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Cerró el cajón de golpe y sacudió la cabeza para librarse de aquella idea tan desagradable. No quería pensar que Noah pudiera estar utilizándola.

Fue a la cocina y trató de borrar sus sospechas. Jonas le había hablado de la fama que tenía la compañía de Ben Wilder para forzar la quiebra de las empresas, comprar las acciones de sus socios a precios ridículos y quedarse con la totalidad del negocio y de los beneficios.

Sin pensarlo, descolgó teléfono y marcó el número de Wilder Investments. Aunque eran casi las cinco de la tarde, con suerte encontraría a Noah en el despacho. El orgullo que le había impedido llamarlo parecía insignificante en comparación con la indignación que le causaba la idea de que quisiera arrebatarle la bodega.

– Wilder Investments -contestó una voz cansina.

– ¿Puedo hablar con Noah Wilder, por favor?

– Lo siento, pero el señor Wilder estará fuera todo el día.

– ¿Sabe dónde lo puedo localizar? Es muy importante.

– Según tengo entendido, se ha ido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad y estará ilocalizable hasta el lunes. Si me deja su nombre y su teléfono, le dejaré una nota.

– No, gracias. Volveré a intentarlo la semana que viene.

Sheila cortó la comunicación y trató de pensar con claridad. No entendía por qué no la había llamado. Todas las preguntas y el interés de Noah por la bodega parecían haber desaparecido después de la noche que habían compartido. Se sonrojó al pensar en la posibilidad de que el interés que había mostrado por la situación de la bodega sólo fuera parte de su estrategia de seducción; una seducción que la había cautivado totalmente. Todo parecía indicar que el viaje a Seattle había sido una pérdida de tiempo. Además de no conseguir nada para salvar la bodega, le habían tomado el pelo. No se podía creer que hubiera pensado en abrir su corazón a un hombre para el que no era más que un pasatiempo.

Emily entró en la cocina y sacó una galleta del frasco.

– ¿Qué hay de cena? -preguntó.

– Filetes rusos.

– ¿Nada más?

– Estoy preparando una ensalada de espinacas y, si no te la terminas antes de la cena, tenemos galletas de postre.

Emily se apresuró a dejar la galleta en su sitio.

– La cena estará lista dentro de media hora -dijo Sheila-. Te llamaré cuando la tenga.

Al ver que la niña vacilaba, añadió:

– ¿Te pasa algo?

– No quiero ir a casa de papá.

– ¿Qué dices? Pero si te encanta estar con tu padre…

– No es verdad. Y estoy segura de que él tampoco quiere que vaya yo. No se lo pasa bien conmigo.

– Eso es ridículo. Tu padre te quiere mucho.

– ¿Me acompañarás?

– Si quieres, te llevo a Spokane, pero sabes que a tu padre le gusta venir a buscarte.

– ¿Quieres decir que no te vas a quedar conmigo en su casa?

– Ya sabes que no puedo, cariño.

– Pero a lo mejor si lo llamas y le dices que no quiero ir, lo entiende.

– ¿A qué viene todo esto, Emily?

La niña se encogió de hombros.

– Es que no quiero ir.

– ¿Por qué no te lo piensas un poco mejor? Aún te quedan dos semanas aquí, y podemos volver a hablar de esto.

Emily levantó la vista para mirar por la ventana.

– Creo que viene alguien -dijo.

Sheila miró afuera y se quedó sin respiración al ver que se acercaba el coche de Noah. Estaba emocionada y muerta de miedo. Imaginaba que había ido a darle una respuesta sobre la situación de la bodega.

A Sheila se le hizo un nudo en la garganta cuando vio el Volvo de Noah en la entrada.

– ¿Quién es? -preguntó Emily.

Noah aparcó y se bajó del coche. Parecía cansado y sofocado. Llevaba la camisa arremangada, y estaba despeinado y sin afeitar. A Sheila se le aceleró el corazón con sólo mirarlo. Ningún otro hombre la había perturbado tanto.

– Mamá -insistió Emily-, ¿lo conoces?

– Sí; se llama Noah Wilder y dirige la empresa que posee la mayor parte de la bodega.

– Vaya, un jefazo.

Sheila se echó a reír.

– Es el director provisional o algo así. No lo llames jefazo.

– Lo que tú digas.

– Sólo ten en mente que es importante. Su decisión sobre la bodega es fundamental; después te lo explico. Ahora vamos a abrirle la puerta.

Sheila tomó a su hija de la mano y corrió a la entrada, con la esperanza de que la niña dejara de hacerle preguntas sobre Noah.

Cuando abrió la puerta descubrió que Noah no estaba solo: había un chico con él. Dio por sentado que era su hijo; el parecido era innegable. Aunque Sean era rubio, tenía la piel bronceada y los ojos azules como su padre. Unos ojos azules que la miraban con hostilidad manifiesta.

– He llamado, pero no suena el timbre -dijo Noah.

– No funciona desde el incendio.

– Me habías invitado a pasar un fin de semana para que viera la bodega con mis propios ojos. ¿La oferta sigue en pie?

– ¿Este fin de semana?

– Si no es molestia, claro.

Sheila estaba dominada por la calidez y el poder de la mirada de Noah. Se obligó a sonreír y trató de mantener un tono sereno y profesional.

– En absoluto. Me alegro de que hayas venido. Estoy segura de que cuando veas la magnitud del desastre entenderás por qué tenemos que empezar a reconstruir cuanto antes.

– Seguramente -dijo él, eludiendo el asunto-. Te presento a mi hijo.

Sheila dirigió su atención al chico y amplió la sonrisa. Tenía un talento especial para los adolescentes.

– Hola, Sean, ¿cómo te va?

– Bien -contestó el chico, lacónico.

Ella no insistió y le puso una mano en el hombro a su hija.

– Esta es Emily.

Noah se agachó para quedar a la altura de la niña.

– Encantado de conocerte, Emily -dijo, tendiéndole la mano-. Estoy seguro de que ayudas mucho a tu madre.

La pequeña asintió y dio un paso atrás para alejarse un poco de él.

– Estábamos a punto de cenar -comentó Sheila cuando Noah se puso de pie-. ¿Os apetece comer con nosotras?

Sean puso mala cara y miró hacia otro lado. Su padre contestó por los dos.

– Si no es mucha molestia, nos encantaría. Tendría que haberte llamado para avisarte de que vendría, pero se estaba haciendo tarde y quería salir de la ciudad cuanto antes.

Noah se sorprendió de la facilidad con la que había mentido.

– No pasa nada -dijo ella-. Siempre cocino para un batallón. Entrad; aún tengo que hacer unas cuantas cosas antes de servir la cena. O, si lo preferís, podéis echar un vistazo a los alrededores. Más tarde os haré una visita guiada.

– Esperaré. Creo que prefiero una visita personalizada.

Sheila se ruborizó, pero se las ingenió para mantener la calma.

– ¿Y tú, Sean? La cena no estará lista hasta dentro de media hora. Si quieres entrar, tengo libros y revistas que te podrían interesar. O puedes quedarte fuera y hacer lo que quieras.

– No me gusta leer. Me quedo aquí.

Emily siguió a los adultos a la cocina y se mantuvo pegada a su madre. Mientras Sheila terminaba de preparar la cena, Noah se apoyó en la encimera y la observó trabajar.

– ¿Estás de vacaciones, Emily? -preguntó.

– Sí.

Sheila notó la vergüenza de su hija. Después del divorcio de sus padres, la pequeña se había vuelto particularmente tímida con los hombres, en especial, con los que demostraban interés por su madre.

– Voy a tardar más de lo que pensaba en preparar la cena -dijo, tratando de evitarle la incomodidad de la situación-. ¿Por qué no sales y te llevas unas galletas y unos refrescos para Sean y para ti?

A Emily se le iluminó la mirada.

– ¿En serio? ¿Antes de cenar?

– ¿Por qué no? Esta noche es especial.

Sin dar crédito a su suerte, la niña se apresuró a salir con las manos llenas de galletas y apretando los refrescos contra el pecho.