Andrea Camilleri
Las Alas De La Esfinge
Traducción del italiano de María Antonia Menini Pagès
Título originaclass="underline" Le ali della sfinge
1
Pero ¿adónde habían ido a parar aquellas primeras horas de la mañana en que, nada más despertar, se sentía atravesado sin motivo por una especie de corriente de pura felicidad?
No se trataba de que el día se presentara despejado, sin viento y enteramente iluminado por el sol, no; era otra sensación que no dependía de su naturaleza de meteorólogo. Si hubiera querido explicársela a sí mismo, era algo así como sentirse en armonía con todo el universo creado, perfectamente sincronizado con un gran reloj sideral y exactamente colocado en el espacio, en el punto preciso que se le había asignado desde el momento de nacer.
¿Bobadas? ¿Fantasías? Tal vez.
Pero el hecho indiscutible era que antes experimentaba esa sensación bastante a menudo, mientras que desde hacía unos cuantos años, adiós muy buenas. Desaparecida. Borrada. Es más, ahora las primeras horas de la mañana le provocaban muchas veces y de muy buen grado una especie de rechazo, de negativa instintiva a aprobar lo que lo esperaba tras haber tenido que aceptar el nuevo día, aunque no previera ninguna molestia en el transcurso de la jornada. Y la confirmación se la daba la manera en que se comportaba nada más despertar.
Ahora, en cuanto abría los ojos, volvía a cerrarlos de inmediato y permanecía unos segundos a oscuras, mientras que antes, en cuanto abría los ojos, los mantenía abiertos casi de par en par para absorber ávidamente la luz del día.
«Y eso es con toda seguridad un efecto de la edad», pensó.
Pero a esta conclusión se rebeló de inmediato Montalbano segundo:
«Pero ¿qué historia es ésa de la edad? ¿Cómo es posible que a los cincuenta y seis años te sientas viejo? ¿Quieres saber la verdad?»
«No», contestó Montalbano primero.
«Pues te la voy a decir de todas maneras. Tú quieres sentirte viejo porque te resulta cómodo. Puesto que te has cansado de lo que eres y lo que haces, te estás construyendo la coartada de la vejez. Pero si eso es lo que sientes, ¿por qué no presentas una buena carta de dimisión y te largas?»
«¿Y qué hago después?»
«Haces el viejo. Te buscas un perro para que te haga compañía, sales por la mañana a comprar el periódico, te sientas en un banco, sueltas el perro y te pones a leer, empezando por las esquelas.»
«¿Por qué por las esquelas?»
«Porque si lees que alguien de tu edad ha muerto mientras que tú sigues vivito y coleando, experimentas cierta satisfacción que te ayuda a seguir viviendo un mínimo de veinticuatro horas más. Al cabo de una hora…»
«Al cabo de una hora os vais a tomar por culo tú y tu perro», dijo Montalbano primero, helado ante aquella perspectiva.
«Pues entonces levántate, vete a trabajar y no me toques los cojones», replicó Montalbano segundo.
Mientras se duchaba, sonó el teléfono. Fue a contestar tal como estaba, dejando a su espalda un reguero de agua. Total, más tarde llegaría Adelina y lo limpiaría.
– Dottori, ¿qué he hecho, lo he despertado?
– No, Catarè; ya estaba despierto.
– ¿Seguro seguro, dottori? ¿No me lo dice por cumplido?
– No; quédate tranquilo. ¿Qué hay?
– Dottori, ¿qué puede haber para que yo lo llame a primera hora de la mañana?
– Catarè, ¿eres consciente de que cuando me llamas nunca me das una buena noticia?
En cuestión de un momento la voz de Catarella adquirió un tono quejumbroso.
– ¡Ah, dottori, dottori! ¿Y eso por qué lo dice? ¿Me quiere hacer sufrir? Si por mí fuera, cada mañana lo despertaría con una buena noticia, qué sé yo, que ha ganado treinta mil millones en la lotería, que lo han nombrado jefe de policía, que…
Montalbano no había oído abrirse la puerta, y de pronto se vio ante Adelina, que lo estaba mirando con la llave todavía en la mano. ¿Cómo era posible que la mujer hubiese llegado tan temprano? Azorado, se volvió instintivamente de cara al teléfono, de tal manera que sus vergüenzas no quedaran a la vista. Al parecer, la parte posterior masculina es menos vergonzosa que la anterior. La asistenta se retiró inmediatamente a la cocina.
– Catarè, ¿a que va a resultar que ya sé por qué me llamas? Han encontrado un muerto. ¿Acierto?
– Sí y no, dottori.
– ¿En qué me equivoco?
– Se trata de una muerta fiminina.
– Oye, pero ¿no está por ahí el dottor Augello?
– Ya está en el lugar, dottori. Pero ahora mismo el dottori acaba de llamar para que yo lo llame a usted porque dice que es mijor que vaya usted también, dottori, personalmente en persona.
– ¿Dónde la han encontrado?
– En el Sarsetto, dottori, justo donde el puente miricano.
Quedaba muy lejos, en la carretera de Montelusa. Y a Montalbano no le apetecía nada sentarse al volante.
– Envíame un coche.
– Los coches están en el garaje, pero no pueden salir, dottori.
– ¿Se han averiado todos al mismo tiempo?
– No, señor dottori; funcionan. Pero es que no hay dinero para comprar gasolina. Fazio llamó a Montelusa, pero le dijeron que tuviera paciencia, que lo envían dentro de unos días, pero poquito… Ahora mismo sólo pueden circular los de la brigada móvil y el de escolta para el onorevoli Garruso.
– Se llama Garrufo, Catarè.
– Bueno, como se llame. Basta que usía comprenda de quién hablo, dottori.
Montalbano soltó un taco. Las comisarías no tenían gasolina, los tribunales no tenían papel, los hospitales no tenían termómetros, y entretanto los del Gobierno moribundo sólo pensaban en la construcción del puente sobre el estrecho. Pero la gasolina para las inútiles escoltas de los ministros, los viceministros, los jefes de grupo, los senadores, los honorables diputados del Congreso, los diputados regionales, los jefes de gabinete, los subalternos, ésa nunca faltaba.
– ¿Has avisado al ministerio público, a la Científica, al dottor Pasquano?
– Sí, señor, pero el dottori Guaspano se ha cabreado mucho.
– ¿Por qué?
– Dice que como él no tiene el don de la bicuidad, no podrá estar allí antes de unas dos horas. Dottori, ¿le importa darme una explicación?
– Dime.
– ¿Qué es eso de la bicuidad?
– Que uno puede encontrarse simultáneamente en dos sitios distintos y alejados el uno del otro. Dile a Augello que voy para allá.
Montalbano se dirigió al cuarto de baño y se vistió.
– Ya tiene listo el café -le advirtió Adelina.
En cuanto entró en la cocina, la asistenta lo miró y le dijo:
– Pero ¿sabe que usía es todavía un hombre muy guapo?
¿Todavía? ¿Qué significaba ese todavía? El comisario se molestó. Pero inmediatamente hizo su aparición Montalbano segundo:
«¡Pues no! ¡No puedes cabrearte! ¡Te contradices a ti mismo si hace apenas una hora te sentías un viejo decrépito!»
Mejor cambiar de tema.
– ¿Cómo es que hoy has venido tan temprano?
– Porque tengo que darme prisa e ir a Montelusa a hablar con el juez Sommatino.
Era el juez de vigilancia de la cárcel donde estaba cumpliendo condena Pasquale, el hijo menor de Adelina, un delincuente habitual que el propio Montalbano había detenido varias veces y de cuyo primogénito había sido padrino de bautismo.