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– Podemos investigar las causas del incendio por nuestra cuenta -contestó, atento a la reacción de Sheila.

– ¿Cómo?

– Wilder Investments contrata los servicios de un detective privado. Ya le he pedido que se ocupe del caso.

– ¿La aseguradora no tiene detectives en plantilla?

– Por supuesto, pero si investigamos por nuestra cuenta, podemos acelerar un poco las cosas. A menos que te opongas, claro.

– Estoy dispuesta a hacer lo que sea para limpiar el nombre de mi padre y volver a poner en marcha la bodega.

– ¿Por qué te importa tanto que vuelva a funcionar?

– Cascade Valley era la vida de mi padre, su sueño, y no permitiré que nada ni nadie lo destruya.

– ¿Quieres seguir los pasos de tu padre y conservar la tradición familiar?

– Es una cuestión de orgullo y, ¿por qué no?, de tradición.

– Pero tu padre compró la bodega hace menos de veinte años. No se puede decir que Cascade Valley forme parte de la historia de tu familia.

– ¿Qué pretendes decir con eso? -preguntó ella, mirándolo con recelo.

Noah se encogió de hombros con indiferencia.

– Dirigir el día a día de una bodega es un trabajo duro -contestó-. Tendrás que ocuparte de la contabilidad, la administración, la dirección y el control de calidad del trabajo de todos y cada uno de tus empleados. ¿Por qué querría una mujer con una niña pequeña asumir semejante responsabilidad?

– Por los mismos motivos que un hombre.

– Un hombre sería más práctico.

– ¿A qué te refieres?

– A que tendría en cuenta las alternativas.

– No hay ninguna.

– Yo no diría eso. Podrías vender tu parte de la bodega por una buena cantidad que os permitiría vivir holgadamente a tu hija y a ti.

Ella trató de mantener la voz firme.

– Dudo que a alguien le interese comprar mi parte -dijo-. Las finanzas no van bien y, como has señalado antes, Cascade Valley ha tenido muchos problemas.

– Tal vez podría convencer a la junta directiva para que Wilder Investments compre tu parte de la bodega.

Sheila recordó que Jonas Fielding le había advertido que los Wilder querrían comprarle la bodega. Al oír la propuesta de Noah sintió una profunda desilusión; esperaba algo más. Aunque apenas lo conocía, sentía afecto por él. Sin embargo, no podía dejarse manipular ni por Ben Wilder ni por su hijo.

– No -contestó, mirándolo a los ojos-. No venderé mi parte.

Noah vio la determinación desesperada y el dolor que le ensombrecía los ojos grises. Era como si lo estuviera acusando de haber cometido un delito imperdonable. Se había puesto muy tensa cuando le había planteado la posibilidad de comprarle la bodega. A él le parecía una solución lógica y no entendía qué pretendía. Pensó que tal vez quisiera más dinero; el problema era que ni siquiera le había mencionado un precio.

– Puedo asegurarte que Wilder Investments te haría una oferta muy generosa -afirmó.

– No lo dudo, pero no me interesa vender.

– Ni siquiera has oído las condiciones -estaba sorprendido por su fulminante negativa.

– No importa. No voy a vender la bodega.

El se encogió de hombros y apuró el brandy antes de acercarse a ella. Puso las manos en los reposabrazos y se echó hacia delante hasta aprisionarla contra el respaldo.

– No me importa lo que hagas con tu querida bodega -dijo-. Sólo quería que fueras consciente de tus posibilidades.

– Sé cuáles son.

– ¿De verdad?

Noah la miró a los ojos intensamente, tratando de ver más de lo que se habría atrevido a ver ningún hombre.

– Tengo mis dudas -añadió, antes de besarle la frente.

Sheila suspiró y cerró los ojos. La razón le decía que no tenía que rendirse a sus pasiones, pero la deliciosa sensación de los labios de Noah en la piel, la misteriosa intensidad de aquellos ojos azules y la certeza de que el deseo que creía muerto y enterrado tras su fracaso matrimonial había renacido de las cenizas la impulsaban a entregarse al placer del momento.

El la tomó de la barbilla para besarla. Ella se estremeció y abrió la boca para invitarlo a jugar con su lengua, sus labios y sus dientes. Esa reacción avivó aún más el deseo de Noah.

Sheila no oía nada al margen de los latidos de su corazón; no pensaba en nada más que en el calor y la pasión que la dominaban. Sin pensarlo, se estiró y le rodeó el cuello con los brazos. El gimió complacido y se apartó un poco para mirarla. La expresión de sus ojos estaba llena de preguntas que ella no podía contestar. No sabía cuánto podía dar, ni qué quería Noah.

– Sheila, Sheila… -murmuró él.

Aunque lo deseaba con locura, se quedó callada y dejó que le besara el cuello, sintiendo que le besaba el alma. Lo tomó del pelo y se echó hacia delante para ofrecerle más piel. Para ofrecerle más de sí misma.

Noah empezó a desabotonarle la camisa y bajó la cabeza para besarle el pecho. Ella dejó escapar un gemido y se estremeció por adelantado. El no la decepcionó: siguió abriendo los botones y le pasó la lengua por el borde del sujetador. Sheila empezó a respirar entrecortadamente; sentía que en la habitación no había suficiente aire para evitar que un remolino de pasión la arrastrara junto a aquel hombre al que apenas había visto, pero al que tenía la impresión de conocer desde siempre. Estaba embelesada con sus caricias. Se moría de ganas de pedirle que le hiciera el amor, pero no podía pronunciar palabra.

Noah le deslizó la camisa por los hombros, dejándole el pecho y los brazos desnudos.

– Déjame hacerte el amor -susurró.

Sheila lo miró con los ojos ardientes de pasión, pero seguía sin poder articular palabra.

El la levantó de la silla y la tumbó con cuidado en el suelo. Ella notó la caricia de la alfombra persa en la espalda y supo que, si quería echarse atrás, tendría que hacerlo pronto, antes de que el deseo le arrebatara el sentido definitivamente.

Noah le acarició los senos por encima del encaje del sujetador.

– Eres preciosa.

Ella se estremeció complacida. Cuando él le bajó los tirantes para liberarla de la prenda y empezó a besarle los pezones, creyó que se iba a derretir sobre la alfombra.

– Deja que te haga el amor -insistió Noah-. Déjame hacerte mía.

Sheila arqueó la espalda para apretarse contra él. Para bien o para mal, lo deseaba tan desesperadamente como él a ella.

– Ven a la cama conmigo -suplicó él.

Ella respondió con un gemido. Noah levantó la cabeza para mirarla a los ojos.

– Dime que me deseas, Sheila.

Frunció el ceño, frustrada y confundida Lo deseaba con toda su alma, pero no entendía qué le estaba pidiendo. Le parecía increíble que no pudiera sentir la intensidad de su deseo.

– ¡Dímelo! -reclamó Noah.

Necesitaba saber si lo que veía en los ojos grises de Sheila era una sombra de duda o de desconfianza.

– ¿Qué quieres de mí? -preguntó ella.

– Quiero saber que sientes lo mismo que yo.

– No te entiendo.

El le sujetó los brazos y la inmovilizó contra la alfombra. Mientras la miraba detenidamente, entrecerró los ojos con desconfianza. Jamás había sido tan impulsivo con una mujer. Se preguntaba por qué estaba tan embelesado con Sheila y por qué lo hacía sentirse más vivo de lo que se había sentido en años. No sabía si era por la elegancia de sus facciones, por el brillo de sus ojos o por el perfume de su pelo, pero lo cierto era que estaba fascinado por aquella belleza sensual y, a la vez, ingenua. Durante los dieciséis últimos años había evitado cualquier relación que pudiera recrear la escena que había convertido su vida en un caos.

Había tenido mucho cuidado de no cometer la insensatez de volver a enamorarse. Sin embargo, en aquel momento, mientras contemplaba los enormes ojos grises de Sheila, sentía que estaba hundiéndose en el mismo abismo en el que había caído mucho tiempo antes. Desde el incidente de Marilyn no había vuelto a permitirse el lujo de dejarse cautivar por una mujer. Pero esa noche era diferente. Estaba empezando a querer a Sheila, aunque apenas la conocía y no podía entender qué la motivaba. Se preguntaba cuánto podía confiar en la encantadora criatura que tenía entre los brazos.