En cuanto se cerró la puerta, Noah se situó detrás de Sheila, la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí. Ella cerró los ojos al sentir el aliento cálido en el cuello.
– ¿En serio? -preguntó él.
– ¿De qué hablas?
– ¿De verdad es una noche especial?
– Sí. Emily y yo no tenemos invitados muy a menudo.
– No me refería a eso.
Sheila suspiró, bajó el fuego del hornillo y se giró para mirarlo.
– Sé a qué te referías.
– ¿En serio?
– Por supuesto. No soy tan ingenua. Doy por sentado que has venido a hablar de la bodega y…
– ¿Y? -la interrumpió él, dedicándole una sonrisa sensual.
– Y que probablemente esperas que sigamos donde lo dejamos la otra noche.
– La idea se me ha pasado por la cabeza.
– Estás loco.
– Yo diría más bien que estoy embelesado.
– Oh, Noah…
Sheila no pudo resistirse a la ternura de la declaración. Aunque no le hiciera gracia reconocerlo, seguía encontrando algo enigmático y extremadamente deseable en Noah. La emocionaba darse cuenta de que quería estar con ella. Tal vez lo hubiera juzgado mal. Tal vez, a pesar de todas sus diferencias, existiera la posibilidad de que pudieran ser felices juntos.
– Estás preciosa.
– ¿Con vaqueros y una camisa vieja?
– Con cualquier cosa -declaró él, apretándose más aún contra ella-. Por lo que recuerdo, te pongas lo que te pongas, estás impresionante.
Acto seguido, Noah bajó la cabeza y la besó apasionadamente. Sheila recordó el abrazo bajo la lluvia y las caricias de después de hacer el amor. Todas las dudas que había albergado las últimas semanas desaparecieron con la promesa contenida en aquel beso. -Te echaba de menos -murmuró él-. Dios, cuánto te echaba de menos.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Yo también te he echado de menos.
Noah se puso tenso y se apartó un poco para mirarla.
– ¿Te pasa algo?
– Ha sido un día largo, y…
Sheila no sabía cómo explicarle el torbellino de emociones que sentía cada vez que la abrazaba.
– ¿He venido en mal momento? -insistió él-. Debería haber llamado antes.
– No pasa nada. En serio.
– ¿Ya está lista la cena? -preguntó Emily, entrando en la cocina.
Sheila se secó las lágrimas.
– En un minuto. Puedes poner la mesa.
– ¿En el comedor?
– No. Tendremos que comer aquí. No es muy elegante, pero no hay más remedio: el comedor está hecho un desastre.
– ¿Por el incendio? -preguntó Noah.
– Y por el agua que usaron para apagarlo. Después de cenar te lo enseñaré todo, y puede que comprendas mi postura sobre la bodega.
Sean entró en la habitación y dejó que la puerta se cerrara de golpe. Llevaba unos vaqueros cortados y una sudadera roja, y tenía cara de aburrido.
– ¿A qué hora vamos a cenar? -preguntó a su padre.
– Creo que ya te puedes sentar.
El chico ocupó una silla y evitó a mirar a Sheila. Emily se sentó junto a él y empezó a hablar sin parar sobre el paseo que esperaba que dieran juntos. Aunque Sean no parecía entusiasmado ante la perspectiva de pasar más tiempo con una niña de ocho años, el ojo experto de Sheila vio el interés que trataba de ocultar. Después de tres años de trabajar con adolescentes había aprendido a entenderlos.
La cena transcurrió bajo un ligero barniz de civilización. Ella esperaba que con el transcurso de los minutos desapareciera la incomodidad y se sintieran en familia, pero se equivocaba. Antes de que terminaran, hasta Emily notaba la tensión que había entre su padre y Sean.
Sheila trató de salvar las distancias con el chico.
– ¿Ya estás de vacaciones?
Sean no se dio por aludido y siguió comiendo. Ella hizo un nuevo intento.
– ¿Te apetece algo más? ¿Quieres un panecillo?
Nada. Noah había decidido no regañar a su hijo delante de Sheila y Emily, pero el comportamiento de Sean exigía que interviniera.
– Sheila te ha hecho una pregunta -dijo con severidad.
– La he oído.
– Entonces, ten la amabilidad de contestar.
– No, no quiero otro panecillo, Sheila -respondió el chico, antes de volver a mirar a su padre-. ¿Satisfecho?
– No, en absoluto. Deberías ser educado.
– ¿Por qué?
– Por respeto.
– ¿A quién? ¿A ella?
– ¡Ya basta, Sean!
– No es esto lo que necesito, papá.
– Lo que necesitas es aprender a comportarte con un mínimo de decencia y amabilidad.
– Puede ser, pero no necesito que nadie trate de ser mi madre.
– No te preocupes, Sean -intervino ella-. No tengo ninguna intención de convertirme en tu madre -Sheila volvió su atención al plato y terminó de comer antes decir nada más-. Estoy segura de que has vivido muy bien sin madre, y no tengo intención de cambiar eso -añadió, con su mejor sonrisa-. Dicho lo cual, ¿te apetece algo más? ¿Otro panecillo?
– ¡No!
– Bien. En ese caso, si todos hemos terminado, puedes recoger la mesa mientras Emily trae el postre.
– Buena idea -dijo Noah, mirando a su hijo para que obedeciera.
Sheila empezó a recoger los platos y pasárselos a Sean.
– Déjalos en la encimera, cerca del fregadero, y no te preocupes de lavarlos, que ya lo haré yo. Mete las sobras en la nevera y cúbrelas con plástico transparente. ¿Puedes ocuparte de eso?
El chico asintió enfurruñado.
– Muy bien -continuó ella-. Emily, es tu turno.
La niña la miró asustada. Jamás había presenciado tanta hostilidad en una cena ni había visto a su madre ser tan grosera con un invitado.
Sheila sonrió para tranquilizarla.
– Puedes llevar las galletas al patio trasero -dijo-. Yo llevaré el café, y Noah, la leche.
Sean se levantó con malos modos, pero ayudó a recoger la mesa. La tensión que se había creado en la cena seguía en el ambiente. Noah sirvió dos vasos de leche y se escapó por la puerta trasera, y Emily se apresuró a seguirlo con el plato de galletas.
Sheila había preparado el café y lo estaba sirviendo cuando el chico estalló.
– Tal vez puedas engañar a mi padre -gritó-, pero a mí no.
Ella se sobresaltó y le cayó café caliente en la muñeca. Sin perder el aplomo, abrió el grifo y puso la mano debajo del chorro de agua fría.
– No tengo ninguna intención de engañarte -dijo con absoluta serenidad.
– No te creo.
Sheila se volvió para mirarlo a los ojos.
– Mira, Sean, ni trato de engañar a nadie ni me gusta que me tomen por tonta. Me da igual si te caigo mal, tienes tanto derecho a una opinión propia como yo.
– No me sueltes tus discursos pedagógicos -espetó él-. Sé que eres asesora en un instituto, y estoy seguro de que mi padre me ha traído para que veas si puedes resolver mis problemas, pero quiero que sepas que conmigo no va a funcionar, así que no gastes saliva.
– ¿De verdad crees que perdería mi tiempo y mi experiencia en alguien que no quiere ayuda?
– Es tu trabajo.
– Siento decirte que te equivocas. No voy a mover un dedo por alguien que prefiere seguir como está, y eso te incluye. Por otra parte, lo que tu padre espera de mí no tiene nada que ver contigo. Somos socios.
– Ya. Lo que tú digas.
– ¿Sabes una cosa? Creo que te voy a hacer caso y no voy a gastar saliva. Relájate y pásatelo bien estos días.
– Eso es imposible -dijo él, volviéndose a mirar por la ventana-. Esto no es lo mío.
– Pues es una pena, porque parece que te vas a quedar todo el fin de semana aquí.
Sheila sirvió otra taza de café, levantó la bandeja y añadió:
– ¿Por qué no vienes con nosotros al patio? Emily ya ha llevado las galletas.
Sean se giró y la miró furioso.
– No pienso ir a tomar leche con galletas. Eso puede estar bien para Emily, pero no para mí. No pienso perder el tiempo haciendo de canguro de tu hija.