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Montalbano lo dejó hablar.

– No tengo hijos.

El comisario le dirigió una mirada de ánimo.

– Me atiende Cuncetta, la hija de mi hermana Carmela.

Pausa.

– Anoche vi la televisión.

Pausa larga. El comisario pensó que, a lo mejor, ahora le tocaba a él.

– ¿Ha reconocido el tatuaje?

– Exactamente el mismo.

– ¿Y dónde lo vio?

Los ojillos de Beniamino Graceffa brillaron de emoción. Se lamió los labios con la punta de la lengua.

– ¿Y dónde iba a verlo, comisario? -Esbozó una sonrisita y añadió-: Detrás del hombro de una chica.

– ¿Estaba en el mismo sitio? ¿Cerca del omóplato izquierdo?

– Justo en el mismo sitio.

– ¿Y dónde estaba la chica cuando usted vio el tatuaje?

– La cosa es muy delicada.

– Ya me lo ha dicho, señor Graceffa.

– Ahora me explico. Hace unos cinco meses, mi sobrina Cuncetta me dijo que no podría atenderme durante cierto período de tiempo porque tenía que irse a Catania a hacer una suplencia.

– ¿Y entonces?

– Entonces mi hermana Carmela, que tiene miedo de dejarme solo porque ya he sufrido dos infartos, me buscó una chica, una… ¿Cómo se llama ahora?

– Una cuidadora.

– Eso. La verdad es que mi hermana habría querido una persona mayor, pero no la encontró. Y por eso me llevó a casa a esa chica rusa que se llamaba Katia.

– ¿Muy joven?

– Veintitrés años.

– ¿Guapa?

Beniamino Graceffa se acercó el pulgar, el índice y el dedo corazón a la altura de los labios y emitió el ruido de un beso. Ya estaba todo dicho.

– ¿Dormía en su casa?

– Pues claro. -El hombre hizo una pausa y miró alrededor.

– Esté tranquilo, aquí estamos sólo usted y yo -aseguró Montalbano.

Graceffa se inclinó hacia el comisario.

– Todavía soy un hombre.

– Lo felicito. ¿Intenta decirme que tuvo una relación con aquella chica?

Graceffa lo miró con expresión desolada.

– Pero qué dice, comisario. ¡No fue posible!

– ¿Por qué?

– Comisario, yo, una noche en que ya no podía más, entré en su habitación, pero no hubo manera, no conseguí convencerla, ni siquiera diciéndole que estaba dispuesto a pagar mucho.

– ¿Y entonces qué hizo?

– ¡Comisario, yo soy un caballero de los de antes! ¿Qué tenía que hacer? Lo dejé correr.

– Pero entonces, ¿cómo pudo verle el tatuaje?

– Comisario, ¿puedo hablarle de hombre a hombre?

– Por supuesto.

– La mariposa la vi tres o cuatro veces mientras Katia se bañaba.

– A ver si lo entiendo. ¿Usted estaba con la chica mientras ella se bañaba?

– No, señor comisario. Ella estaba sola en el cuarto de baño; yo, en cambio, estaba fuera.

– Pero ¿cómo podía…?

– Miraba.

– ¿Desde dónde?

– A través del agujero.

– ¿El de la llave?

– No, señor, desde el agujero de la cerradura no podía verse nada porque muchas veces estaba puesta la llave.

– ¿Entonces?

– Un día que Katia había salido a hacer la compra, tomé el taladro y ensanché un agujero que ya había en la puerta.

Justo un caballero como los de antes.

– ¿Y la chica no se dio cuenta?

– La puerta es muy vieja.

– ¿Esa Katia era rubia o morena?

– Negra como la tinta.

– En cambio, la joven asesinada era rubia.

– Mejor así. Me alegro de que no haya sido ella. Porque uno se encariña con una chica así.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en su casa?

– Un mes y veinticuatro días y medio.

Seguramente había contado incluso los minutos.

– ¿Por qué se fue?

Graceffa lanzó un suspiro.

– Regresó mi sobrina Cuncetta.

– ¿Sabe cuánto tiempo llevaba en Italia?

– Más de un año.

– ¿A qué se dedicaba antes de ir a su casa?

– Había trabajado como bailarina en clubes de Salerno y Grosseto.

– ¿De dónde procedía?

– ¿Quiere saber el pueblo ruso? Me lo dijo, pero lo he olvidado. Si me vuelve a la memoria, lo llamo.

– Pero ¿no ganaba más como bailarina en los clubes?

– A mí me dijo que, como cuidadora, ganaba una miseria.

– ¿No le explicó por qué había dejado de trabajar como bailarina?

– Una vez me contó que no lo había hecho voluntariamente y que era mejor que pasara un tiempo al margen de todo eso.

– ¿Hablaba bien el italiano?

– Suficiente.

– Durante el período en que estuvo en su casa, ¿recibió visitas?

– Jamás.

– ¿Tenía un día libre?

– El jueves. Pero volvía a las diez de la noche.

– ¿Recibió o hizo llamadas a menudo?

– Tenía su móvil.

– ¿Y sonaba con frecuencia?

– De día, como mínimo diez veces. De noche, no sabría decirle.

– De hombre a hombre, señor Graceffa, ¿jamás se le ocurrió levantarse de noche e ir a escuchar detrás de la puerta de la chica?

– Bueno, sí. Algunas veces.

– ¿La oyó hablar?

– Sí, en voz demasiado baja para que pudiera comprender algo. No obstante…

– Dígame.

– Una vez que tenía el móvil sin batería, me pidió permiso para hacer una llamada. La oí, pero no entendí nada porque hablaba en ruso. Pero debía de estar hablando con una mujer porque la llamaba Sonia.

– Se lo agradezco, señor Graceffa. Si recuerda el nombre del pueblo, tenga la bondad de llamarme.

La hora de comer ya había pasado hacía un buen rato y Catarella aún no había regresado.

Montalbano decidió ir a almorzar a la trattoria de Enzo. Seguía lloviendo.

Esperó fumando un cigarrillo a que el agua del cielo amainara un poco y después pegó una carrerilla, subió a su automóvil y se fue. Por suerte, encontró sitio para aparcar junto a la entrada.

– Dottore, le advierto que el mar está muy agitado -le dijo Enzo a modo de saludo.

– ¿Y eso a mí qué carajo me importa? No tengo que salir en barca.

– Se equivoca. ¡Tiene que importarle y mucho!

– Explícate.

– Dottore, si el mar está agitado, las embarcaciones de pesca no salen a faenar, y por consiguiente mañana, en lugar de pescado fresco, usía se encontrará en el plato o bien pescado congelado o bien una preciosa chuleta a la milanesa.

Montalbano se horrorizó ante la idea de la chuleta.

– Pero ¿hoy tenemos pescado?

– Sí, señor. Y muy fresco.

– Pues entonces, ¿por qué me das un susto de antemano?

Pensando que tal vez al día siguiente no habría pescado fresco, pidió una ración doble de salmonetes.

Cuando salió de la trattoria llovía a cántaros. El paseo hasta el muelle quedaba descartado; lo único que podía hacer era regresar a la comisaría.

Galluzzo seguía a cargo de la centralita.

– ¿Alguna noticia de Catarella?

– Ninguna.

– ¿Ha llamado alguien para mí?

– El periodista Zito. Dice que lo llame.

– Muy bien, llámalo y pásamelo.

No había terminado de secarse la cabeza cuando sonó el teléfono.

– ¿Salvo? Soy Nicolò. ¿Has visto?

– No. ¿Qué hay?

– He vuelto a pasar las fotografías del tatuaje en el telediario de las diez de esta mañana y en el de la una.

– Te lo agradezco. Yo he hablado con las dos personas que te llamaron.

– ¿Te han dicho algo útil?

– Uno, el llamado Graceffa, puede que sí. Tendrías que…

– ¿Volver a pasarlas? Comprendo. Serás servido.

Finalmente, cuando ya faltaba muy poco para las cuatro, se presentó Catarella, glorioso y triunfante.