Выбрать главу

– Sí -dijo Bertha-. No tiene nada de especial. ¿Queréis abrirla? -preguntó, y le hizo una señal a Matthew para que abriera él mismo si quería. Matthew se inclinó e hizo un esfuerzo para levantar la pesada trampilla. Los viejos goznes chirriaron cuando el alemán intentó infructuosamente abrirlo.

– ¿Qué hay aquí abajo? -preguntó.

– Nada -dijo Bertha-. Es un almacén anejo, si recuerdo bien. Hay acceso desde el sótano. Creo que guardaban ahí el carbón para la calefacción. Ni se sabe cuándo lo abrieron por última vez. Desde que tengo memoria, la casa siempre ha tenido calefacción eléctrica.

– ¿Podríamos echar un vistazo al sótano? -preguntó Matthew, limpiándose en la hierba las manos, que se le habían ensuciado.

Bertha asintió, pero insistió en que allí no había nada. Les acompañó y después de entrar por una puertecita que había en un extremo del sótano y atravesar un pequeño pasillo, que en realidad parecía un túnel, llegaron a una puerta metálica que Bertha abrió de un empujón. Allí delante no había nada más que oscuridad. Con el escaso resplandor que llegaba desde el sótano, se podía ver, sin embargo, que la carbonera estaba cubierta de polvo negro y que en el suelo había aún algunos pedazos de carbón negro.

– Bastante desagradable -dijo Bertha, cerrando la puerta-. Birna no era precisamente el tipo de gente que se interesa por estas cosas -añadió luego-. El caso es que no recuerdo que bajara nunca a este sótano. -Empezó a subir la escalera-. Claro que muchas veces estaba aquí sola, y pudo bajar alguna vez a echar un vistazo. Para qué, ni idea.

Cuando estuvieron de nuevo en la superficie, Þóra y Matthew decidieron que ya era suficiente. Se despidieron de Bertha y le dieron las gracias por su ayuda. Matthew le pidió que les despidiera de Steini, y Þóra luchó contra el deseo de preguntarle qué le había sucedido. Pero no fue capaz de guardarse la pregunta

– Bertha, no te lo tomes a mal, pero ¿qué le pasó a tu amigo? -dijo en voz suficientemente baja para que no se la pudiera oír desde la cocina.

Bertha sopló ruidosamente.

– Tuvo un accidente. Otro coche chocó contra el suyo, y se incendió. Iba fumando -dijo Bertha, también en voz baja.

– Dios mío -exclamó Þóra-. Qué horror. ¿Está inválido?

– No -respondió Bertha-. Al menos no tiene afectada la médula. Lo que pasa es que tiene tan mal las piernas que no puede andar con normalidad. Se le quemaron varios músculos, y el injerto de piel sigue doliéndole mucho. Espero conseguir pronto que vuelva a empezar la fisioterapia. Pero hace falta tiempo. -Miró fugazmente hacia la esquina para asegurarse de que Steini no estuviera por allí cerca-. Lo peor es que el hombre que chocó con él estaba borracho. Steini estaba completamente sobrio.

– ¿Y qué le pasó al otro? -preguntó Þóra-. ¿No le condenaron?

Bertha sonrió con frialdad.

– Puede decirse que recibió su merecido. Pereció en el accidente. Su mujer también. -Calló un momento como para decidir si debía contarles algo más o dejarlo allí-. Eran unos granjeros de la comarca. Los padres de Rósa, la mujer de Bergur.

«Nada menos», pensó Þóra. Parece que todos los caminos llevaban a Bergur y a su granja, Tunga.

Capítulo 28

Þóra estaba sentada delante del ordenador que estaba en la mesa de despacho de Jónas, con el auricular del teléfono en el oído.

– La policía explicará las diligencias al juez, así como cualquier otra cosa que apunte a tu culpabilidad, y yo intentaré quitarles fuerza o demostrar que no son suficientes. A continuación, el juez te hará unas preguntas y tú tendrás oportunidad de responder. No es imprescindible que lo hagas, pero yo te recomendaría que no te negaras a responder excepto en casos excepcionales.

– ¿No tendré oportunidad de decir que soy inocente? -preguntó Jónas, amedrentado-. Estoy totalmente seguro de que el juez se dará cuenta de que digo la verdad. Los jueces tienen que ser extraordinariamente intuitivos para esas cosas.

Þóra no pudo evitar echarse a reír, aunque apartando el aparato.

– Mi querido Jónas -empezó-, los jueces son personas normales y pueden tomar decisiones equivocadas, como todo el mundo. Además, el juez ha de tener en cuenta las diligencias que se le presentan. Si apuntan inequívocamente a tu culpabilidad, o si tú pareces cómplice de algo, entonces tiene que tomar su decisión basándose en esas cosas, por muy convincente que puedas parecer al declararte inocente.

– Todo esto me da un miedo horroroso -dijo Jónas, hablando con el corazón en la mano. Þóra esperaba que fuese capaz de causar una impresión semejante cuando se declarase inocente la mañana siguiente. Nunca se podía saber cómo iban a reaccionar los jueces.

– Lo comprendo perfectamente, Jónas -dijo Þóra-. Pero no te derrumbes. Recuerda que yo estaré a tu lado mañana por la mañana, y esperemos que todo vaya lo mejor posible.

– ¿Qué piensas decir? -preguntó Jónas-. ¿Sacarás algo nuevo?

– Nos espera una noche muy larga. Te conducirán ante el juez a las diez, y dudo que para esa hora haya podido encontrar algo. -La desesperación no se disimulaba en el silencio que se produjo al otro lado de la línea-. Pero haré todo lo que pueda. Te lo prometo.

– Algo, cualquier cosa -suplicó Jónas-. ¿No puedes encontrar al asesino, o a alguien que finja serlo?

– Puedo hacer cualquier cosa menos contratar a un actor que acepte acusarse a sí mismo de un crimen delante del juez. -Þóra movió el ratón, y la pantalla del ordenador se encendió-. ¿Cuál es la clave de tu ordenador, Jónas? Lo he encendido pero no puedo entrar sin la clave.

– Hachís -dijo Jónas-. Todo en minúsculas.

Þóra suspiró.

– ¿Estás mal de la cabeza? -le regañó-. La voy a cambiar. Si la policía te requisa el ordenador, no es ésa precisamente la clave que nos gustaría que hubiera. Pondré algo más inocente.

Se despidieron y Þóra cambió inmediatamente la clave.

– Amnesty -dijo para sí-. Todo en minúsculas.

– ¿Con quién hablas? -preguntó Matthew al entrar-. ¿Con el fantasma?

Þóra apartó los ojos de la pantalla y sonrió.

– Sí, no estaría mal. A lo mejor él podría decirme quién es el asesino, antes de la diez de mañana.

Matthew se sentó solemne en la silla frente a Þóra. Dejó caer sobre la mesa un grueso montón de papeles.

– He encontrado algunos de los coches -anunció.

Þóra agarró los papeles. Matthew había salido al aparcamiento con la lista para comprobar si algunos de los vehículos pertenecientes a los huéspedes y a los empleados habían circulado por los túneles el día que Eiríkur murió coceado.

– ¿Cómo conseguiste repasar toda esa cantidad de matrículas y de nombres? -preguntó Þóra-. ¿Y cuántos son, en realidad?

– Unos cinco mil, pero la bienaventurada policía se entretuvo señalando en la lista todos los coches que pudieran tener alguna relación con el crimen. Entre ellos están los de algunos empleados de la zona -informó Matthew-. El problema radicaba en los coches de alquiler, en ellos la que aparece como dueña es la empresa, de modo que de ésos no se puede sacar mucho.

– ¿Y te has dedicado a comprobar las listas con los coches del aparcamiento? -preguntó Þóra.

– Sí, encontré ahí delante varias matrículas de coches alquilados, que figuraban en la lista. Así que le pedí a Vigdís que me echara una mano -respondió Matthew-. Salió conmigo al aparcamiento y me dijo de quién era cada coche. Parecía saberlo a las mil maravillas. -Agarró la lista de nuevo y pasó las páginas-. Por desgracia, no pudimos sacar mucho en claro. Los de los coches de alquiler son todos extranjeros, y ninguno de ellos está directamente bajo sospecha. Pero es bastante evidente que ni el coche de los japoneses ni el de Robin, el fotógrafo, pasaron ese día por los túneles.