquí -dijo Bergur, señalando tres sillas de lona colocadas alrededor de una vieja mesa de cocina. Él se apoyó contra un pequeño fregadero en el que había una cafetera roñosa y una caja de cartuchos.

– Muchas gracias -dijo Þóra al sentarse. Vio la extrañeza con que Bergur seguía los movimientos de Matthew, que no se sentó en la silla hasta haberle quitado el polvo con las manos-. No sé si me oyó antes -continuó-, ¿es ésta la misma cuadra en la que se encontró el cadáver de Eiríkur?

Bergur asintió con la cabeza.

– Sí.

– Y fue usted quien lo encontró, ¿no? -preguntó Þóra. Él volvió a asentir en silencio con la cabeza, así que continuó-: Y también fue usted quien se topó con el cadáver de Birna. Qué curioso -añadió, con un gesto de extrañeza.

Bergur no respondió al momento, sino que fijó en ella sus ojos enmarcados por unas espesas cejas negras, hasta que Þóra se vio obligada a pestañear. Entonces habló.

– ¿Está insinuando algo? -preguntó secamente-. Si es así, le diré lo mismo que le dije a la policía: que no tengo absolutamente nada que ver con esas dos muertes.

– Esos asesinatos -le corrigió Þóra-. Porque a los dos los asesinaron. En todo caso, sabemos perfectamente que usted tenía una relación amorosa con Birna. ¿Iba todo bien entre ustedes?