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– Sí, es espantoso -dijo Þóra-. Esperemos que capturen pronto al culpable.

– ¿Ha hablado contigo la policía? -preguntó Matthew-. Supongo que desearán entrevistarse con todos los huéspedes antes de que se vayan.

Robin asintió.

– Sí, charlaron conmigo esta mañana, pero no pude decirles nada.

– ¿No les quisiste dar las fotos a ellos?-preguntó Þóra-. Aunque nosotros sí las queremos, por supuesto.

– No; pensé que estas cosas no tenían nada que ver con el asunto -dijo Robin-. No creo que las fotos tengan ninguna relación con el asesinato de Birna. Son de lo más inocentes. -Sonrió cordial-. Quizá con excepción de una, la de un zorro muerto.

* * *

Matthew dejó la foto. Estaban sentados con Robin en el bar, y sobre la mesa, delante de ellos, había un montón de fotografías que el hombre había extraído de un sobre grande con el nombre de Birna.

– ¿Dónde tomaste ésta? -preguntó Matthew, señalando el zorro muerto que ocupaba el centro de la imagen. La esbelta criatura yacía de lado sobre la hierba. La lengua colgaba por un lado de la boca, y la piel rojiza estaba desgarrada y ensangrentada en un costado.

– Estaba al lado del sendero que llevaba a la vieja granja, que está justo ahí al lado -respondió Robin-. Birna me pidió que la acompañara hasta allí a hacer algunas fotos y nos encontramos con el pobre bicho. Me pidió ella que la hiciera, le parecía de lo más triste. En esta foto no se ve, pero todo lo que había alrededor indicaba que el zorro se había arrastrado hasta allí gravemente herido. -Robin señaló la herida en el costado del animal-. Escapó al cazador, pero el disparo resultó ser mortal.

– ¿Os llevasteis el zorro? -preguntó Þóra.

– No, ¿estás loca? -dijo Robin-. Ni lo tocamos. Olía espantosamente mal, y no teníamos el menor deseo de recoger el cadáver.

– ¿Crees que alguna persona, o algunas personas, habrían podido pasar después de vosotros y habérselo llevado? -preguntó Þóra.

Robin miró alternativamente a uno y otro, extrañado.

– No acierto a comprender este interés, pero claro que es posible. El zorro estaba a la vista de todos los que pasaran por allí. -Se irguió-. Sólo que no puedo imaginarme que nadie pueda tener interés en recoger un cadáver como ése. A menos que la piel sea muy valiosa. -Miró a Þóra-. ¿Tienen los islandeses debilidad por los zorros?

Þóra sonrió.

– No, no como para ponerse a recoger cadáveres. El interés que tenemos Matthew y yo por el zorro tiene otra motivación, muy diferente, pero sería demasiado largo de explicar. -Agarró las fotos y empezó a mirarlas-. ¿Birna no te dijo por qué eligió estos temas precisamente? -le preguntó a Robin-. Veo que muchas fotos son de la vieja granja y del terreno que hay detrás de hotel, pero también hay una de una trampilla de metal y otras de paredes interiores, al parecer. ¿Te explicó algo? -Le enseñó a Robin las fotos en cuestión.

El fotógrafo las miró y asintió con la cabeza.

– Recuerdo bien que había esa trampilla en el prado de la vieja granja, ahí al lado de las rocas -explicó-. La foto de las paredes, en cambio, la tomé aquí, en el sótano, en la parte vieja del hotel. Me pidió que la tomara un día después de las otras, pero no me dio más explicación sobre su interés por la trampilla. Pensé que tendría algo que ver con la arquitectura, pero no entendí del todo por qué quería precisamente esas fotos.

– ¿Te comentó algo sobre esta piedra? -preguntó Matthew, señalando tres fotos de la roca con la inscripción que habían encontrado detrás del hotel.

Robin estudió las fotos.

– Sí, qué curioso. Le pregunté por ella, mientras la fotografiábamos por delante y por detrás. Me tradujo el poema y, como me pareció bastante raro, le pregunté si era una costumbre islandesa escribir poemas en las piedras. -Dejó las fotos sobre la mesa-. Contestó que no, y se mostró bastante extrañada de encontrar allí una piedra con inscripción.

– ¿Se le ocurrió alguna explicación, o estuvo pensando cómo habría llegado allí la piedra? -preguntó Þóra.

– No directamente -respondió Robin-. Estuvo intentando comprobar si el poema lo podían haber grabado los habitantes, o si en la casa habría podido vivir algún artista. Luego pensó que tal vez se tratara de la tumba de algún animal doméstico, aunque el poema no le parecía que encajara con eso. Que yo sepa, no llegó a ninguna conclusión.

Matthew le dio un golpecito a Þóra.

– Aquí hay una interesante -dijo, dándole una foto de Birna hablando con un anciano en la explanada de delante de la puerta principal del hotel. Þóra la tomó-. A lo mejor estaban hablando de la remodelación de su residencia -dijo Matthew con una sonrisa.

Robin se inclinó sobre Þóra para ver lo que tanto les había llamado la atención.

– Sí, esta foto -dijo-. Se la tomé por mi cuenta. Estábamos yendo hacia la vieja granja, cuando ese hombre salió del hotel y se puso a hablar con Birna. Sé que es un cliente, porque le he visto varias veces en el comedor.

Þóra asintió.

– ¿Sabes de qué hablaron?

– No, ni idea -dijo Robin-. Hablaban en islandés. Pero no hacía falta entender nada para darse cuenta de que no era una charla de amigos normal y corriente. Sólo hice esta foto, porque enseguida empezaron a discutir y no me pareció muy apropiado.

– ¿Te dijo ella algo sobre el motivo de la discusión? -preguntó Matthew.

– Sí, dijo algo sobre que la gente tendría que darse cuenta de una vez por todas de que cada uno era responsable de sus propios actos -reveló Robin-. Estaba bastante enfadada, así que no pregunté más. -Se lo pensó mejor-. Pero luego añadió algo así como que los viejos pecados crecían igual que las viejas deudas. No comprendí a qué se refería, y me limité a cambiar de tema.

Þóra y Matthew se miraron a los ojos. Magnús Baldvinsson. ¿Viejos pecados?

* * *

La enfermera se dirigió hacia la cama de la anciana y le dio un amable golpecito en el hombro para despertarla.

– Malla, bonita-dijo suavemente-. Despierta. Tienes que tomar tus medicinas.

La anciana abrió los ojos sin decir una palabra. Miró al aire, parpadeó varias veces y tosió débilmente. La enfermera la miró en silencio. Sabía que, a veces, la anciana necesitaba mucho tiempo para volver en sí. Se limitó a permanecer tranquila a su lado, con una mano aún sobre el flaco hombro y un vasito de plástico en la otra. El vasito contenía pastillas blancas y rojas que iba a darle a la mujer.

– Vamos -dijo con voz alegre-. Dentro de un momentito podrás volver a tumbarte.

– Ha venido -dijo de repente la anciana. Seguía con los ojos en el aire, y aún no había mirado a la mujer que esperaba, paciente, al lado de la cama.

– ¿Quién ha venido? -preguntó la enfermera sin mucho interés. Ya hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a toda clase de desvarios de los ancianos, sobre todo cuando se debatían entre el sueño y la vigilia. Era como si regresaran a los largos días del pasado, cuando eran más jóvenes, más ágiles y no tenían que depender de otros para las cosas más insignificantes.

– Ha venido -repitió la anciana, sonriendo-. Me ha perdonado. -Miró a su interlocutora por primera vez, aún con la sonrisa en los labios-. No estaba enfadada. Siempre tan alegre.

– Estupendo -respondió con alegría la enfermera-. No es nada bueno estar enfadado. -Agitó el vasito de las medicinas-. Venga, incorpórate y tómate las medicinas.

La anciana no miró el vaso de pastillas, sino a la joven, directamente a los ojos

– Le pregunté si estaba enfadada -dijo-. Ella me preguntó que por qué iba a estar enfadada. -Se incorporó sobre los codos con gran esfuerzo-. Siempre tan alegre.