Emily eligió aquel preciso instante para entrar en la cocina. No cabía duda de que había oído lo que había dicho Sean, porque lo miró con ojos llorosos.
El chico maldijo entre dientes y dio un puñetazo en la encimera antes de salir como una exhalación, con la cara roja de vergüenza.
– ¿Por qué le caigo mal? -preguntó Emily.
Sheila dejó la bandeja en la mesa y se agachó para abrazarla.
– No le caes mal, cariño. Se siente inseguro. No nos conoce y no sabe cómo comportarse.
– Pero lo ha dicho en serio.
– No, sólo estaba tratando de provocarme. Puede que le des envidia.
– ¿Por qué?
– Porque no tiene madre.
– Yo creía que todo el mundo tenía madre.
– Tienes razón, cariño. Todo el mundo tiene madre, incluso Sean, pero creo que está triste porque no la ve muy a menudo.
– ¿Y por qué?
Emily estaba perpleja, y Sheila temió haber sacado un tema que no podía explicar bien. No sabía nada de la madre de Sean, pero por lo que había entendido, el chico no la había visto nunca. No le extrañaba que estuviera enfadado con el mundo. Fuera como fuera, tenía que encontrar una respuesta apropiada para su hija.
– Los padres de Sean no viven juntos -murmuró.
– Ah, están divorciados, como papá y tú.
– Algo así.
Emily parecía satisfecha con la explicación, y Sheila se apresuró a cambiar de tema.
– Vamos al patio a llevarle el café a Noah antes de que se enfríe.
– No está en el patio.
– ¿Dónde está?
– Se ha ido a dar una vuelta.
– Bueno, lo esperaremos.
Sheila levantó la bandeja y salió con su hija al patio flanqueado por la rosaleda de Oliver.
Noah se estaba familiarizando con el paisaje de la bodega. Además, el paseo le había servido para desahogar parte de la frustración y la tensión que había acumulado desde que había salido de Seattle. El viaje a las montañas había sido agotador; a Sean no le había gustado nada tener que suspender sus planes del fin de semana y se lo había pasado mirando por la ventanilla y contestando con monosílabos.
Noah creía que su hijo se relajaría al llegar a la bodega, pero se había equivocado: estaba más irascible que nunca. Era como si quisiera castigarlo con su mal comportamiento.
Relajó el entrecejo y sonrió al pensar en cómo había reaccionado Sheila ante la impertinencia de su hijo. Estaba maravillado por la maestría con que lo había puesto en su sitio. Tenía la impresión de que él no podría controlar nunca a Sean. Era evidente que el chico necesitaba una madre, había sido un estúpido al creer que podría educarlo por su cuenta. No pudo evitar recordar lo que le había dicho Ben dieciséis años atrás:
“Si quieres criar a tu hijo solo, es que eres más imbécil de lo que pensaba.”
Un portazo lo distrajo de sus pensamientos, y se volvió para ver a Sean saliendo furioso de la casa. Obviamente, se había producido otra discusión, y su hijo había vuelto a perder la batalla.
Noah sacudió la cabeza mientras lo veía alejarse y volvió a pensar en Sheila. Debía reconocer que tenía más agallas de lo que parecía a primera vista. Además de ser extremadamente atractiva, había demostrado que era independiente e inteligente.
Se pasó una mano por el pelo y se preguntó si no habría cometido un error al ir a verla. La había encontrado más enigmática de lo que recordaba, y tenía la impresión de que la bodega incendiada añadía vulnerabilidad a sus ojos grises. Había ido a Cascade Valley para decirle que se había enterado de que su padre había provocado el incendio, pero sentía el impulso de protegerla. Cuanto más estaba con ella, menos le apetecía hablar del asunto.
El informe de Anthony Simmons era breve y conciso. Aunque no había hallado pruebas concretas de que Oliver fuera el incendiario, acusaba al padre de Sheila. Noah sabía que la compañía de seguros llegaría a la misma conclusión. Según el detective, en base a pruebas circunstanciales se podía demostrar que Oliver Lindstrom había provocado el incendio de Cascade Valley con la esperanza de cobrar el seguro para pagar la deuda que había contraído con Wilder Investments. Lamentablemente, Lindstrom había caído en su propia trampa y había muerto asfixiado por el humo.
A Noah se le revolvía el estómago al pensar en la posibilidad de que Sheila tuviera alguna relación con el incendio. Se preguntaba si habría sido cómplice de su padre o si, como afirmaba, sólo estaba buscando una solución a su problema. Según Simmons, había sido amable, pero no se había mostrado muy dispuesta a colaborar con la investigación y había puesto muchos reparos para hablar de cualquier asunto personal. El detective estaba convencido de que ocultaba algo, pero Noah no pensaba igual. Aun así, debía contarle lo de su padre y ver cómo reaccionaba ante la noticia. No iba a ser fácil; de todas maneras, Sheila salía perdiendo. Si ya sabía que su padre era un farsante, en el mejor de los casos quedaría como una mentirosa y, en el peor, como cómplice; si no lo sabía, sus sueños y el respeto que sentía por el difunto quedarían destrozados. Y no cabía duda era de que lo culparía a él por haber sacado a relucir los trapos sucios de Oliver.
Mientras volvía al patio, Noah trató de encontrar una forma de ayudarla sin hacerle daño.
Ocho
Noah caminaba por el patio de un lado a otro. Tenía surcos en la frente por la tensión del día. Eran casi las diez; había anochecido hacía más de una hora, y Sean aún no había regresado. Al parecer, había retomado su costumbre de desaparecer sin avisar.
Emily ya se había ido a dormir. Había estado muy callada desde que había oído el comentario de Sean, y ni siquiera había protestado cuando le habían dicho que era hora de que se fuera a la cama. A Sheila le partió el corazón oírla analizar la situación.
– Sean me odia, pero no porque no tiene madre; me odia porque odia a todo el mundo.
– Sólo está tratando de descubrir quién es.
– Eso es absurdo. Es Sean. Sencillamente, me odia.
– Tal vez se odie a sí mismo.
A Emily no la había convencido el argumento de su madre, y se negó a dormir con su peluche favorito.
– No lo necesito. Los muñecos son para los niños pequeños.
Sheila no insistió, pero le dejó el juguete en la mesilla.
– Por si cambias de opinión -dijo. Acto seguido, le dio un beso de buenas noches, salió de la habitación y fue directamente al patio.
– ¿Cómo está Emily? -preguntó Noah.
– Creo que bien.
– ¿Qué le pasaba?
– La ha ofendido que Sean piense que es una niña pequeña, y está convencida de que tiene que madurar en una sola noche.
– El que tiene que madurar es mi hijo. Sinceramente, empiezo a pensar que no madurará nunca.
– Tranquilo, madurará.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque no tendrá más remedio.
– ¿Por qué estás tan segura? ¿Cómo sabes que no es un delincuente en potencia?
Sheila sonrió.
– No es mal chico -contestó-. Lo único que le pasa es que no está seguro de sí mismo.
– Pues a mí me ha parecido todo lo contrario.
– Eso es exactamente lo que pretende.
Noah se sentó junto a ella, le puso una mano en la pierna y le besó la frente.
– ¿Cómo ha hecho una mujer tan hermosa como tú para volverse tan sabia?
– ¿Has olvidado cómo eras cuando ibas al instituto? -replicó ella.
– Hago lo imposible por no recordarlo.
– Venga, reconoce que hiciste sudar tinta a tus padres.
– No recuerdo haber sido tan problemático como Sean.
– Quizá eras más listo y no te pillaban.
– Empiezas a parecer muy negativa.
– Sólo soy realista.
– Así que sólo eran negocios, ¿eh? -dijo Sean, saliendo de las sombras.
Noah se puso tenso y volvió la cabeza hacia su hijo.