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– Ya, en las relaciones personales hay cosas que no se pueden perdonar -repuso Þóra-; incluso cosas mucho menos serias que negarse a aceptar el propio hijo.

– En la carta, Guðný me pide que me haga cargo de su hija -dijo Lára-. Cuando la escribió, su padre ya había muerto, y ella y su hija se habían trasladado a la casa de su tío Grímur. Guðný dice que no se fía de él, porque aquel hombre era un neurasténico, que las mira con tal odio, a ella y a su hija, que no quiere que de ninguna manera sea él quien se quede a cargo de Kristín. Además, me pregunta si podría hacer algo por Málfríður, la hija de Grímur, por la que también está preocupada, aunque es mayor que Kristín y más capaz de cuidarse a sí misma.

– Vaya. ¿Sabría él que Guðný intentaba dejar a Kristín a tu cargo? -preguntó Þóra-. Con la pequeña se irían todas las posesiones de Grímur, naturalmente.

– No lo sé -contestó Lára-. Finaliza diciéndome que no sabe cuándo recibiré la carta, porque no cree que Grímur la eche al correo, y que tiene pensado dársela a Kristín con la esperanza de que ella se la pueda entregar a alguien. Ya había hablado con Kristín, contándole que yo era muy buena y que a lo mejor iba a conocerme muy pronto. Añade que tiene plena confianza en que Kristín entregará la carta, aunque sea muy pequeña, porque es muy cuidadosa y aplicada.

– Al menos consiguió mantener la carta escondida -dijo Þóra.

– Sí. -Al otro lado de la línea, ya no cabía duda de que la anciana se había echado a llorar-. Me será más fácil hablar de todo esto contigo después del entierro -continuó Lára, con la voz completamente quebrada-. Creo que por ahora ya es suficiente.

– No se preocupe -dijo Þóra-. Estaré allí. Puede estar segura. -Se despidió de la anciana, y colgó.

Þóra había estado caminando arriba y abajo por el pasillo mientras hablaba, sin prestar mucha atención a ninguna otra cosa. En aquel momento, se volvió a dar cuenta de que al otro lado de la mayoría de aquellas puertas que daban al pasillo había mujeres concentradas, única y exclusivamente, en aumentar la especie humana. Creyó reconocer los gritos que salían del paritorio C, y prestó atención con la esperanza de oír el llanto de un bebé. No fue así, pues era absurdo pensar que unos diminutos pulmones pudieran sonar más fuerte que aquellas mujeres en vías de convertirse en madres. Þóra logró distinguir una frase en medio de los gritos: «¡No puedo creer que sea así!». Mentalmente, Þóra expresó su acuerdo con Sigga, y sonrió. Evidentemente, el parto estaba en marcha. Esperó con la oreja pegada a la puerta y tras varios sonoros lamentos y más gritos, se pudo oír el lastimero llanto de un bebé. Los ojos de Þóra se llenaron de lágrimas, y se apartó de la puerta. Esperaba que, aunque no se hubiera oído nada de Gylfi, aquello no significara que se había desmayado. De modo que se sintió aliviada al oír su voz diciendo: «¡Eh, tira esa porquería!». Þóra se llevó un susto, pero se tranquilizó al oír a la madre de Sigga decirle escandalizada:

– No seas así. Sólo está saliendo la placenta. Hay quienes la secan y hacen pantallas de lámpara.

Þóra confió en que su regalo de Papá Noel de ese año no incluyera una pantalla de aquéllas.

Se abrió la puerta y salió Gylfi. Abrazó a su madre. Estaba deslumbrante, como el sol sobre el brezal.

– ¡Ha sido asqueroso, pero ya soy padre! Es un niño.

Þóra lo cubrió de besos.

– Cariño, Gylfi, cariño -dijo entre los besos-. Mi más sincera enhorabuena, mi niño querido. ¿Es guapo?

– Por fuera es como si estuviera cubierto de harina -respondió Gylfi con un escalofrío-. Y el cordón umbilical es un poco… -No acabó la frase, sino que echó la mano al pomo de la puerta y abrió-. Míralo tú misma -dijo, entrando él delante.

Þóra no quiso entrar del todo, se contentó con meter la cabeza por la puerta. Vio apenas a la madre de Sigga y a la comadrona a un lado de la mesa de partos, pero el bebé en brazos de su madre las dejaba completamente en un segundo plano.

Þóra entró en la sala de espera como hipnotizada. Acababa de ser abuela. De alguna extraña forma, después de haber visto a su nieto, sintió unos deseos inmensos de echar a correr al hotel, con Matthew.

SABADO 24 de junio de 2006

Le llegó el turno a Þóra, que se acercó a la fosa abierta.

– Polvo eres y en polvo te convertirás -dijo en voz baja, y dejó que la tierra cayera lentamente desde la palma de su mano sobre la pequeña caja. Se santiguó y se echó hacia atrás.

Caía una fina llovizna sobre el reducido grupo que se había congregado en la pequeña iglesia y había seguido en silencio el ataúd hasta el cementerio. Había llevado de la mano a Lára durante el breve recorrido. Þóra notó que aquello le había gustado a la anciana, de modo que no le soltó la mano hasta que Lára se acercó encorvada al ataúd para testimoniar su aprecio a la niñita muerta. Ella y un hombre mayor eran los únicos del grupo que parecían auténticamente afectados. La visión del anciano encogía el corazón. Era Magnús Baldvinsson. Había aparecido justo cuando la ceremonia estaba a punto de empezar, y se había sentado en silencio en la última fila de la iglesia. En el cortejo fúnebre procuró mantenerse varios pasos por detrás de los demás. Llevaba un sombrero que tenía agarrado con fuerza con ambas manos, y bajó los ojos al suelo cuando Þóra le miró por casualidad. Sintió compasión por él. Pensó en acercarse, pero decidió seguir junto a Lára. Tenía que acompañarla, y Þóra no sabía cómo reaccionaría Magnús si se acercaba a él.

Miró al sacerdote, que cerró los ojos y comenzó a entonar un antiguo himno. Þóra siguió su ejemplo y tuvo la sensación de que a Kristín le habría gustado la elección:

Cierro mis ojos, confiada

que siempre será guardada

mi vida por Tu Gracia.

Mas si quieres llevarme contigo,

que tu ángel sea mi amigo

para proteger mi infancia.

Después, el grupo cantó Igual que la única flor antes de que los asistentes fueran marchándose uno tras otro, recibiendo, al despedirse, la bendición del sacerdote.

Al final quedaron tres: Lára, Þóra y Magnús. Él seguía aparte, avergonzado.

– Ven -dijo Lára en voz baja-. Te prepararé un café. -Dio un ligero apretón en el brazo de Þóra-. Quiero enseñarte la carta. ¿Tienes prisa?

– No -respondió Þóra.

Salieron del cementerio dejando atrás a Magnús Baldvinsson, que se quedó completamente solo ante la fosa de su hija, muerta tanto tiempo atrás.

Þóra sonrió al oír un leve llanto infantil que llegaba desde el malpaís cercano al cementerio. «Un gato» pensó, y entonces recordó haber visto al animalillo al pasar por Tunga camino del cementerio. Nunca podría haber recorrido tanta distancia en un tiempo tan corto. El llanto cada vez sonaba más fuerte, y Þóra apretó el flaco y debilitado brazo de la anciana.

– ¿Puede caminar más deprisa? -preguntó-. Estoy tiritando.

Yrsa Sigurðardóttir

Yrsa Sigurðardóttir nació Reykjavík el 24 de agosto de 1963. Se graduó en la escuela superior en 1983 y terminó ingeniería civil en la Universidad de Islandia en 1988. Posteriormente realizó un master en el mismo campo en la Universidad Concordia de Montreal (Canadá) en 1997. Yrsa trabaja como ingeniero civil en la compañía Fjarhitun, y aprovecha las largas estancias en zonas remotas de su país para escribir. Yrsa vive en el barrio residencial de Seltjarnarnes en Reykjavík. Está casada y tiene dos hijos.