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– No; en todo caso de los lepidópteros.

– ¿Se refiere a la chica de la mariposa?

– Me refiero.

– Pues verá, seguramente no había cumplido los treinta. Unos veinticinco años. La mataron de un solo tiro en la cara, disparado a menos de diez metros de distancia.

– ¿Un buen tirador?

– Muy bueno o con muy buena suerte.

– Los de la Científica dicen que era un arma de gran calibre.

– No hace falta toda esa ciencia de la Científica. Basta con ver los estragos que ha provocado. La bala rozó el hueso maxilar izquierdo y, simplemente por ponerle un ejemplo, le arrancó la mitad de los dientes superiores, que no he encontrado en el cadáver.

– ¿Cuándo la mataron?

– El homicidio se produjo seguramente la noche del sábado. Después, la noche del domingo, el asesino se deshizo del cadáver arrojándolo al vertedero.

Todo coincidía.

– Pero ¿por qué lo guardó todo el domingo?

– La cuestión no me corresponde a mí, le corresponde a usted.

– Dígame, doctor, ¿ha conseguido establecer si la chica mantuvo relaciones sexuales antes de ser asesinada?

– Si las hubiera mantenido, ya se lo habría dicho. Y se lo habría dicho sobre todo al fiscal Tommaseo, para hacerlo inmensamente feliz.

– ¿Se prostituía?

– Eso también lo descartaría.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– ¿Qué estaba haciendo según usted en el momento que le pegaron el tiro?

– Pregúnteselo a la adivina de la mesita de tres patas.

– Me explicaré mejor. ¿Estaba de pie? ¿Tumbada? ¿Sentada?

– Seguramente de pie. Y quien le disparó se encontraba a su espalda.

– ¿Cómo a su espalda? ¿No le disparó de frente?

– En mi opinión, la chica se volvió a mirar en el preciso instante en que el asesino estaba apretando el gatillo. A lo mejor el asesino la llamó, ella se giró y recibió el disparo.

Montalbano lo pensó un poco.

– Dese prisa con sus elucubraciones -dijo el médico-. No tengo tiempo que perder.

– ¿No cabe que la chica estuviera huyendo?

– Eso es muy probable.

– ¿Quizá de un intento de violación?

– Para esa hipótesis, pídale consuelo al fiscal Tommaseo.

Aquella mañana Pasquano estaba francamente grosero.

– ¿En los dedos había señales de anillos?

– Llevaba uno en el meñique izquierdo, no en el anular. Por consiguiente, no estaba casada. O se había casado por otro rito. O puede que estuviera casada pero no llevara alianza.

– ¿Piercings?

– Ninguno.

– ¿Las mordeduras en el muslo?

– Ah, ¿eso? Ratas del tamaño de cachorros de perro.

– ¿Es todo lo que puede decirme, doctor?

– No.

– Doctor, mire que yo tampoco tengo demasiado tiempo para perder.

– He encontrado dos cosas.

– ¿Piensa decírmelas a plazos mensuales?

– Dos trocitos de lana negra en el interior de la cabeza.

– ¿Y eso qué significa?

– ¿Usted qué cree? ¿Que eran trocitos de lana congénitos?

– ¿Quiere decir quizá que la bala traspasó algo de lana antes de penetrar en la carne?

– Suprima el quizá.

– Quizá llevaba un jersey de lana de cuello alto.

– Aquí el quizá está indicado.

– ¿Y la segunda?

– La segunda es que debajo de las uñas de ambas manos he encontrado un poco de purpurina.

– ¡¿Purpurina?!

– Por el amor de Dios, no repita lo que digo porque ya me está atacando los nervios. Purpurina, sí señor. ¿No sabe lo que es?

– ¿No es el polvillo que se utiliza para dorar?

– Aprobado por unanimidad, y quítese ya de en medio.

– Una última pregunta. ¿Sufría alguna enfermedad?

– La habían operado de apendicitis.

– No; quiero decir alguna enfermedad que la obligara a tomar medicamentos.

– Entiendo. Usted cree poder llegar a identificarla recorriendo las farmacias de Montelusa y Vigàta. Lamento decepcionarlo: la chica estaba sana. Vaya si lo estaba.

– ¿Qué pretende decir?

– Que tenía un cuerpo de atleta.

– ¿O de bailarina?

– ¿Por qué no? Y ahora, ¿cómo tengo que decirle que se quite de en medio, joder?

– Le agradezco su exquisita amabilidad, doctor. Le deseo un full servido.

– ¿Contra un póquer de ases? Usted es un grandísimo cabrón.

5

Mientras bajaba a Vigàta, Montalbano pensó que un jersey grueso de cuello alto no podía haber sido traspasado por una bala que entrara por encima del hueso de la mandíbula. La trayectoria no lo permitía, era como si la bala, tras haber rozado la parte superior del cuello, subiese repentinamente un escalón.

Podía tratarse, eso sí, de una bufanda negra que la chica llevara cubriéndose la boca, tal como se hace ciertos días de frío. En ese caso, algún hilo de lana podía haber ido a parar al interior de la herida.

Pero la hipótesis no encajaba porque no era la época adecuada para llevar bufandas de lana. Aunque a lo mejor la chica se la había puesto para una ocasión especial. ¿Y cuáles son las ocasiones especiales en que uno se pone una bufanda de lana? No supo responder.

Y además, ¿dónde puede uno mancharse de purpurina?

¿Y por qué la chica tenía la purpurina debajo de las uñas y no en la yema de los dedos, tal como habría sido lógico?

Un poco antes de llegar a Vigàta, se desencadenó el diluvio que el pescador había previsto la víspera. Del aparcamiento a la entrada de la comisaría, Montalbano se empapó.

– Está aquí el señor Beniamino Graceffa -le advirtió Galluzzo mientras el comisario se sacudía el agua de la ropa.

– Dame tiempo para que me seque la cabeza y después lo haces pasar.

En su despacho abrió un clasificador donde guardaba una toalla, se la pasó por el cabello y se peinó. Pero el agua que se le había colado entre la piel y la camisa le molestaba. Entonces se quitó la camisa y se secó la espalda. Pero en cuanto volvió a ponerse la prenda mojada, la molestia se intensificó.

Empezó a soltar maldiciones. Se quitó de nuevo la camisa y la sacudió cual bandera ondeando al viento.

Mimì Augello entró justo en aquel instante.

– ¿Te estás entrenando para una corrida?

– No me hagas caso. ¿Qué te ha dicho la señora Annunziata?

– Chorradas.

– ¿O sea?

– Tiene miedo de que también maten a su hija Michela, que es una chica de dieciocho años. Me ha enseñado una fotografía. Puedes creerme, Salvo: una verdadera joya.

– ¿Por qué tiene miedo de que la maten?

– Porque Michela también lleva una mariposa tatuada.

– ¿Como la de la asesinada?

– No; me la ha descrito y no se parece en nada. Además, Michela la lleva tatuada en la teta izquierda.

– ¿Y tú qué le has dicho?

– En primer lugar, que si tuvieran que matar a todas las chicas que llevan una mariposa tatuada, sería una auténtica «catombe», como dice Catarella. En segundo lugar, que mande venir aquí a su hija para que yo pueda examinar meticulosamente el tatuaje.

– Pero ¿te has vuelto loco?

– ¡Era una broma, Salvo! ¿Sabes una cosa?, antes eras un hombre con sentido del humor.

– Tú, cuando hay una mujer por medio, nunca se sabe si bromeas o no.

– ¿Sabes qué te digo? Mejor me voy. Hasta luego, nos vemos esta tarde.

Apareció en la puerta un septuagenario redondo y bajito, con una cara tan colorada como un tomate maduro y unos ojillos astutos escondidos entre pliegues de grasa.

– ¿Da usted su permiso?

– Pase.

El hombre entró y Montalbano le indicó que se sentara.

– Me llamo Beniamino Graceffa. -Se sentó en el borde de una silla-. Estoy jubilado -añadió sin que el comisario le hubiera hecho ninguna pregunta-. Tengo setenta y dos años. -Lanzó un suspiro-. Y soy viudo desde hace diez años.