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– ¡Listo, dottori! Cicco De Cicco ha tardado mucho rato, ¡pero ha hecho una obra de arte! -Sacó cuatro fotografías de un sobre y las depositó encima del escritorio del comisario-. ¡Mire el original y mire en las tres copias cómo ha cambiado el hombre que usía quería que cambiara!

En efecto, Di Noto, con bigote, gafas y algunas hebras de plata en el cabello, parecía otra persona.

– Gracias, Catarè. Felicita de mi parte a De Cicco. Cuando lleguen el dottor Augello y Fazio, envíamelos.

Catarella se retiró haciendo la rueda como un pavo real. Montalbano se quedó un rato pensando y después decidió guardar el original y las tres copias en un cajón.

Fazio y Augello llegaron casi al mismo tiempo, sobre las cuatro y cuarto.

– Catarella nos ha dicho que querías vernos -dijo Mimì.

– Sí. Sentaos y prestad atención.

Y les contó lo que había averiguado a través del doctor Pasquano y lo que le había dicho Graceffa.

– ¿Qué pensáis?

– Yo me pregunto -dijo Mimì- si hay algún significado en el hecho de que dos jóvenes rusas de más o menos la misma edad tengan el mismo tatuaje en el mismo lugar.

– ¡Pero, Mimì, si tú mismo me has dicho que las chicas de hoy en día lucen tatuajes en cualquier sitio!

– ¿De la misma mariposa?

– ¿Y quién te asegura que es la misma?

– Te lo ha dicho Graceffa.

– Pero ten en cuenta que Graceffa pasa de los setenta, que miraba a la chica a través de un agujero y desde cierta distancia; imagínate si, viéndola desnuda, iba a quedarse estudiando el omóplato izquierdo. Además, ¡dime qué crédito se puede dar a semejante testimonio!

– A lo mejor, la contemplación de toda aquella belleza le agudizó la vista -replicó Augello.

– Pues yo, en cambio, pienso en la purpurina -terció Fazio.

– Y haces muy bien -contestó Montalbano.

– ¿Dónde se trabaja con purpurina? -se preguntó Fazio. Él mismo se dio la respuesta-: En alguna fábrica de muebles.

– ¿Se hacen todavía muebles dorados? -preguntó Montalbano.

– ¡Cómo no! -dijo Augello-. El otro día estuve en la boda de un pariente lejano de Beba. Pues bien, todos los muebles estaban…

– En algún restaurador.

– No -replicó Augello perplejo-. ¿Por qué lo dices? Los muebles no estaban en el taller del restaurador, sino en la casa.

– Mimì, lo que yo quería decir es que la purpurina también se puede encontrar en el taller de alguien que restaure muebles antiguos.

– Mañana por la mañana voy a echar un vistazo por ahí -dijo Fazio.

– Sí, pero no puedes limitarte a Vigàta. Tienes que mirar también en Montelusa y en algún pueblo de por aquí cerca. El vertedero del Salsetto lo utilizan los de Vigàta, los de Montelusa, los de Giardina, los de Gallotta…

– Y algunas veces también los de Borgina -terció Augello.

– ¡Ojalá Dios nos permitiera descubrir que el homicidio se cometió en Borgina! -exclamó Montalbano.

– ¿Por qué?

– ¿Has olvidado que Borgina depende de la comisaría de Licata? En ese caso, la investigación les correspondería a ellos.

– Yo estaba pensando en la purpurina -dijo Fazio.

– Pero ¿es que todavía no habías pensado?

– Dottore, me estaba preguntando por qué la purpurina estaba debajo de las uñas y no también en los dedos.

– Eso también me lo he preguntado yo.

– Pero yo vi a la muerta y usía no. Tuve la impresión…

– ¿Cuál…?

– De que la habían lavado después de matarla y desnudarla -respondió Mimì-. Yo también pensé lo mismo que Fazio.

– La lavaron cuidadosamente, pero olvidaron limpiarle las uñas.

– Perdonad, pero ¿por qué pensáis que la lavaron?

– Porque en el cuello no había ni rastro de sangre -dijo Mimì.

– Ni una gota -confirmó Fazio.

– Lo cual significa que, si no la hubieran lavado, nosotros habríamos podido descubrir dónde la mataron -aventuró Montalbano.

– Probablemente sí -contestaron ambos a coro.

Sonó el teléfono. Fazio y Augello hicieron ademán de levantarse y abandonar la estancia.

– Esperad, que todavía tengo que deciros una cosa.

– Dottori, al tilífono hay una mujer que no comprendo cómo si llama.

– Prueba a decirme lo que has comprendido.

– Cirrinciò, dottori.

– Pues lo has comprendido muy bien, Catarè. Pásamela.

Se preocupó. ¡A ver si ahora Adelina le decía que no podía ir a hacer la limpieza y prepararle la comida!

– ¿Qué hay, Adelì?

– Dutturi, perdone, pero tengo que decirle que esta mañana he ido a ver a mi hijo Pasquale a la cárcel y me ha dicho que quiere hablar con usía.

– ¿No le han concedido todavía el arresto domiciliario?

– Todavía no, dutturi.

– ¿Mañana vienes?

– Pues claro, dutturi.

– Prepárame la comida y recuerda que mañana no encontrarás pescado fresco en el mercado.

– Déjeme hacer a mí.

Una vez desaparecida la pesadilla de la chuleta a la milanesa, Montalbano se sintió rebosante de alegría.

Se apoyó en el respaldo del asiento y, en su afán de divertirse haciendo un poco de comedia, miró a Mimì y Fazio con cara muy seria.

6

Tan seria que Augello se preocupó.

– ¿Qué pasa?

– Pasa que ha habido una importante novedad en la cuestión del secuestro de Picarella.

– ¿Una novedad? -preguntó Fazio asombrado.

Mimì, en cambio, adoptó un tono de guasa.

– ¡No me digas que han pedido un rescate!

– ¿Y eso te parece de risa?

– ¡Pues claro, porque ni muerto me creo que lo hayan secuestrado!

– Y tú, Fazio, si te dijera que han llamado a la señora Ciccina pidiendo un rescate, ¿te lo crees o no te lo crees?

– Podría creerlo si…

Mimì se enfureció y lo interrumpió:

– ¡Pero si tú y yo llegamos a la misma conclusión! ¿Cómo es que ahora cambias de idea?

– Déjeme hablar, dottor Augello. Podría creerlo pensando que a Picarella se le ha terminado el dinero que sacó de la caja fuerte y ha hecho que llamara su cómplice para obtener más.

– ¡En tal caso, me lo creo!

– ¿O sea que vosotros seguís pensando que el secuestro era un montaje?

– Sí -contestaron al unísono Augello y Fazio.

– ¿Incluso aunque yo tenga la prueba de que estáis equivocados?

– Sí -repitieron los dos.

Montalbano abrió el cajón, sacó una copia de la fotografía y se la entregó a Mimì.

Fazio se levantó y se colocó detrás de Augello para mirar también.

– ¡Coño! -exclamó Augello.

– ¡Es él! -dijo Fazio.

– ¿Cuándo se hizo? -preguntó Mimì.

– ¿Cómo la ha conseguido? -apremió Fazio.

– Calma. La fotografía no tiene más de tres o cuatro días.

– ¿Donde se sacó? -inquirió Mimì.

– En La Habana, en un local nocturno. ¿Veis como os habíais equivocado? Picarella no estaba en las Maldivas ni en las Bahamas, sino en Cuba.

– ¡El muy cabrón! -exclamó Mimì.

– Me la ha dado el señor de los bigotes y las gafas, que es de Vigàta.

– No lo conozco -dijo Fazio.

– Pues yo creo que sí -repuso Montalbano pasándole la fotografía original.

– ¡Pero si es Di Noto, el que exporta pescado!

– Bravo. He mandado que le modificaran los rasgos para no meterlo en un lío.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Mimì.

– Muy fácil. Mañana por la mañana, mientras Fazio busca fabricantes de muebles y restauradores, tú mandas llamar a la señora Ciccina Picarella y le explicas el cómo y el cuándo.