– De acuerdo.
– Espero el informe definitivo dentro de una semana.
– Lo tendrás.
Con aquellas palabras, Anthony Simmons cortó la comunicación y sonrió maliciosamente. Por primera vez en un par de años podía oler grandes sumas de dinero.
Cuando Noah colgó el teléfono tenía una sensación desagradable en el estómago. El detective había sido demasiado complaciente y mucho más sumiso que el Anthony Simmons con el que había lidiado en el pasado. Por un momento pensó en la posibilidad de volver a llamarlo para retirarlo del caso; tenía la sensación de que la última instrucción que le había dado era peligrosa.
Sacudió la cabeza, se alejó de la mesa y apuró el brandy. Estaba empezando a ponerse paranoico. Desde que había visto a Sheila, estaba actuando de manera irracional. No sabía si ella se lo había propuesto o no, pero lo cierto era que lo estaba desequilibrando.
Frunció los labios, salió de la biblioteca y empezó a subir las escaleras. Faltaba poco para que amaneciera, pero tenía que tratar de descansar; al día siguiente le esperaba otra batalla con su hijo. Además, Simmons se había comprometido a entregarle un informe preliminar sobre el incendio. Por algún motivo que no podía precisar, aquello le daba pánico.
Sheila condujo como si estuviera poseída. No tenía muy claro por qué, pero había dejado la habitación del hotel de Seattle. Lo único que sabía era que tenía que alejarse de aquella ciudad; la ciudad donde vivía Noah Wilder. Las sensaciones que le había provocado habían florecido al calor de su abrazo. No obstante, en aquel momento, mientras conducía bajo la lluvia, lo que sentía era una cruda desesperación. No entendía por qué se había rendido tan fácilmente al encanto de Noah. Inconscientemente, se pasó la lengua por los labios; casi podía sentir el poder de los besos apasionados.
Absorta con sus pensamientos, tomó una curva a toda velocidad, perdió el control del coche y se metió en el carril contrario. Vio los faros de los vehículos que avanzaban hacia ella y maniobró bruscamente para esquivarlos. Cuando consiguió volver a su carril, sentía que el corazón le martilleaba los oídos. Siempre había sido una conductora prudente, pero esa noche no se podía concentrar en el camino. Se aferró con fuerza al volante y notó que le sudaban las manos. No sabía si era porque había estado a punto de tener un accidente o si era culpa del hombre que le había trastornado los sentidos.
– Dios mío -murmuró.
Se preguntaba por qué sentía que había traspasado los límites con Noah. Era peligroso intimar con cualquiera que trabajara en Wilder Investments. Los paternales consejos de Jonas Fielding resonaron en su mente.
“No me fiaría de Ben en absoluto. Y tú tampoco deberías -le había aconsejado el abogado-. No me gustaría que Ben Wilder o su hijo te desplumaran.”
A Sheila le parecía impensable que Noah quisiera engañarla, pero no podía pasar por alto el hecho de que le había ofrecido comprarle su parte de la bodega, tal como Jonas le había advertido.
Le dolía la cabeza. Trató de concentrarse en la carretera y redujo la velocidad. Había sido un día muy largo, y cuando cruzó las Cascade estaba agotada.
Las primeras luces del alba teñían el valle mientras Sheila atravesaba las últimas colinas que rodeaban el pequeño pueblo de Devin. Situado al oeste de Yakima, era poco más que un desvío en el camino y se llamaba Devin en honor a los dueños del almacén en torno al cual se había desarrollado el pueblo. No era un lugar particularmente bonito, pero era un buen sitio para vivir y un entorno amigable para los ojos cansados de Sheila. Aunque se había marchado el día anterior, tenía la impresión de que llevaba fuera toda una vida.
Bajó la ventanilla y dejó que la brisa fresca la reanimara. A pesar del cansancio, no pudo evitar sonreír al sentir el viento en el pelo. Sus problemas parecieron desaparecer con el sol del amanecer.
Tomó la última curva antes de empezar a subir la colina hasta la bodega. Desde la puerta, el lugar parecía tan acogedor como siempre. El edificio principal era de dos plantas, con diseño francés. Con las cumbres nevadas de las Cascade como telón de fondo, los jardines de la bodega producían una relajante sensación de bienestar.
Mientras abría el maletero y sacaba su equipaje, Sheila pensó que era una suerte que desde la carretera no se viera la parte que había destruido el incendio. Dejó la maleta en el porche y paseó por la rosaleda que había detrás de los edificios principales. Cortó un capullo de color melocotón y se lo acercó a la nariz. No recordaba cuántos años habían pasado desde que su padre había plantado aquel rosal. Cada primavera, Oliver plantaba un rosal de una variedad nueva para añadir exuberancia al jardín.
Sheila miró a su alrededor y recordó el esfuerzo y la dedicación con que su padre había montado aquella bodega, y cuánto había hecho para que la marca Cascade Valley fuera famosa en todo el país. Se llevó una mano a la frente y se encorvó, apesadumbrada. Se sentía culpable, y se prometió que encontraría la manera de que Cascade Valley volviera a producir los mejores vinos del noroeste. La idea de que su padre se hubiera endeudado con Ben Wilder por su culpa le partía el corazón. Si no hubiera necesitado dinero después del divorcio, tal vez Oliver no habría pedido un préstamo, no se habría sentido tan acorralado, y tal vez aún estaría vivo.
Se reprendió por pensar de aquella forma, volvió a oler la flor y trató de concentrarse en encontrar una solución viable a su problema. Le fue imposible; sus pensamientos eran demasiado sombríos, y no pudo evitar preguntarse cuánto habría de cierto en los rumores que decían que su padre había provocado el incendio.
No contestó a la pregunta y corrió a la parte trasera. El ala oeste de la casa solariega había quedado reducida a un esqueleto de vigas ennegrecidas. El sheriff había ordenado que acordonaran la zona con una cinta de seguridad para prohibir el paso. A Sheila se le encogió el corazón al ver el cartel que rezaba Área con indicios de delito. Aquel cartel, que ponía en entredicho la honradez de su padre, la reafirmó en su decisión. Nadie, ni siquiera Noah Wilder, le arrebataría el sueño de su padre; no si ella podía evitarlo.
Al pensar en Noah se sintió repentinamente vacía. Por absurdo que pareciera, sentía que había dejado un pedazo de su alma en la biblioteca de la mansión con vistas al lago Washington. Se resistía a pensar que pudiera haberse enamorado de él. Lo que sentía no era más que pura atracción sexual. Era demasiado realista para creer en el amor a primera vista; el cuento de la Cenicienta era una fábula. Su experiencia amorosa había sido nefasta, y su matrimonio se había convertido en una farsa humillante. Había tardado meses en convencerse de que estaba enamorada de Jeff, pero, afortunadamente, no había necesitado tanto tiempo para darse cuenta de su error.
Dio una patada a una piedra del camino y se dijo que de ninguna manera podía estar enamorada de Noah. Era una idea ridícula. Lo había conocido pocas horas antes en un ambiente particularmente seductor. No sabía nada de él, excepto que tal vez fuera el hombre más atractivo que había visto en su vida. Aunque no podía negar que era muy misterioso y sensual, le parecía infantil confundir la atracción sexual con el amor. Muchas mujeres caían en aquella trampa, pero Sheila se conocía lo suficiente para saber que considerar que lo que había pasado en la mansión de Wilder había sido un acto de amor era una fantasía y una mera excusa para justificar su comportamiento improcedente.
Suspiró y cerró la puerta del jardín. El problema era que no podía evitar a Noah y sus enigmáticos ojos azules, y no se le ocurría cómo iba a reabrir la bodega sin su ayuda. A menos que Ben regresara a Seattle para tomar las riendas de Wilder Investments, estaba condenada a lidiar con Noah. Se le aceleraba el corazón sólo con pensar en volver a verlo. Trató de imaginar una solución alternativa a su problema, pero llegó a la conclusión inevitable de que nadie le prestaría el dinero necesario para comprar la participación de Ben en Cascade Valley.