– ¿Es agradable trabajar aquí? -preguntó Þóra, intentando entablar conversación.
– No -respondió la chica sin volver la cabeza-. Me estoy buscando otro empleo. Lo malo es que no hay.
– Ah -dijo Þóra. No había esperado una respuesta tan espontánea-. ¿No son buena gente los empleados? -La chica se dio la vuelta un instante sin perder el paso por el corredor.
– No y sí. La mayoría están bien. Algunos son unos verdaderos pelmas. -La muchacha se detuvo delante de una de las puertas, sacó del bolsillo una tarjeta de plástico y abrió-. A lo mejor la culpa es mía, quién sabe. Yo no soy demasiado buena para este rollo de atender clientes.
Por el bien del hotel, Þóra confió en que aquella chica no tuviera demasiado que ver con las terapias. No era precisamente lo que podía llamarse una buena vendedora.
– ¿Y por eso quieres irte? -preguntó.
– No. No exactamente por eso-respondió la chica, indicándole a Þóra que entrase en la habitación por delante de ella-. Es otra cosa. No puedo explicarlo bien. Este lugar es malo.
Þóra ya había cruzado el umbral y por eso no llegó a ver el rostro de la chica al decirlo. No sabía muy bien si estaba seria, aunque la voz parecía indicar que lo que había dicho era de verdad. Þóra miró la bonita habitación y se dirigió a una gran pared de cristal que daba hacia el mar. Fuera había una terracita solarium.
– ¿Qué quiere decir eso de que es malo? -preguntó, volviéndose hacia la muchacha. La vista indicaba todo lo contrario: destellos en un mar suavemente rizado y pacífico más allá de la playa.
La chica se encogió de hombros.
– Pues que es malo. Este sitio siempre ha sido malo. Todo el mundo lo sabe.
Þóra enarcó las cejas.
– ¿Todo el mundo lo sabe? ¿Quién es todo el mundo? -Si aquel lugar tenía mala fama y los propietarios la conocían pero prefirieron no mencionar, sería ya una base (muy débil) para un posible pleito.
La chica la miró como sólo saben hacerlo los jóvenes a los que todo les fastidia.
– Pues todos. Todos los de por aquí.
Þóra sonrió para sí. No tenía ni idea del número de habitantes del sur de Snæfellsnes, pero sabía que la palabra «todos» no tenía ninguna relación con él.
– ¿Y qué es lo que saben todos?
De repente, la chica se puso nerviosa. Metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros demasiado grandes y bajó los ojos.
– Tengo que volver al trabajo. No puedo seguir hablando con usted de este asunto. -Dio media vuelta y salió al pasillo-. Quizá más tarde. -En el quicio de la puerta se detuvo y miró suplicante a Þóra-. No le diga a Jónas que he estado charlando de esto. No le gusta que hable demasiado con los clientes. -Se frotó la mano izquierda entre el pulgar y el índice-. Si quiero encontrar otro empleo necesitaré informes positivos. Quiero trabajar en un hotel en Reikiavik.
– No te preocupes. No soy una huésped corriente. Le expondré a Jónas que has sido muy útil y le pediré permiso para hablar contigo tranquilamente. Jónas me pidió que viniera para investigar una serie de cosas. Creo que tú puedes ayudarme, y a él también, de paso. -Þóra sonrió a la chica, que la miró escéptica-. ¿Y cómo te llamas, por cierto? -preguntó Þóra, para poder buscarla al día siguiente.
– Sóldís -respondió la muchacha. Se quedó callada un momento en el umbral, como si no supiera adonde dirigirse, pero sonrió débilmente, se despidió y se fue.
Bergur Ketilsson caminaba a paso tranquilo, aunque sabía que su mujer le estaba esperando en casa con la cena. Prefería pasar la noche solo, en medio de la naturaleza, antes que en casa con ella, en un silencio opresivo, en una artificial felicidad matrimonial. Suspiró al pensarlo. Llevaban casados veinte años, aparentemente en buena armonía y compenetración, pero la pasión nunca había sido excesiva, ni siquiera durante el breve noviazgo. No eran así, al menos ellos no. Él se había dado cuenta hacía muy poco de que a ella le pasaba algo parecido. Un poco tarde, descubrirlo a los cuarenta. La vida se habría comportado, sin duda, de una manera diferente si se hubiera dado cuenta antes de casarse con la zombi de Rósa. Entonces quizá se habría ido a la capital a estudiar. Cuando era joven adoraba la lengua islandesa, aunque nunca se lo había mencionado a nadie. La gente no era muy aficionada a aquella disciplina, con la soledad que acompaña a las tareas de una granja. Con gesto triste, iba buscando nidos de éider. La reciente ola de frío había jugado una mala pasada a los polluelos. Ese año habría menos éideres.
Continuó. A lo lejos veía el tejado del hotel sobresaliendo por encima de las rocas de la playa. Lo miró en silencio, concentrado en imaginarse lo que sucedía allí dentro. Pero no pudo. Se encogió de hombros y siguió adelante. No se encontraba bien y decidió seguir el camino más largo, que pasaba por la ensenada. No era un simple rodeo, pues quería averiguar cómo habían aguantado la ola de frío las puestas de aves marinas. Avivó el paso y continuó pensativo. El hotel era el culpable del estado depresivo que se había adueñado de él. Si no lo hubieran construido, él habría seguido viviendo su vida tan conforme, ni feliz ni infeliz. Por eso nunca podía formarse una opinión clara sobre éclass="underline" le había producido, en cierto modo, una felicidad excesiva y una tristeza demasiado grande como para ser capaz de pensar las cosas con claridad. Se dio cuenta de la presencia de un nido y se dirigió tranquilamente hacia él. Dos polluelos diminutos estaban muertos en el centro. La hembra de éider no se veía por ningún sitio, quizá el frío también había acabado con ella.
En la ensenada la situación parecía la misma. Vio pocas crías en los nidos que descansaban en cada terraza. Los éideres estarían, dentro de un año, igual que el zorro. Se alejó del acantilado y se dirigió hacia la granja. Sus pasos eran lentos, porque no tenía ganas de llegar. El hedor del cadáver de la ballena ni siquiera le molestaba, le resultaba indiferente, en el estado en que se encontraba en aquel momento. Bergur aceleró el paso. Quizá lo que tenía que hacer era ir a casa y decirle a Rósa que había encontrado otra mujer. Una mujer más divertida, más lista, más guapa y encima más joven. En cualquier caso, una mujer mejor que ella. Por un instante, la idea le pareció razonable. Se lo dejaría todo a Rósa, la granja, el ganado, los caballos, los pollos de éider. Él tendría suficiente con su recién descubierta felicidad. Pero aquella visión era irreal. Rósa no podría encargarse ella sola de la granja, y la noticia no le haría ni la menor gracia. A fin de cuentas, la comarca y las tierras no le gustaban demasiado, reaccionaba siempre exactamente igual ante todas las cosas, con aquel gesto inexpresivo que rozaba la indiferencia. Lo que más la emocionaba era el gato. Lo mismo sucedía en todos los aspectos de su vida en común. Lo raro era que él había sido exactamente igual. Pero ahora era un hombre completamente diferente.
En el borde de la playa tropezó con algo y miró hacia abajo, extrañado. Por lo general, caminaba con mucha seguridad, sabía moverse sobre los redondeados guijarros de la playa y las resbaladizas algas. Pero aquel montón de algas era mucho mayor que cualquiera de los que había visto llegar a la playa traídos por la marea, a lo largo de los años. Además, se quedó petrificado cuando la luz iluminó un brazo humano en medio de las algas. No cabía duda alguna. Los dedos estaban tan apretados que a ningún fabricante de muñecas o maniquíes se le pasaría ni siquiera por la cabeza construir una mano semejante. Bergur se agachó y notó el hedor de la sangre inundando sus sentidos. Se asustó. La pestilencia se había abierto paso entre las algas cuando Bergur movió con el pie el blando cieno, y el metálico olor de la sangre resultó tan fuerte que ahogaba por completo la fetidez de la ballena muerta. Se cubrió la nariz y la boca con el antebrazo para no aspirar aquel olor repulsivo. Volvió a erguirse, pensando en lo que podía hacer por aquella persona que había allí, debajo de las algas. Vio que un rayo de luz llegaba hasta el cuerpo y brillaba sobre una piel blanca. Se extrañó de no haberse percatado antes de la presencia del cuerpo pues, cuando lo vio, su posición resultó evidente. Nunca llevaba teléfono móvil, por eso lo único que podía hacer era llegar a casa lo antes posible y llamar desde allí a la policía. Quizá también fuera necesario llamar al servicio de urgencias médicas. Seguramente también los necesitarían. Tomó aire a través de la manga del abrigo para evitar el olor de la sangre, pero de pronto se quedó agarrotado. Sus ojos se clavaron en la mano. Conocía el anillo del hinchado dedo anular.